5.6.24

¿Se puede reformar la justicia? Una imputación malintencionada, un auto de prisión deliberadamente erróneo o una sola sentencia injusta en el momento más oportuno, y tendrás un caso de lawfare... para impedirlo, existe un órgano que se encarga de proteger la independencia de los jueces frente a poderes externos, económicos, mediáticos, políticos, etc... Lo que es más infrecuente es que sean los mismos jueces, a través de elecciones, los que elijan a los compañeros que van a encargarse de asumir esas competencias... mejor sería que el Consejo pueda decidir el nombramiento sobre una lista de excelentes juristas elegidos mediante un voto ponderado entre profesores de facultades de Derecho, abogados colegiados –no colegios de abogados–, jueces, fiscales y letrados de la administración de justicia, para que la identificación de esos excelentes juristas dependa de tantas instancias, que no sea tan fácilmente corrompible... Con ello obtendríamos una lista de unos pocos candidatos entre los que el Consejo debería escoger... porque unas eventuales elecciones entre los jueces de todo un Estado, tendría el peligro evidente de que las asociaciones judiciales –cuyo sesgo ideológico no pone en duda nadie– movilizaran a sus asociados en favor de algunos candidatos, relacionados con las expectativas de ascenso de los jueces votantes (Jordi Nieva Fenoll, catedrático de Derecho Procesal)

 "A la pregunta sobre si se puede reformar la justicia, la respuesta es clara: sí. Se ha hecho antes, en España y en otros países porque, aunque a veces algunos pretendan olvidarlo, la justicia también está sometida a las leyes, y son las leyes las que reforman todas las estructuras institucionales, siempre con respeto a la Constitución. 

Sin embargo, a veces se quiere llevar el concepto de independencia de los jueces a un extremo ajeno, de hecho, a la propia esencia de la división de poderes y sus famosos checks and balances, que conduciría a entender, erróneamente, que toda la estructura del poder judicial es intocable, olvidando con ello algo básico. Todo el poder proviene del pueblo en una democracia. También el poder judicial. Y, por tanto, una vez situados los jueces en su puesto, no pueden olvidar su origen constituyéndose en una especie de instancia mítica más allá del bien y del mal. Al contrario, lo que llamamos “justicia” es el acuerdo de toda una comunidad en torno a lo que consideramos que es “bueno”. 

La misión de los jueces es aplicar las normas de ese acuerdo, que desde hace milenios se plasman con frecuencia en leyes para dar mayor estabilidad a esas normas. Esas leyes, por perfectas que sean, no pueden cubrir todos los recovecos de lo que una sociedad siente como “bueno”, y por eso se espera de los jueces que utilicen la analogía con lo ya legislado para cubrir esas lagunas. En todo caso, los juzgadores no son ya lo que probablemente fueron en su más remoto origen en el Antiguo Egipto: sacerdotes que transmiten la voluntad de Maat, su diosa de la justicia, que griegos y romanos adoptaron respectivamente bajo los nombres de Themis y, por supuesto, Iustitia. Sí, el concepto de justicia tiene un evidente origen teológico. Pero eso no quiere decir que actualmente el juez deba ser un oráculo inescrutable. Es sólo un ser humano que pertenece a su comunidad, esa que le dice al juzgador lo que es justo sin poder moverse de ese mandato popular.

Esa es, además y por cierto, la base fundacional de la división de poderes. Es posible que la misma no existiera si en el siglo XVII inglés no hubiera habido reyes que actuaron como lo que eran, dictadores, desobedeciendo las leyes del parlamento y ordenando a sus jueces –que eran sus delegados– que no cumplieran esas leyes, sino su regia voluntad, persiguiendo a rivales políticos. Así perdió la cabeza, en sentido literal, Carlos I en 1649. Un descendiente suyo –Jacobo II– provocó por las mismas razones la casi definitiva perdición de la dinastía Estuardo para el trono inglés, en 1688. Un año más tarde, en 1689, el parlamento obligó al nuevo rey a obedecer las leyes que salieran de esa cámara legislativa. Era la Bill of Rights, texto esencial de la llamada todavía hoy English Constitution, y que es fundacional de la moderna división de poderes en la que posteriormente se inspirarían Montesquieu y los políticos que impulsaron la Revolución Francesa.

Si se leen los textos doctrinales de la Ilustración, particularmente los de Montesquieu –directamente inspirado en el sistema inglés– y los de Rousseau, se percibirá una tremenda desconfianza hacia los jueces. Ese recelo, cuyas causas no explican realmente esos autores, no proviene de que en Francia algunos jueces regionales hubieran sido desobedientes a las leyes del rey, como se ha creído durante demasiado tiempo, sino que tiene por origen lo acaecido en Inglaterra en el siglo XVII, ya explicado en el párrafo anterior, que les hizo percibir que un juez tiene un pequeño poder de entrada, pero que puede traducirse en persecuciones penales y privaciones de libertad que, aunque siempre puntuales, pueden alterar de manera extraordinariamente relevante la política de un país. Interviniendo muy poco pueden provocar un tremendo trastorno a nivel institucional, como advirtió expresamente Rousseau e, insisto, había sucedido en Inglaterra en el siglo XVII. Una imputación malintencionada, un auto de prisión deliberadamente erróneo o una sola sentencia injusta en el momento más oportuno, y tendrán un caso de lawfare. No busquen más en el tiempo presente. En la Inglaterra de ese siglo disponen de un completo manual de cómo se hace lawfare.

Por ello, la estructura externa e interna del poder judicial debe ser diseñada de modo que ese peligro sea marginal o no exista y, de esa forma, la justicia sea independiente, porque cuando hace lawfare ciertamente no lo es, al perturbar la labor de los otros poderes del Estado, usurpándolos, de hecho. En las últimas décadas, tanto Naciones Unidas como el Consejo de Europa han publicado reglas orientadoras para tratar de asegurar, no solamente que los jueces no hagan lawfare, sino que se comporten como profesionales honestos que cumplen y hacen cumplir las leyes del Parlamento, así como que están al margen de cualquier presión política, económica o, más en general, emocional, que puedan llegar a padecer. 

De ese modo se asegura, por ejemplo, que cobran lo suficiente para tratar de prevenir que se corrompan. Se garantiza también que no pueden ser apartados o suspendidos de su cargo sino como consecuencia de una sanción por un hecho grave que haya sido impuesta no por un gobierno, sino por un órgano independiente legitimado democráticamente para ello. Además, se prohíbe que se les jubile prematuramente, a fin de que el poder político no sustituya de este modo indirecto a los jueces de una generación por opinar que le son adversos. Existen más garantías de esa independencia, pero una de las más importantes es que se recomienda que exista un órgano que se encargue de proteger la independencia de los jueces frente a poderes externos –económicos, mediáticos, políticos, etc.–, ocupándose de algo muy sensible para cualquier persona: sus expectativas laborales, es decir, formación, destinos, ascensos y sanciones sobre todo. Se exige de ese órgano que se pueda decir de él que es una autoridad independiente, a fin de que ordene esas materias sin jugar con las mismas para quebrantar la independencia de los jueces.

Al margen de otros aspectos, este último órgano es clave para garantizar la independencia, y por eso es el objeto principal de la lucha política en los Estados. Algunos ni siquiera lo tienen, siendo asumidas sus competencias más o menos directamente por el poder ejecutivo –Reino Unido– o por una mezcla de poderes parlamentarios y ejecutivos, como es el caso de Estados Unidos o Alemania. Lo que es más infrecuente es que sean los mismos jueces, a través de elecciones, los que elijan a los compañeros que van a encargarse de asumir, sin matices, esas competencias que afectan a la vida laboral del juzgador, como se ha reclamado con insistencia en España desde diversos foros cuando se trata de escoger a los vocales de ese órgano, que en España es el Consejo General del Poder Judicial. Existen algunos modelos de “elecciones judiciales” en el panorama internacional, pero con extraordinarias matizaciones en cuanto a la proporción de vocales elegidos y sus competencias, que hacen que sólo impropiamente pueda hablarse de “elecciones” en el sentido que suele escucharse en el debate político español.

Por tanto, los dos problemas principales de la justicia en cualquier país son a qué órgano u órganos atribuimos la competencia de designar a los jueces para integrar los tribunales, superiores sobre todo, así como la conveniencia de organizar elecciones entre los jueces para designar a sus representantes en ese órgano. Quedan al margen de este análisis otros aspectos problemáticos del proceso penal específicamente español, por ejemplo la acción popular, que debiera restringirse de inmediato para evitar su instrumentalización política, así como las facultades claramente inquisitivas de los jueces de instrucción, que debieran desaparecer, no ya porque sean impropias de nuestra época, sino porque al dejar un margen de actuación manifiestamente excesivo al juez favorecen, nuevamente, los casos de lawfare.

Tener un Consejo General del Poder Judicial no es una opción en España, porque obliga a ello la Constitución. Lo que no está totalmente cerrado son las competencias que debe tener, aunque sí deben hacer referencia a los “nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario” (art. 122.2). Por tanto, esas competencias pueden ser restringidas o matizadas, pero no suprimidas. 

En consecuencia, no es posible una reforma legal que establezca qué ascensos y nombramientos son competencia del Tribunal Supremo, por ejemplo, pero sí se pueden establecer filtros previos para que esas decisiones, tan sumamente sensibles para el futuro profesional de los jueces, vengan ya bastante regladas técnicamente cuando alcancen el estadio decisorio del Consejo. Es decir, que el Consejo, por ejemplo, pueda decidir el nombramiento sobre una lista de excelentes juristas, pero que no pueda designar a alguien carente de toda calidad técnica en detrimento de quien sí la tiene, como por desgracia ha sucedido demasiadas veces. 

Para ello, bastaría con que esa identificación de los excelentes juristas dependa de tantas instancias que no sea tan fácilmente corrompible por vía de influencias, o pura y simplemente porque un jurista caiga bien al tener una personalidad agradable, pero nada más que eso, que de todo hay. En este sentido, un voto ponderado entre profesores de facultades de Derecho, abogados colegiados –no colegios de abogados–, jueces, fiscales y letrados de la administración de justicia, podría acabar identificando realmente a los mejores gracias a sus publicaciones, también a sus sentencias en el caso de los jueces, y actuaciones profesionales que hayan trascendido en el caso de los abogados. Con ello probablemente obtendríamos una lista de unos pocos candidatos de la que el Consejo debería escoger a los elegidos finalmente.

Con este sistema, sería ya menos relevante cómo se elige a los doce vocales-jueces del Consejo, porque sus decisiones acerca de los nombramientos, también las del resto de vocales, estarían mucho mejor asentadas sobre esa lista antes citada y no dependerían del todo, como ahora sucede, de la decisión de esos vocales junto con los otros ocho que son juristas no jueces, y que son elegidos, por exigencia constitucional, por mayoría de 3/5 del Congreso y del Senado. Sería una forma de reducir drásticamente, o al menos dificultar considerablemente, la influencia política en los nombramientos de los jueces de los altos tribunales.

Finalmente, conviene hacer una última reflexión sobre cómo serían realmente unas eventuales elecciones entre los jueces de todo un Estado, que es algo en lo que se piensa muy poco y se visualiza aún menos. Este tipo de elecciones ya se celebran para algunos cargos de gobierno de los tribunales de una comunidad autónoma, de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, donde la mayoría del colectivo se conoce, pues son relativamente pocos jueces. Sin embargo, se imagina muy pocas veces cómo habrían de ser las elecciones para los más altos cargos del Consejo General del Poder Judicial, en concreto las doce vocalías que corresponden a jueces. Serían elecciones entre unos 5.000 jueces, que no son precisamente pocos.

Pues bien, sea cual fuere el sistema, con más o menos matices, si quien debe votar no conoce directamente a los candidatos, estos deberán exponer forzosamente un programa electoral realizando promesas, como sucede en cualesquiera comicios, porque de lo contrario no habrá motivo alguno para elegirlos. Siendo así, ¿qué promesas se le harían al conjunto de jueces? Lamento decir que cualquier ejemplo al respecto podría llegar a comprometer su independencia, dado que, por ejemplo, sus condiciones de trabajo –en cuanto a medios materiales, por ejemplo– ni siquiera dependen realmente del Consejo, sino del Ministerio de Justicia y algunos ejecutivos autonómicos, o bien están ya regladas en las leyes. Existen aspectos reglamentarios, evidentemente, pero es difícil que esos factores arrastraran a nadie a emitir su voto en favor de un vocal.

El peligro más evidente es que las asociaciones judiciales –cuyo sesgo ideológico no pone en duda ningún medio de comunicación– movilizaran a sus asociados en favor de algunos candidatos, y en esa labor de persuasión de los cientos de asociados de cada una, los argumentos de convicción podrían ser ya muy poco transparentes, porque de hecho difícilmente se harían realmente públicos esos argumentos, que además podrían estar demasiado relacionados con las expectativas de ascenso de los jueces votantes, lo que sería peligroso al poderse sustituir a la postre el mérito y la capacidad por los compromisos adquiridos.

En suma, se critica mucho el sistema de designación de vocales a cargo de los parlamentos, por provocar indudablemente partidismo. Sin embargo, si lográramos que se corrigiera el hecho de que sólo dos fuerzas políticas sean las llamadas a los acuerdos sobre la designación de vocales, necesitando más fuerzas políticas para ponerse de acuerdo, ¿sería tan inconveniente que la voluntad popular, demostrada tras unas elecciones, se reflejara en esas designaciones? Puede que no. Al fin y al cabo, cuando las instituciones se corrompen, no hay otro remedio que devolver al pueblo lo que es indudablemente suyo en una democracia: el poder."

(Jordi Nieva Fenoll, catedrático de Derecho Procesal, Un. Barcelona, CTXT, 04/06/24)

No hay comentarios:

Publicar un comentario