"Hace cuarenta y ocho años, mi madre, mi hermana y yo llegamos a los Estados Unidos como refugiados políticos de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. Aunque proveníamos de América Latina, nadie nos acusó de violadores ni de comer perros y gatos. Los funcionarios de inmigración fueron amables. Después de que encontramos un pequeño departamento, los vecinos nos llevaron pasteles y la señora del piso de arriba se ofreció para enseñarme a escribir a máquina al tacto.
Nos siguieron sucediendo cosas buenas. A mi padre lo contrató como profesor la universidad local y yo recibí una beca para asistir a un colegio privado. Hasta nos dieron la visa H1, la misma que la cofradía MAGA ahora quiere abolir.
En pocos meses me enamoré de Estados Unidos. Una y otra vez, los profesores de mi escuela se aseguraban de que estuviera bien. El bibliotecario se interesó en mí y me pasaba libros (todavía recuerdo cómo me conmovieron The Great Gatsby de F. Scott Fitzgerald y Invisible Man de Ralph Ellison, al igual que The Crucible de Arthur Miller).
A mi familia y a mí siempre nos trataron con amabilidad y respeto. Todos los clichés laudatorios que sostienen que los estadounidenses son bien intencionados, esforzados y decentes, parecían ser ciertos.
Hasta la ingenuidad estadounidense no dejaba de tener su encanto. ¿Existen los helados en tu país?, me preguntó una compañera de curso. Otro no podía creer que yo también me había criado con los dibujos animados de Los Picapiedras y Los Supersónicos.
Por supuesto que no fue la mejor década para la política en Estados Unidos. Las secuelas de la Guerra de Vietnam se advertían conversación por medio. La ciudad de Nueva York se adentraba en una crisis fiscal. Faltaban apenas uno o dos años para las colas en las gasolineras, la estanflación y los debates acerca del “malestar” estadounidense. Pero para un adolescente en estado de shock, la política en Estados Unidos parecía muy civilizada.
Los republicanos y los demócratas parecían estar de acuerdo en muchas cosas. En el Congreso pronunciaban discursos algo grandilocuentes, pero nunca se tiraban las sillas por la cabeza. Jimmy Carter, el presidente del momento, era la antítesis de Donald Trump: fundamentalmente decente, obsesionado con los derechos humanos, de buenos modales y soporíficamente deferente (mi frase favorita de la prensa de esos días fue la de Jules Feiffer, de The Village Voice: “cuando el presidente Carter habla de la crisis energética, se refiere a la propia”).
¿Dónde está ese Estados Unidos hoy día? Lo busco en las calles y en la internet, pero no logro encontrar el país que alguna vez conocí. Por supuesto que tengo claro que un gobierno no es lo mismo que una nación. Y no me cabe duda de que, si volviera a ese edificio de departamentos en el oeste de Los Ángeles, más de un vecino le daría una mano a un adolescente refugiado.
De todos modos me pregunto, como hizo Pete Seeger en su icónica canción de los 1960, Where have all the flowers gone?[¿Dónde están las flores?].
No puedo creer cuando oigo al presidente de Estados Unidos decir que Ucrania, una nación que ha perdido tanto y que le ha dado al mundo una lección de valentía, tiene la culpa por la invasión rusa. La analogía es terrible, pero solo puedo pensar en esos violadores que afirman que la víctima “se la buscó”.
Y ¿qué hizo a continuación el presidente de Estados Unidos? Trató de forzar a los ucranianos a llegar a un acuerdo que le permitiera extraer de su país miles de millones de dólares en minerales. Años atrás, los líderes estadounidenses le hubieran echado una mano a un aliado que la necesitara. Los líderes de hoy le tienden una emboscada a ese aliado en la Casa Blanca y luego tratan de meterle la mano en el bolsillo.
Estoy consciente de que la migración descontrolada puede despertar algo que no es lo mejor de nuestra naturaleza. En Chile, un país con 20 millones de habitantes, la llegada de cerca de 1,5 millones de migrantes en las últimas décadas también ha trastocado la política y puesto en el centro del escenario a un ejército de imitadores de Trump. Del mismo modo, hay muchos estadounidenses que están frustrados, asustados o simplemente enojados. Votar por Trump fue una expresión de esa ira.
Pero actuar impulsado por la ira no suele ser una buena idea. Esto es lo que hacen quienes siguen aplaudiendo las acciones de Trump. Resulta el equivalente político a meterse una bala en el cráneo para disipar un dolor de cabeza. Los aranceles a Canadá y México harán daño a los mismos obreros de la industria automotriz del Medio Oeste a quienes se supone deben ayudar. La erosión de los mecanismos de control de la democracia reducirá aún más el poder de los frustrados votantes de clase media que quieren quitarles el control a las elites arrogantes de las costas del país.
¿Y el mundo que Estados Unidos construyó, y que sirvió bien a los intereses estadounidenses? Lo están destruyendo a plena luz del día.
Durante más de treinta años, en seminarios académicos, reuniones políticas y cenas por toda América Latina, he defendido la idea de que nuestro lugar en el mundo está junto a los Estados Unidos. No importaba si China ofrecía dinero. Cuando la Casa Blanca y el Departamento de Estado se mostraban imperiosos o condescendientes, podíamos aguantarlo. Lo que realmente importaba eran los valores compartidos. Los Estados Unidos y las democracias liberales que lideraba defendían la libertad, la dignidad y el estado de derecho. Y, por supuesto, los países latinoamericanos se beneficiaban del orden internacional basado en reglas que los estadounidenses y los británicos crearon después de la Segunda Guerra Mundial.
Quien afirme lo mismo hoy en día carecerá de credibilidad ante los panameños, que corren el riesgo de perder el canal que han controlado durante cerca de 50 años. Lo mismo sucedería con los mexicanos, que cualquier día deberán sufrir los aranceles que supuestamente prohibía el acuerdo comercial que el propio Donald Trump firmó durante su primer gobierno, afirmando en ese momento “es el acuerdo comercial más justo, más equilibrado y beneficioso”. Lo mismo sucedería con cualquier persona cuyos hijos e hijas, si se ven obligados a emigrar, pueden terminar metidos en jaulas en la frontera con Texas. Ya sea en América Latina, Europa, Asia o África, este no es el mejor momento para alardear de ser un liberal pro Estados Unidos.
Pronto, más de algún estadounidense se sentirá obligado a dejar su
patria. Cuando eso ocurra, estoy seguro de que el mundo recibirá a los
nuevos refugiados con la misma amabilidad que mi familia recibió.
Todavía quedan muchas flores fuera de los Estados Unidos."
(Andrés Velasco, exministro de Hacienda de Chile, Revista de prensa, 14/03/25, fuente Project Syndicate)
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