4.8.24

Wolfgang Streeck: La UE en guerra, después de dos años... La Unión Europea estuvo implicada desde el principio en el conflicto ucraniano, aunque nunca como un actor activo... En los meses críticos durante el otoño y el invierno de 2021/2022, no hubo, que se sepa, ninguna consulta por parte de Estados Unidos a los gobiernos europeos o, para el caso, a la UE... durante la guerra de Ucrania, la UE fue un auxiliar de la OTAN... la economía rusa creció, mientras que gran parte de Europa Occidental entró en recesión... tras dos años de guerra, la «europeización»... Al no existir la posibilidad de que Ucrania devolviera ningún préstamo ni siquiera en un futuro lejano, se entendió que en última instancia serían «los europeos» quienes tendrían que pagar por la seguridad nacional de Ucrania, definida con su acuerdo por Estados Unidos y la UE como su propia seguridad nacional. El acontecimiento dejó claro que los futuros paquetes de ayuda tendrían que proceder directamente de Europa... El futuro más probable es una larga guerra de posición. Esto requeriría un apoyo militar y económico continuado a Ucrania por parte de Europa... la europeización equivaldrá de facto a la germanización, con Alemania liderando, de manera más o menos informal, una alianza de Europa Occidental en apoyo de Ucrania... para el futuro de la UE, Alemania en particular tendrá que elegir entre la lealtad transatlántica y la pertenencia como potencia europea mediana, en un mundo que se esfuerza por convertirse en no alineado

"Resumen

El documento explora el papel de la Unión Europea (UE) en la guerra de Ucrania, desde los prolegómenos de la guerra hasta su impacto en la estructura y las funciones futuras de la UE, dentro de Europa y a escala mundial. Comienza con un relato de la condición de la UE antes de la guerra, que describe como sobreextendida y estancada con respecto a la proclamada finalité de la UE, la «unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa». A continuación, relata el uso de la UE en los primeros intentos estadounidenses de incluir a Ucrania en la ampliación de la OTAN a Europa Oriental, con la adhesión a la UE como recompensa por la occidentalización ucraniana. Para los dirigentes de la UE, esto representaba una oportunidad de revivir antiguos intentos, por entonces en gran medida fallidos, de unificación y centralización supranacionales, ofreciéndose a Estados Unidos para servir de base transatlántica a su estrategia ucraniana. A continuación, el documento explora las consecuencias para la UE y sus Estados miembros más fuertes de la inminente retirada estadounidense del escenario bélico ucraniano, a medida que EEUU se vuelca en su conflicto con China. La sección final analiza las condiciones en las que Europa, los Estados europeos y la UE pueden aspirar a algún tipo de autonomía estratégica y política en el emergente Nuevo Orden Mundial.

Cuando estalló la guerra por Ucrania, la Unión Europea (UE) era un surtido desordenado de los restos de varios intentos incompletos de lo que se había dado en llamar «integración euro- pea»: un vasto aspirante a Estado supranacional que se había vuelto prácticamente ingobernable debido a su excesiva extensión y a la extrema heterogeneidad interna que había traído consigo. Más que un superestado supranacional que pusiera fin a la existencia separada de los Estados-nación europeos, la UE se había convertido en un campo de batalla, o arena de negociación, para que sus Estados miembros persiguieran sus intereses individuales, tanto directa como indirectamente: directamente negociando acuerdos entre sí, indirectamente intentando controlarse mutuamente a través de las instituciones supranacionales de la UE. Entre los proyectos de integración que habían quedado estancados durante la vida de la UE y de sus dos organizaciones predecesoras -la Comunidad Económica Europea (CEE; 1957-1972) y la Comunidad Europea (Com- misión Europea; 1972-1993)- podemos enumerar la llamada Dimensión Social de los años 70 y 80, que fue víctima del giro hacia una política económica neoliberal de oferta durante la larga presidencia de Delors (1985-1994); el Mercado Interior de 1992, que quedó inacabado; la Unión Monetaria Europea de 1999, que sólo incluye a algunos de los Estados miembros de la UE y ha quedado sin unión bancaria, unión fiscal y, sobre todo, unión política; la convergencia económica de los modelos de crecimiento de los Estados miembros, o variedades de capitalismo; la convergencia política y social de los nuevos países miembros en el modelo constitucional liberal de «Estado de derecho» de Europa Occidental; etc. etc.
Ya antes de 2022, las esperanzas de una Europa integrada que sustituyera a los Estados-nación históricos de Europa -la tan cacareada finalité de la UE de una unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa- casi habían desaparecido, reflejando no en último término el crecimiento de la Unión, sobre todo con fines geopolíticos, de seis a 27 miembros (incluso 28, hasta que uno de sus tres mayores Estados miembros, el Reino Unido, se separó), incluyendo países tan diferentes como Dinamarca y Rumanía, o Portugal y Polonia. Las tensiones entre Estados miembros como Alemania, Francia, Italia y Polonia habían aumentado en torno a un número creciente de cuestiones, como los objetivos, el tamaño y la distribución de los llamados fondos de «cohesión» europeos, el papel del Banco Central Europeo en las finanzas de los Estados miembros, el régimen de estabilidad fiscal de la Unión Monetaria o el «estado de derecho» en algunos de los nuevos Estados miembros. A esto hay que añadir las diversas crisis de la década de 2000, como la cri- sis financiera y fiscal de 2008; el posterior inicio del «estancamiento secular» de la economía capitalista (Larry Summers en 2016); la oleada de inmigración no solicitada de 2015 y 2016; la incapacidad de la UE para idear una respuesta colectiva centralizada y a escala europea a la pandemia de COVID de 2020-2022; y la ineficacia del «fondo de reconstrucción» de la Unión Europea de Nueva Generación (UENG) de 750.000 millones de euros postCOVID, financiado con deuda y destinado a remediar la crisis en particular de la economía italiana. Juntos dejaron al descubierto la falta de capacidad tecnocrática de la UE para resolver problemas y gobernar políticamente, lo que hizo que sus Estados miembros y gobiernos fueran aún más conscientes de sus intereses nacionales y de las diferencias entre ellos.

En otoño de 2021, cuando la guerra de Ucrania empezaba a vislumbrarse en el horizonte, los gobiernos miembros se habían acostumbrado a utilizar su unión con fines políticos internos, presentando a la UE ante sus ciudadanos nacionales como una futura tierra prometida de «soluciones europeas» a problemas que técnicamente no podían o políticamente no querían abordar, o como culpable si resultaba evidente que no se iban a producir tales soluciones. Asimismo, dependiendo de la conveniencia política, la UE se utilizó para producir mandatos internacionales para políticas nacionales impopulares, por ejemplo las reformas económicas neoliberales, y como baluarte contra las reformas anti neoliberales. La UE ofrecía también ricas oportunidades para la política simbólica y el apoyo mutuo entre ejecutivos nacionales, bajo un acuerdo tácito de que ninguno de ellos tendría que volver a casa de sus cumbres sin nada que mostrar a sus votantes.

En general, la UE se había convertido a principios de la década de 2020 en un lugar para dar respuestas conjuntas a corto plazo, pero por ello también de corta duración, a problemas a largo plazo, como la cri- sis fiscal de los Estados de Europa Occidental bajo la presión de la austeridad fiscal autoimpuesta, o impuesta por los mercados de capitales. A menudo fue necesario sortear la constitución de facto de la UE, los Tratados, que están redactados de tal manera que resulta prácticamente imposible modificarlos, salvo -indirectamente- mediante sentencias del Tribunal de Justicia Europeo que sólo el propio Tribunal puede revisar. Los gobiernos nacionales aprendieron a idear soluciones temporales cada vez más sub-legales, para-legales e ilegales para los problemas que iban surgiendo, siendo un ejemplo de ello la financiación estatal por debajo de la mesa por parte del Banco Central Europeo, o la financiación del «fondo de recuperación» COVID mediante préstamos a pesar de que los Tratados no permiten a la UE endeudarse.

A principios de la década de 2020, era obvio que esto no podría continuar para siempre, la UE viviendo políticamente al día, consumiendo su menguante suministro de legitimidad sin poder reponerlo. Un síntoma fue el rápido aumento del apoyo electoral a los llamados partidos y movimientos políticos populistas de derechas en varios Estados miembros que critican duramente a la UE. 

La UE en el periodo previo a la guerra

La Unión Europea estuvo implicada desde el principio en el conflicto ucraniano, aunque nunca como un actor activo. Bajo el mandato de George W. Bush (2001-2009) como muy tarde, la inclusión de Ucrania en la OTAN, en contra de las objeciones rusas, se había convertido en un objetivo estratégico estadounidense. La adhesión de Ucrania a la Unión Europea se consideraba en este contexto una parte inte- gral de la absorción de Europa Oriental y Central en Occidente, siguiendo el modelo de la ampliación oriental de la UE en 2004, cuando se admitió a Chequia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia, Eslovaquia y Eslovenia. Francia y Alemania, los principales países continentales miembros de la UE, aceptaron en principio la adhesión ucraniana, pero insistieron en las condiciones de admisión de la UE, bastante exigentes, que pospondrían la adhesión varios años. Entretanto, en 2007 se iniciaron las negociaciones sobre un acuerdo de asociación. Un año después, en la cumbre de la OTAN de Budapest, Alemania y Francia, encabezadas por Merkel y Sarkozy, vetaron una propuesta de Bush para la admisión instantánea de Ucrania en la OTAN. Las negociaciones sobre el acuerdo de asociación con la UE concluyeron a principios de 2012. El borrador del acuerdo preveía una amplia cooperación política, el libre comercio, una amplia armonización jurídica, ayuda financiera y técnica, y una generosa colaboración en una gran variedad de ámbitos, desde la educación hasta la tecnología y la sanidad; en suma, equivalía a algo así como una adhesión de facto sin derechos de miembro. Paralelamente, Estados Unidos, bajo la administración Obama (2009-2017) y su representante especial para Ucrania, el vicepresidente Biden, se implicó profundamente en la política interna ucraniana, entre otras cosas colocando a numerosos asesores estadounidenses en diversas instituciones políticas y económicas ucranianas, incluido el ejército.

En respuesta, Rusia empezó a presionar al gobierno ucraniano para que se resistiera a la integración en la UE, considerada un primer paso para la integración en la OTAN. En noviembre de 2013, el presi- dente Víktor Yanukóvich se negó en el último minuto a firmar el acuerdo de asociación con la UE. Esto provocó disturbios civiles que desembocaron en el levantamiento de Maidan en febrero de 2014. En respuesta, Yanukóvich abandonó su cargo y huyó del país. (Ya a finales de enero de ese año, tuvo lugar la conversación telefónica interceptada entre Victoria Nuland, encargada de Europa y Eurasia en el Departamento de Estado de EEUU, y el embajador estadounidense en Ucrania. En ella, ambos discutían sobre a quién nombrar para el próximo gobierno ucraniano. Preguntada por la posición de la UE, Nuland respondió célebremente: «F… la UE»). Poco después, Rusia ocupó y posteriormente se anexionó la península de Crimea, a lo que siguió que los separatistas prorrusos del este de Ucrania se alzaran en armas contra el Estado ucraniano, con apoyo ruso. En junio del mismo año, el oligarca Petro Poroshenko fue elegido presidente de Ucrania en unas elecciones especiales.

Los países de Europa Occidental, y desde luego la UE, no parecen haber desempeñado ningún papel significativo en esta etapa. Más tarde, en 2014, el presidente Poroshenko firmó el acuerdo de asociación Ucrania-UE, al que siguieron los esfuerzos de Francia y Alemania para lograr un alto el fuego y un acuerdo negociado entre Ucrania y Rusia. Las negociaciones se organizaron bajo los auspicios de la OSCE en el llamado formato de Normandía, en el que participaron Ucrania, Rusia y las dos provincias ucranianas separatistas de habla rusa, a las que se unieron Francia y Alemania, pero no Estados Unidos ni el Reino Unido. Las conversaciones, que tuvieron lugar en la capital de Bielorrusia, Minsk, dieron lugar a dos acuerdos, Minsk I (septiembre de 2014) y Minsk II (febrero de 2015). En ellos se preveía un alto el fuego supervisado, la retirada de tropas por ambas partes, la descentralización del Estado ucraniano, la celebración de elecciones locales en las regiones prorrusas y el pleno control de la frontera estatal por parte del gobierno ucraniano. Ambos acuerdos quedaron en gran medida sin efecto.

Las esperanzas de un acuerdo de paz podrían haber regresado con la elección del sucesor de Poroshenko, Volodymyr Zelen- sky. En abril de 2019, Zelensky había derrotado a Poroshenko al final de su mandato ordinario por un margen de 3 a 1. La plataforma electoral de Zelensky incluía planes de descentralización del poder del gobierno central a las autoridades locales, así como una resolución pacífica del conflicto en la región de Donbás, mediante la aplicación de los acuerdos de Minsk y nuevas negociaciones con Rusia. Simultáneamente, mientras los combates en el este de Ucrania continuaban de forma intermitente, Estados Unidos siguió equipando al ejército ucraniano, para garantizar la interoperabilidad (la capacidad de los equipos o grupos militares de operar conjuntamente entre sí) con la estructura de mando de la OTAN. La interoperabilidad fue declarada oficialmente por la OTAN en junio de 2020, durante el último año de mandato de Trump. Menos de dos años después, a finales de febrero de 2022, un año después de la presidencia de Biden y aproximadamente medio año después de la retirada estadounidense de Afganistán, llegó el ataque ruso a Ucrania.

El estallido de la guerra había estado precedido de intensos esfuerzos diplomáticos por parte de Rusia en busca de negociaciones con Estados Unidos sobre garantías de seguridad ante el avance de la integración política, económica y militar de Ucrania en la OTAN y la UE. En particular, Rusia exigía el fin de la expansión de la OTAN, la retirada de las fuerzas de la OTAN de los países de Europa del Este, la renuncia a los misiles de alcance intermedio estacionados en países de la OTAN que pudieran amenazar el territorio ruso y medidas de transparencia mutua. Sin embargo, tales negociaciones no llegaron a producirse, ya que Estados Unidos insistió en su política de «puertas abiertas» con respecto a la alianza de la OTAN. En los meses críticos durante el otoño y el invierno de 2021/2022, no hubo, que se sepa, ninguna consulta por parte de Estados Unidos a los gobiernos europeos o, para el caso, a la UE.

Las negociaciones continuaron durante poco tiempo después de iniciada la guerra, ahora entre Ucrania y Rusia en Estambul, moderadas por el primer ministro israelí, Naftali Bennett. Poco se sabe sobre su curso y resultado. Sin embargo, hay indicios de que se alcanzó un acuerdo de paz provisional que preveía la neutralidad ucraniana, garantías de seguridad para Ucrania y concesiones territoriales a Rusia en relación con Crimea y la región de Donbás. Aunque Rusia parece haber aceptado el proyecto de acuerdo, la parte ucraniana se retiró de las negociaciones, al parecer después de que el primer ministro británico, Boris Johnson, les asegurara durante una visita a Estambul que, con el apoyo de Occidente, Ucrania ganaría la guerra antes de finales de año. De nuevo, lo que importa aquí es que la UE y sus miembros parecen haberse quedado al margen. 

La UE en la guerra I: Un auxiliar de la OTAN

Con el inicio de la guerra, la Comisión Europea bajo el mando de Ursula von der Leyen actuó como un brazo europeo ampliado de la OTAN y de Estados Unidos, poniendo sus recursos a su servicio mientras trabajaba para unir a sus Estados miembros detrás del esfuerzo bélico occidental. Al carecer de competencias en materia militar y de defensa en virtud de los Tratados europeos, la Comisión trató de identificar las lagunas en las capacidades de los Estados miembros de la UE y de la OTAN que pudiera ofrecerse a cubrir, con la esperanza de mejorar así, o restaurar, sus capacidades de gobierno como institución inter-nacional. Uno de sus primeros pasos fue elaborar, en estrecha colaboración con Estados Unidos, una amplia gama de sanciones europeas contra Rusia y los países que la apoyan, con el objetivo de debilitar decisivamente el poder económico ruso y, en consecuencia, el militar. En efecto, esto trasladó a la UE a la posición de un subdepartamento de política económica de la OTAN, asistiéndola en su área especial de especialización. Las sanciones incluían la congelación de activos y la prohibición de viajar, restricciones bancarias y de la banca central como la exclusión del sistema SWIFT, controles a la exportación y prohibiciones a la importación, y embargos sobre la energía rusa.

Tanto la UE como Estados Unidos esperaban que sus sanciones hicieran pronto imposible que Rusia continuara su campaña. De hecho, parece que fue con esta perspectiva con la que Estados Unidos y el Reino Unido consiguieron convencer al gobierno ucraniano durante las conversaciones de Estambul de que podía apostar por algo más que un compromiso territorial, de hecho por una victoria a gran escala sobre Rusia en cuestión de pocos meses. Poco después del estallido de la guerra, von der Leyen había declarado públicamente que el objetivo de las sanciones era «degradar sistemáticamente la base industrial y económica de Rusia». Dos años más tarde, insistió en que, «capa a capa, [las] sanciones están descascarillando la sociedad industrial rusa». Para entonces, la economía rusa estaba creciendo, incluidas las exportaciones rusas de petróleo, mientras que gran parte de Europa Occidental había entrado en recesión.

Otra forma en la que la UE apoyaba y sigue apoyando el esfuerzo bélico occidental es ayudando a mantener la moral del pueblo ucraniano. Para ello, von der Leyen siguió declarando incansablemente la firme determinación de la UE y de sus Estados miembros de no cejar en su empeño hasta conseguir una victoria militar total de Ucrania sobre Rusia, costara lo que costara, utilizando una retórica a menudo más militante que la de Estados Unidos. En la misma línea, von der Leyen siguió manteniendo la perspectiva de la plena adhesión de Ucrania a la UE, en línea con el acuerdo de asociación de 2014. Todo ello sin tener en cuenta que varios países de los Balcanes Occidentales que se habían esforzado por cumplir las condiciones de admisión llevaban ya años en lista de espera, debido a los problemas sin resolver que planteaba una mayor ampliación hacia el Este para el presupuesto y la gobernanza de la UE, como el voto por mayoría en el Consejo. Las promesas de una adhesión acelerada venían acompañadas de compromisos a largo plazo de ayuda económica para la recuperación de Ucrania después de la guerra y, de hecho, ya durante ella. En su discurso sobre el estado de la Unión del 14 de septiembre de 2022, von der Leyen anunció que la reconstrucción de Ucrania comenzaría inmediatamente, señalando que requeriría «un amplio Plan Marshall» para el que la UE «presentaría una nueva plataforma de reconstrucción de Ucrania». Casi dos años después, repitió su promesa afirmando que «reconstruiremos Ucrania por completo una vez ganada la guerra». La Unión Europea apoya firmemente a Ucrania, financiera, económica, militar y, sobre todo, moralmente, hasta que [Ucrania] sea finalmente libre«.

Más de dos años después del comienzo de la guerra, no se ha hablado de los problemas que la admisión como miembro de la UE de un país como Ucrania, con sus necesidades de apoyo financiero a largo plazo, primero militar y luego económico, causaría a la política y las finanzas internas de la UE. Un anticipo de lo que se avecina, incluso antes de la adhesión formal, lo proporcionaron las protestas militantes de los agricultores polacos contra la autorización del transporte de productos agrícolas ucranianos a través de Polonia para su venta a países de fuera de la UE. Fue necesario un esfuerzo considerable por parte de la Comisión para negociar algún tipo de compromiso, probablemente ayudado por algún tipo de pago secundario económico o político a Polonia.

Desde el principio de la guerra, la Comisión Europea consideró que su misión era mantener a los Estados miembros de la UE en línea con la política y la estrategia de la OTAN. Aquí Alemania era el caso crítico, al ser la mayor potencia convencional de Europa Occidental y estar cerca del campo de batalla ucraniano, con un legado persistente de pacifismo de posguerra. Para von der Leyen, la tarea autodesignada consistía en empujar a Alemania más allá de las sucesivas «líneas rojas» definidas por el gobierno de Scholz para la participación alemana en la guerra, ayudada por Estados Unidos y los demás miembros de la UE felices de enviar a «los germanos al frente». La política a la que se enfrentaba a este respecto era tan complicada como apasionante. Aunque von der Leyen es el miembro alemán en la Comisión Europea -cada país tiene uno y sólo uno-, como presidenta no puede esperar, a diferencia de los demás miembros, que su país de origen represente sus intereses nacionales en la Comisión. Además, von der Leyen no fue nombrada miembro de la Comisión por el actual Gobierno alemán, sino por sus predecesores bajo el mandato de Angela Merkel. Aunque en circunstancias normales Scholz la habría sustituido por un confidente político de su coalición, von der Leyen, al haber sido nombrada para sorpresa de todos presidenta de la Comisión por, efectivamente, Emmanuel Macron, parece insustituible como comisaria mientras el Consejo esté dispuesto a volver a nombrarla presidenta (y el Parlamento de la UE esté dispuesto a confirmarla). Al encargarse ella misma y la Comisión de conseguir que Alemania cumpla las órdenes de los demás miembros, las posibilidades de von der Leyen de volver a ser nombrada han aumentado obviamente, como demuestra el hecho de que el Consejo Europeo la nombrara poco después de las elecciones de la UE de 20024. Además, complicarle la vida a Scholz con respecto a Ucrania debió de parecerle bien a von der Leyen que, después de todo, es miembro del mayor partido de la oposición alemana, la CDU, cuya dirección parece, siguiendo la tradición de Merkel, dispuesta a formar una coalición en 2025 con los Verdes, ahora antipacifistas.2 En su esfuerzo por la construcción del Estado europeo supranacional, la Comisión Europea bajo el mandato de von der Leyen despliega la presión estadounidense para obtener el apoyo europeo en Ucrania como palanca para arrebatar a sus Estados miembros poderes y competencias adicionales, una estrategia apoyada por amplios sectores del Parlamento Europeo. Esto afecta tanto a la seguridad internacional como a la política fiscal. A medida que los inmensos costes del apoyo a Ucrania se hacen discernibles, la UE, la Comisión y el Parlamento esperan persuadir a Alemania en particular para que permita a la Unión endeudarse de forma regular, basándose en el precedente del Fondo de Recuperación COVID de 750.000 millones, como forma de sortear los frenos de la deuda nacional de cualquier tipo. Para documentar su determinación, la Comisión ha desviado 3.600 millones de euros de la dotación de 12.000 millones de euros para siete años de su Fondo Europeo para la Paz (un mecanismo de financiación extrapresupuestaria establecido para que la UE ayude a prevenir conflictos, preservar la paz y reforzar la seguridad y la estabilidad internacionales) al apoyo militar a Ucrania, tanto letal como no letal. Para la Comisión Europea y el entre- preneurship político de su Presidente, la guerra de Ucrania ofreció una oportunidad única de desarrollo institucional, o si se quiere de autoengrandecimiento, al hacer valer la UE las exigencias estadounidenses de solidaridad transatlántica ante sus Estados miembros, especialmente ante uno a veces más reacio como Alemania. En el proceso, se asumieron compromisos de gran alcance y extremadamente costosos en nombre de la Unión, es decir, en última instancia, de sus Estados miembros más grandes y ricos. Cumplirlos exigiría un cambio estructural fundamental que convertiría a la UE en una organización totalmente diferente. Debe parecer dudoso que ese cambio llegue a ser posible; si fracasa, la UE se irá quedando poco a poco en el camino como organización internacional funcional, continuando su lenta decadencia de los años posteriores a la crisis financiera. Hasta ahora, ayudados por la guerra, los funcionarios de la UE y sus partidarios a nivel nacional han salido adelante, cerrando filas tras una coordinada muestra de optimismo mientras marchaban juntos hacia un futuro desconocido, tanteando el terreno paso a paso, y llevándose consigo el sistema estatal europeo. 

La UE en la II Guerra: la «europeización»

Como era de esperar, tras dos años de guerra, sin final a la vista, el interés estadounidense por Ucrania empezó a decaer, y se inició la búsqueda de nuevas formas de evitar una derrota del Estado ucraniano a manos de Rusia. Cuando el ejército ruso estaba a punto de atravesar las líneas de defensa ucranianas, Biden consiguió que el Congreso aprobara otro paquete de ayuda, probablemente el último, por valor de 61.000 millones de dólares, buena parte de los cuales se concederían en forma de préstamo y no de subvención. Al no existir la posibilidad de que Ucrania devolviera ningún préstamo ni siquiera en un futuro lejano, se entendió que en última instancia serían «los europeos» quienes tendrían que pagar por la seguridad nacional de Ucrania, definida con su acuerdo por Estados Unidos y la UE como su propia seguridad nacional. El acontecimiento dejó claro que los futuros paquetes de ayuda tendrían que proceder directamente de Europa, en cualquiera de sus formas, incluido el cumplimiento de la promesa de von der Leyen de que, una vez ganada la guerra, Ucrania sería completamente reconstruida a expensas europeas, como parte de la prometida adhesión del país a la UE. Estados Unidos, en cualquier caso, estaba fuera de juego en lo que respecta a la financiación continuada de la guerra, no sólo bajo Trump si volvía a la presidencia, sino también bajo una segunda administración de Biden, ya que ambas se dedicarían sobre todo a la victoria de Israel sobre los palestinos y, a un plazo algo más largo, a una victoria estadounidense sobre China.

¿Cómo será la inminente europeización de la guerra ucraniana? Es evidente que Ucrania no puede ganar la guerra en nombre de «Occidente». Tampoco es probable que la gane Rusia marchando hacia Kiev y obligando al gobierno ucraniano a firmar una capitulación en los términos rusos. El futuro más probable es una larga guerra de posición, o de atribución, a lo largo de aproximadamente las líneas del frente actuales. Esto requeriría un apoyo militar y económico continuado a Ucrania por parte de Europa Occidental, que sustituiría a Estados Unidos, trasladando de este último a aquel la responsabilidad de mantener a Ucrania luchando.

En muchos aspectos, éste sería un resultado aceptable tanto para Rusia como para Estados Unidos. Si nada se interpusiera en el camino, permitiría a Rusia, si no derrotar y conquistar Ucrania, sí destruir con el tiempo su viabilidad como Estado-nación funcional. Estratégicamente, desangrar a Ucrania hasta la muerte -una muerte por mil cortes, arrastrada a lo largo de una década o más- podría parecer preferible a otra ronda de conversaciones tipo Minsk con Alemania y Francia, tras haber oído de Mer- kel y Hollande que las dos primeras rondas eran sólo para ganar tiempo para que Ucrania se armara adecuadamente. Para Putin, afinar su retórica bélica imperial-nacionalista para unas negociaciones que podrían ser sólo otra trampa podría parecer arriesgado, dado que siempre existiría la posibilidad de un veto angloamericano en el último minuto, como en Estambul.

Para Estados Unidos, una guerra de desgaste de larga duración en el centro de Europa, a lo largo de la frontera occidental de Rusia, ataría convenientemente a los europeos. Al tiempo que les haría gastar mucho en armas -esperemos que estadounidenses-, seguirían dependiendo en caso de emergencia del apoyo estadounidense a discreción de Estados Unidos. Y lo que es más importante, una guerra continua, incluso a baja escala, se interpondría de hecho en el camino de un acercamiento entre Rusia y Alemania, uno que podría incluir la reanudación del suministro de energía rusa a través del Mar Báltico, tras una reparación de los oleoductos de la corriente del Norte.

La perdedora, claramente, de una guerra de desgaste prolongada sería Ucrania, al igual que en las batallas por el Donbás después de 2014. Parece cuestionable por cuánto tiempo la sociedad ucraniana estaría dispuesta a apoyar a un gobierno que busca nada menos que una victoria sobre Rusia, para lo cual está enviando al frente a una generación de hombres tras otra para reemplazar a los muertos y a los heridos. Ya ahora (mayo de 2024) hay 256.000 hombres ucranianos en edad militar -entre 18 y sesenta años- como refugiados en Alemania. Aunque la ley ucraniana les prohíbe abandonar su país, representan aproximadamente una quinta parte de los 1,18 millones de refugiados ucranianos en Alemania, una cifra significativamente mayor que en los primeros meses de la guerra. Setecientos mil refugiados ucranianos reciben el Bürgergeld (subsidio ciudadano), un tipo de ayuda social especialmente generosa. En parte como consecuencia de ello, el empleo remunerado entre los refugiados ucranianos en Alemania es notoriamente bajo en comparación con otros refugiados y países. Aún así, cuanto más tiempo permanezcan en Alemania, más probabilidades tendrán de ser absorbidos por el mercado laboral alemán, que está totalmente vacío, lo que hará improbable que regresen a su país de origen. Además, ya antes de la guerra, Ucrania era uno de los países más pobres de Europa, así como uno de los más corruptos del planeta. Su riqueza, distribuida de forma extremadamente desigual, estaba en manos de una pequeña casta de oligarcas, algunos de ellos más rusos que ucranianos, que solían repartirse el Estado y gobernar el país entre ellos. También ellos pueden marcharse a medida que la guerra se prolonga, siguiendo su dinero hasta donde probablemente ya esté – Londres, Nueva York, Berlín – para escapar a ser confiscado.

La europeización de la guerra no es lo mismo que la EUización, en el sentido de que la guerra sea dirigida por el Presidente de la Comisión Europea al mando de un ejército europeo y, finalmente, mantenga conversaciones de paz con el Presidente de Rusia. Tal y como la concibe Estados Unidos, la europeización equivaldrá de facto a la germanización, con Alemania liderando, de manera más o menos informal, una alianza de Europa Occidental en apoyo de Ucrania. Hasta qué punto se implicará la Unión Europea como tal será una cuestión de conveniencia, así como de entendimientos entre Alemania y otros miembros de la UE. Es muy probable que estos últimos estén encantados de dejar que Alemania tome la iniciativa, como la mayor potencia militar convencional de Europa Occidental y, tras intensas presiones no menos importantes por parte de la UE, el mayor apoyo financiero y militar de Ucrania después de Estados Unidos. No se necesitaría una decisión formal para ello, y de todos modos no sería posible ya que requeriría una revisión de los Tratados que permitiera a la UE asumir un papel militar.

Con la guerra ucraniana en curso, países como Francia y Polonia pedirán «valentía» europea, es decir, tropas terrestres europeas sin importar el riesgo de una confrontación nuclear. Esto, sin embargo, tendrá que ser cortejo alemán y tropas alemanas – a menos que pueda haber tropas «europeas», es decir, batallones de voluntarios de toda Europa, pagados a través de la UE para luchar bajo el alto mando ucraniano. Aparte de esto, la UE administrará la parte de política social de la guerra: alimentar a los nuevos Estados miembros; reeducar a sus sociedades; financiar una parte de las armas suministradas a Ucrania; pagar la reconstrucción de las ciudades ucranianas en las zonas más seguras del país; asumir la deuda colectiva, o semicolectiva, eludiendo los Tratados; ayudar de algún modo al gobierno ucraniano a hacer regresar a los evasores del servicio militar obligatorio; y servir a su país en el campo de batalla; todo ello bajo la dirección más o menos entusiasta de Alemania, teledirigida por Estados Unidos con la ayuda de su segundo al mando transatlántico, el Reino Unido.

Especulando sobre la viabilidad de este acuerdo, la cuestión parece reducirse a cuánto tiempo Alemania estará dispuesta, o podrá estarlo, a recibir órdenes de Estados Unidos. Sostener una guerra de desgaste es caro; sin el dinero estadounidense y con Francia y otros limitándose a pedir desde la barrera más valor, también puede durar poco. Alemania sigue siendo una democracia, con votantes que pueden acabar rebelándose. En los próximos años, el Estado alemán tendrá que pagar unos gastos de defensa mucho mayores, incluida una brigada de la Bundeswehr de 5.000 soldados que se estacionará permanentemente, con familias, en Lituania, con unos costes de instalación estimados en 11.000 millones de euros y un gasto anual de 1.000 millones. Pero también tendrá que pagar las reparaciones urgentes de la infraestructura física (los ferrocarriles, los puentes, la Autobahn), el sistema educativo, en particular la enseñanza primaria y secundaria, y la Energiewende. En parte, esto puede facilitarse utilizando a la UE para endeudarse de forma invisible; sin embargo, esto no funcionará para siempre y, al final, una gran parte de la deuda de la UE acabará en Alemania de todos modos. Como resultado, podría haber un fuerte incentivo para que Alemania, en su nuevo papel de liderazgo europeo, intente hacer algún tipo de paz con Rusia, pasando por alto a Ucrania y, lo que es más importante, negándose a atender los deseos de la OTAN, Estados Unidos, Polonia y los países bálticos. Que esto se materialice dependerá, entre otras muchas cosas, de si Francia se presta a ello, como hizo cuando Schröder y Chirac se negaron a sumarse a la invasión de Irak en 2003, cuando Merkel y Sarkozy bloquearon la adhesión de Ucrania a la OTAN en 2008 y cuando Merkel y Hollande intentaron, mediante la negociación de los acuerdos de Minsk (que, como se ha indicado, hoy niegan), evitar que Estados Unidos se hiciera cargo del problema ucraniano. 

Europa y la UE en el Nuevo Orden Mundial 2.0

Parece haber tres escenarios para el futuro de la UE, vinculados al futuro de la guerra ucraniana, vinculados a su vez a versiones alternativas del emergente Nuevo Orden Mundial 2.0, sucesor de las tres décadas del Nuevo Orden Mundial 1.0 neoliberal unipolar declarado por Estados Unidos en la década de 1990 tras el fin de la Unión Soviética.

El primer escenario se inscribe en un nuevo mundo bipolar, dividido esta vez entre Estados Unidos, por un lado, y China, que ocupa el lugar de la Unión Soviética, por otro. En muchos sentidos, parece que ésta sería la salida preferida para Estados Unidos: implicaría la posibilidad, remota o no, de otra transformación global, de vuelta de la bipolaridad a la unipolaridad, resultante de que Estados Unidos derrotara a China en una guerra asiática. Esa guerra podría ser iniciada, en línea con la teoría de Tucídides sobre la derrota de Atenas por Esparta en la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), por Estados Unidos mientras China siguiera siendo lo suficientemente débil como para ser derrotada militarmente. Con esta ambición, Estados Unidos querría mantener la guerra ucraniana, quizá a fuego lento, o «congelada» y lista para ser recalentada si fuera necesario. Un nuevo bipolarismo consolidaría el estatus subordinado de la UE respecto a la OTAN, impidiendo que la UE adquiriera algo parecido a una autonomía estratégica, o incluso soberanía. Las tropas europeas de la OTAN podrían incluso ser llamadas a unirse a Estados Unidos en el Mar de China Meridional, siempre que los europeos consigan evitar que la guerra ucraniana termine con una derrota total de Ucrania. La UE, en particular, integraría económicamente a los países de Europa del Este en la OTAN, ayudando a construir un estrecho bloque de aliados a lo largo de la frontera occidental de Rusia. También organizaría el «friend-shoring» necesario para la autarquía económica frente al otro polo del mundo bipolar, China, y de hecho para una guerra económica con ella. Esto, y esfuerzos similares, tendrían que ser dirigidos por Alemania, supervisados por Estados Unidos con la ayuda, quizá, del Reino Unido. En la medida en que hubiera algo parecido a una «integración europea», sería con el propósito de una guerra, fría como antes o caliente como nunca, destinada a transformar de nuevo la bipolaridad Este-Oeste en una unipolaridad gobernada por Estados Unidos.

El segundo escenario de un orden mundial recompuesto tras las guerras de Ucrania y Oriente Próximo prevé un mundo tripolar en lugar de bipolar: los dos centros de poder autónomos de la bipolaridad -por el momento- favorecida por Estados Unidos complementados por un tercero, una Europa Unida. Un Nuevo Orden Mundial tripolar es la preferencia francesa dominante, con una Europa integrada en el viejo sentido francés: una «Europa de las patrias» para Francia y una «unión cada vez más estrecha» con Francia para los demás. Una Europa dirigida por Francia estaría integrada, lo que significa centralizada, no sólo con respecto a su seguridad nacional, o en este caso: supranacional, sino también cultural y económicamente, repitiendo de algún modo la trayectoria de «campesinos a franceses» de la nación francesa en el siglo XIX: acabar con una y sólo una soberanía, idealmente equidistante de los otros dos polos del mundo. Para que Europa se convirtiera en una tercera parte propia en un mundo tripolar, tendría que poner fin de algún modo a la guerra de Ucrania, ya fuera ganándola de forma decisiva, si fuera necesario enviando tropas terrestres, o acordando con Rusia algún régimen pan-euroasiático de coexistencia pacífica. Ambas cosas serían bastante difíciles, la última también porque tendría que superar la firme oposición y la obstrucción activa de Estados Unidos. Concretamente, Francia tendría que arrancar a Alemania de sus compromisos transatlánticos y conseguir que se comprometiera en su lugar con una especie de europeísmo dirigido por Francia. Es poco probable que esto pueda lograrse, dada la profunda incrustación de Alemania en la economía global y el ejército estadounidenses, con casi 40.000 soldados estadounidenses estacionados en suelo alemán, tantos como en Okinawa, y al menos un importante centro de com- mandatos militares desde el que se controlan las operaciones militares estadounidenses en Oriente Próximo, factores que se interponen en el camino de cualquier proyecto europeo de tercer polo, incluido uno liderado por Alemania y no por Francia. Un proyecto europeo francés, con una «autonomía estratégica» centralizada ubicada en Bruselas entendida como un suburbio de París, también contaría con la oposición de la mayoría de los países de Europa del Este, que parecen preferir que Alemania se ocupe de su seguridad nacional bajo supervisión estadounidense («¿mourir pour Dantzig?»). Forjar la unidad supranacional en un continente, o medio continente, como Europa Occidental requiere recursos, militares, económicos y culturales, que no están al alcance de una potencia media como Francia, ni pueden reunirse uniendo las capacidades de Francia y Alemania bajo un mando conjunto. Por tanto, cabe suponer que una Europa del tercer polo seguirá siendo una fantasía política francesa.

Existe, al menos teóricamente, un tercer escenario, improbable a primera vista que se haga realidad, pero aparentemente la única alternativa realista a la continua subordinación de Europa Occidental, organizada en y por la UE, a Estados Unidos y la OTAN. El Nuevo Orden Mundial que esto presupone es uno de multi y no de bipolaridad, con múltiples centros de poder -Estados Unidos, por supuesto, China y Rusia (unidos a raíz de la guerra de Ucrania), Brasil, India, los países del Golfo, lo que permite una «geometría variable» de las relaciones con y entre Estados soberanos más o menos independientes. Obviamente, tal orden tendría que establecerse contra la resistencia de Estados Unidos. Implicaría el fin del dolar como moneda mundial, así como el fin de una estrategia de «seguridad nacional» estadounidense dependiente de 750 bases militares en todo el mundo. Esto podría requerir más derrotas ameri canas costosas en guerras extranjeras, o más presiones internas crecientes en los propios Estados Unidos para las reparaciones urgentemente necesarias de su tejido social, o ambas cosas – en cualquier caso un nuevo tipo de proteccionismo-aislacionismo con el propósito de rescatar a la sociedad americana de su decadencia en curso.

En cuanto a Europa, un giro hacia un futuro multipolar requiere la comprensión de que un superestado europeo, por muy sentimentalmente atractivo que sea mientras no se sepa nada de sus propiedades, seguirá siendo para siempre no más que un castillo en el aire. Una vez comprendido esto, los europeos tendrán que pensar en otras formas de conseguir que sus intereses estén representados en el mundo, a menos que estén dispuestos a contentarse con dejar su representación en manos de Estados Unidos. Dada la arraigada diversidad nacional de Europa, si la única alternativa a una Europa que no es más que una prolongación transatlántica de Estados Unidos es un Estado europeo supranacional unitario, centralizado y gobernado jerárquicamente – un Estado francés, es decir, en la práctica no existe tal alternativa. A largo plazo, sin embargo, esto requeriría que las fuertes identificaciones nacionales características de Europa Occidental -si no de sus élites políticas neoliberales, sí de sus ciudadanos- tendrán que ser sometidas de forma efectiva para que pueda surgir un orden impe- rial estable, que en virtud de las diferencias de tamaño y poder sólo podría ser un orden imperial alemán. Que esto pueda suceder puede ponerse en duda, y las perspectivas de una hegemonía regional Carl Schmittiana, que proporcione estabilidad interna y proyección de poder exterior, parecen menos que auspiciosas. La conclusión parece ser que si «Europa», de un modo u otro, quiere tener voz en un mundo multipolar emergente -si esto es lo que se avecina- debe aprender a organizarse, no como un imperio o un superestado, sino como una asociación cooperativa de Estados-nación independientes -un campo para las «coaliciones de voluntarios»- que actúen por sus intereses a veces por su cuenta y a veces en alianza con otros: una Europa reflejo de un orden mundial multipolar, incrustándose en un alineamiento mundial de países no alineados, al que se opondrá Estados Unidos hasta que esté preparado para unirse a él.

¿Cómo se resolverán los tres Nuevos Órdenes Mundiales 2.0 alternativos y sus futuros europeos asociados? Desgraciadamente, desde una perspectiva europea, esto lo decidirá casi por completo Estados Unidos. A sus élites políticas y militares y a su política interior les corresponde elegir entre una larga y sangrienta lucha en un mundo bipolar por el retorno a la unipolaridad, por un lado, y, por otro, un nuevo papel para Estados Unidos como un ciudadano global entre otros. En cuanto a Europa, Alemania en particular tendrá que elegir entre la Nibelungentreue transatlántica y la pertenencia como potencia europea mediana a un mundo que se esfuerza por convertirse en blockfrei – un mundo de no alineación. Aquí el problema, o mejor: uno de los muchos problemas, es que la Alemania actual, a diferencia de Francia, carece de una tradición de pensamiento estratégico sobre sus intereses nacionales. Esto puede dar lugar a que la política alemana intente amañar la cuestión, salir del paso tratando de servir a dos amos al mismo tiempo, Estados Unidos y Francia: haciendo gala de lealtad transatlántica para satisfacer al primero y de entusiasmo paneuropeo para apaciguar al segundo, mientras busca las oportunidades multipolares que surjan, especialmente para sus industrias de exportación. Sea cual sea el resultado, es poco probable que desemboque en un orden europeo estable."


(Wolfgang Streeck, blog Salvador López Arnal, 02/08/24, fuente Springer)

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