"(...) El crecimiento requiere un sector financiero que funcione bien, en el
que las inversiones a largo plazo tengan su recompensa por encima del
juego a corto plazo.
Sin embargo, en Europa se introdujo una tasa a las
transacciones financieras solamente en 2016 y las llamadas finanzas
pacientes siguen siendo inadecuadas en casi todas partes. Por
consiguiente, el dinero que inyecta en la economía, por ejemplo, la
facilitación monetaria, acaba regresando a los bancos.
El
predominio del pensamiento a corto plazo refleja una incomprensión
fundamental del papel económico adecuado al Estado. Contrariamente al
consenso posterior a la crisis, la inversión estratégica activa del
sector público resulta crucial para el crecimiento. Esta es la razón por
la que las grandes revoluciones tecnológicas – sea en la medicina, los
ordenadores o la energía – han sido posibles gracias a que el Estado
actúo como primera opción para inversor.
Sin embargo, seguimos con
las fantasías de los agentes privados en sectores innovadores,
ignorando su dependencia de los productos de la inversión pública. Elon
Musk, por ejemplo, no sólo ha recibido más de 5.000 millones en
subvenciones del gobierno norteamericano; sus empresas, SpaceX y Tesla,
se han levantado gracias al trabajo de la NASA y el Departamento de
Energía, respectivamente.
La única forma de reanimar nuestras
economías de manera plena requiere que el sector público retome su papel
esencial como inversor estratégico, a largo plazo y orientado a un
objetivo. Para ese fin, resulta vital desmentir los relatos errados
respecto a cómo se crean valor y riqueza.
La presunción popular es
que el Estado facilita la creación de riqueza (y redistribuye la que se
crea), pero no crea en realidad riqueza. Por el contrario, a los
líderes empresariales se les considera agentes económicos productivos,
una noción a la que algunos recurren para justificar la creciente
desigualdad.
Dado que las actividades de las empresas (a menudo
arriesgadas) crean riqueza – y por tanto empleos – sus directivos
merecen ingresos más elevados. Esos supuestos tienen también como
resultado un uso equivocado de las patentes, que en los últimos decenios
han estado bloqueando, en lugar de incentivar la innovación, en la
medida en que había tribunales bien dispuestos hacia las patentes que
les han permitido cada vez más utilizarlas de manera demasiado amplia,
privatizando los instrumentos de investigación, en lugar simplemente de
los resultados del final del proceso.
Si estos supuestos fueran
ciertos, los incentivos fiscales espolearían un aumento de la inversión
empresarial. En cambio, esos incentivos – tal como los recortes fiscales
a las empresas en los EE.UU promulgados en diciembre de 2017 – reducen
los ingresos del Estado, en conjunto, y contribuyen a impulsar
beneficios empresariales que baten marcas, mientras que producen poca
inversión privada.
Esto no debería resultar chocante.
En 2011, el
empresario Warren Buffett señalo que los impuestos a las ganancias del
capital no impiden que los inversores realicen inversiones ni socavan la
creación de empleo. “Se añadió una red de casi 40 millones de puestos
de trabajo entre 1980 y 2000,” advirtió. “Ya sabemos lo que ha ocurrido
desde entonces: tipos de impuestos más bajos y una creación de empleo
bastante más reducida”.
Estas experiencias chocan con las
creencias forjadas por la llamada Revolución Marginalista del
pensamiento económico, cuando la teoría del valor trabajo fue
substituida por la moderna y subjetiva teoría del valor de los precios
del mercado. En resumen, asumimos que, en la medida en que una
organización o actividad alcanza un precio, está generando valor.
Con
ello se refuerza esa noción que normaliza la desigualdad según la cual
quienes ganan mucho debe ser que crean una gran cantidad de valor. Es la
razón por la que el director de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, tuvo el
valor de declarar en 2009, justo un año después de la crisis a la que
había contribuido su propio banco, que sus empleados se contaban entre
“los más productivos del mundo”.
Y es también la razón por la que las
empresas farmacéuticas se salen con la suya recurriendo a la “fijación
de precios basada en el valor” para justificar el precio astronómico de
los medicamentos, aun cuando el gobierno norteamericano se gasta más de
32.000 millones de dólares anuales en los eslabones de alto riesgo de la
cadena de innovación de la que salen estos medicamentos.
Cuando
el valor no se determina con una métrica concreta sino más bien por
medio del mecanismo del mercado de la oferta y la demanda, el valor se
convierte sencillamente “en el ojo del que mira” y las rentas (los
ingresos inmerecidos) acaban confundiéndose con los beneficios (ingresos
bien ganados), la desigualdad aumenta y cae la inversión en la economía
real.
Y cuando las posiciones ideológicas defectuosas respecto a cómo
se crea valor en la economía son las que configuran la aplicación de las
medidas políticas, el resultado son medidas que recompensan sin darse
cuenta el cortoplacismo y socavan la innovación.
Una década
después de la crisis, seguimos teniendo la necesidad de abordar
debilidades económicas duraderas. Eso significa, primera y
primordialmente, reconocer que el valor lo determinan de manera
colectiva las empresas, los trabajadores, las instituciones públicas
estratégicas y los organismos del a sociedad civil.
La forma en que
interactúan estos diversos agentes determina no sólo el ritmo del
crecimiento económico sino también si el crecimiento lo guía la
innovación, incluso si es sostenible. Sólo reconociendo que la política
debe tener tanto que ver con dar forma y co-crear activamente los
mercados como con arreglarlos cuando las cosas van mal podemos poner
punto final a esta crisis."
(Mariana Mazzucato
. Profesora de Economía de la Innovación y Valor Público en el University College de Londres. Sin Permiso, 23/09/18. Fuente: Social Europe, 17 de septiembre)
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