"El autoritarismo está al acecho en los Estados Unidos. El presidente Donald Trump se ha rodeado de belicistas (...)
El intelectual y activista social Henry A. Giroux
(Providence. EE.UU., 1943) analiza los nuevos desarrollos que están
teniendo lugar en los Estados Unidos, identifica las fuerzas subyacentes
del autoritarismo y las posibles estrategias y tácticas para
involucrarse con éxito en los procesos de resistencia y transformación
social igualitaria durante la presidencia de Trump.(...)
Giroux argumenta que el tipo de política populista de Trump supone una
tragedia para la democracia y un triunfo para el autoritarismo:
utilizando la manipulación, la tergiversación y un discurso de odio,
está impulsando políticas diseñadas para destruir el Estado de Bienestar
y las instituciones que hacen posible la democracia.
Giroux argumenta que el tipo de política populista de Trump supone una
tragedia para la democracia y un triunfo para el autoritarismo:
utilizando la manipulación, la tergiversación y un discurso de odio,
está impulsando políticas diseñadas para destruir el Estado de Bienestar
y las instituciones que hacen posible la democracia.
Según Giroux, los
primeros meses de gobierno de Trump ofrecen una visión aterradora de un
proyecto autoritario que combina la crueldad del neoliberalismo con un
ataque a la memoria histórica, la agencia crítica, la educación, la
igualdad y la verdad misma.
Aunque lo que está ocurriendo en los EE.UU.
es diferente del fascismo de los años treinta (y mucho menos violento a
nivel interno), el profesor canadiense sostiene que el país se encuentra
en un punto de inflexión que está trayendo un autoritarismo virulento
de estilo americano. (...)
Usted ha argumentado que las sociedades contemporáneas están
en un punto de inflexión que está trayendo el surgimiento de un nuevo
autoritarismo. ¿Trump sólo sería la punta del iceberg de esta
transformación?
El totalitarismo tiene una larga historia en los Estados Unidos y sus
elementos pueden verse en el legado de fenómenos endémicos como el
nativismo, la supremacía blanca, Jim Crow, los linchamientos, el
ultranacionalismo y los movimientos populistas de derecha, como el Ku
Klux Klan y las milicias, que han dado forma a la cultura y sociedad
estadounidenses.
También son evidentes en el fundamentalismo religioso
que ha dado forma a gran parte de la historia del país con su
antiintelectualismo y desprecio por la separación entre la Iglesia y el
Estado. Se puede encontrar más evidencia en la historia de las grandes
empresas que utilizan el poder estatal para socavar la democracia
mediante el aplastamiento de los movimientos laborales y el
debilitamiento de las esferas políticas democráticas.
La sombra del
totalitarismo también puede verse en el tipo de fundamentalismo político
que surgió en los Estados Unidos en los años veinte con las redadas de
Palmer y en los cincuenta con el macartismo y el silenciamiento de la
disidencia.
Lo vemos en el Powell Memorándum en los setenta y en el primer informe importante de la Comisión Trilateral, llamado The Crisis of Democracy,
que veía la democracia como un exceso y una amenaza. También vimos
elementos en el programa Cointelpro del FBI, que se infiltró en grupos
radicales e incluso llegó a matar a algunos activistas.
A pesar de este triste legado, la ascendencia de Trump representa
algo nuevo y aún más peligroso. Ningún presidente reciente ha mostrado
un desprecio tan flagrante por la vida humana, ha abolido la distinción
entre la verdad y la ficción, se ha rodeado tan abiertamente de los
nacionalistas blancos y los fundamentalistas religiosos, o ha expuesto
lo que Peter Dreier ha calificado como
“la disposición a invocar abiertamente todos los peores odios étnicos,
religiosos y raciales, para atraer a los elementos más despreciables de
nuestra sociedad y desencadenar un aumento del racismo, el
antisemitismo, la agresión sexual y el nativismo por parte del KKK y
otros grupos de odio”. (...)
Lo que debe reconocerse es que una nueva coyuntura histórica surgió
en los años setenta, cuando el capitalismo neoliberal comenzó a librar
una guerra sin precedentes contra el contrato social. En ese momento,
los funcionarios electos pusieron en práctica programas de austeridad
que debilitaron las esferas públicas democráticas, atacaron con
agresividad los pilares del Estado del Bienestar y emprendieron un
asalto a todas las instituciones que son fundamentales para crear una
cultura formativa crítica en la que los asuntos de justicia económica,
alfabetización cívica, libertad e imaginación social se nutren desde la
política.
El contrato social entre el trabajo y el capital fue quebrado a
medida que el poder dejó de estar limitado por la geografía y se
desarrolló una élite global sin obligaciones respecto los
Estados-nación.
A medida que el Estado-nación se debilitaba, se fue
reduciendo a un sistema regulador que servía al interés de los ricos, de
las grandes empresas y de la élite financiera. El poder de hacer cosas
ya no está en manos del Estado; ahora reside en manos de la élite global
y es administrado por los mercados. Lo que ha surgido con el
neoliberalismo es una crisis tanto del Estado como política.
Una
consecuencia de la separación del poder y la política fue que el
neoliberalismo dio lugar a desigualdades masivas en riqueza, ingreso y
poder, impulsando el gobierno de la élite financiera y una economía del
1%. El Estado no fue capaz de proporcionar provisiones sociales y fue
orientado rápidamente hacia sus funciones carcelarias. Es decir, a
medida que el Estado social se vaciaba, el Estado castigador asumía cada
vez más sus obligaciones.
El compromiso político, el diálogo y las inversiones sociales dieron
paso a una cultura de contención, crueldad, militarismo y violencia. La
guerra contra el terror militarizó aún más la sociedad estadounidense y
creó las bases para una cultura del miedo y una cultura de guerra
permanente.
Las culturas de guerra necesitan enemigos y en una sociedad
gobernada por una noción despiadada de interés propio, privatización y
mercantilización, cada vez más grupos fueron demonizados, excluidos y
considerados como desechables. Esto incluyó a negros pobres, latinos,
musulmanes, inmigrantes no autorizados, comunidades transgénero y
jóvenes que protestaron contra el creciente autoritarismo de la sociedad
estadounidense.
Las apelaciones de Trump a la grandeza nacional, el
populismo, el apoyo a la violencia estatal contra los disidentes, el
desdén por la solidaridad humana y una cultura racista de larga data
tienen un largo legado en los Estados Unidos y se aceleraron cuando el
Partido Republicano fue conquistado por fundamentalistas religiosos,
económicos y educativos.
Cada vez más, la economía orientó la política,
estableció las políticas y puso en primer plano la capacidad de los
mercados para resolver todos los problemas, para controlar no sólo la
economía, sino toda la vida social.
Bajo el neoliberalismo, la represión se convirtió en permanente en
los EE.UU. Las escuelas y la policía local se militarizaron cada vez
más. Los comportamientos cotidianos, incluyendo una serie de problemas
sociales, fueron criminalizados. Además, el abrazo distópico de una
sociedad de control orwelliana se intensificó bajo el paraguas de un
Estado de Seguridad Nacional, con 17 agencias de inteligencia.
Los
ataques a los ideales, valores, instituciones y relaciones sociales
democráticos se acentuaron mediante la complicidad de los medios de
comunicación apologéticos, más preocupados por sus audiencias que por su
responsabilidad como Cuarto Poder. Con la erosión de la cultura cívica,
la memoria histórica, la educación crítica y cualquier sentido de
ciudadanía compartida, fue fácil para Trump crear un pantano político,
económico, ético y social corrupto.
Su triunfo debe ser visto como la
esencia destilada de una guerra mucho más amplia contra la democracia,
puesta en marcha en la modernidad tardía, por un sistema económico que
ha utilizado cada vez más todas las instituciones ideológicas y
represivas a su disposición para consolidar el poder en manos del 1%.
Trump es a la vez un síntoma y un acelerador de estas fuerzas y ha
impulsado una cultura de la intolerancia, el racismo, la avaricia y el
odio, moviéndola de los márgenes al centro de la sociedad americana. (...)
También ha escrito sobre la necesidad y las posibilidades de
organizar fuerzas de resistencia y cambio durante la presidencia de
Trump. En particular, ha subrayado la importancia de ampliar las
conexiones entre los diversos movimientos sociales. ¿Cuáles son los
grupos que en su opinión podrían trabajar juntos en los Estados Unidos?
Los movimientos que se centran en una sola problemática han hecho
mucho por difundir los principios de justicia, equidad e inclusión en
los Estados Unidos, pero, a menudo, operan en silos ideológicos y
políticos.
La izquierda y los progresistas en su conjunto deben unirse
para crear un movimiento social unido en su defensa de la democracia
radical, un rechazo de las formas no democráticas de gobernanza y el
rechazo de la noción de que el capitalismo y la democracia son
sinónimos.
Hay que juntar los diferentes elementos de la izquierda para
afirmar los movimientos singulares y reconocer sus límites al confrontar
las múltiples dimensiones de la opresión política, económica y social,
particularmente teniendo en cuenta el funcionamiento de la maquinaria y
la racionalidad del neoliberalismo Para gobernar ahora toda la vida
social.
Es fundamental reconocer que dado el dominio del neoliberalismo sobre
la política estadounidense y el paso del neofascismo de los márgenes al
centro del poder, se hace necesaria una unión de los progresistas y la
izquierda en lo que John Bellamy Foster ha descrito
como los esfuerzos por “crear un poderoso movimiento anticapitalista
desde abajo, representando una solución completamente diferente,
dirigida a un cambio estructural de época”.
¿Qué hay de la vieja idea del internacionalismo? ¿Es mejor
dedicar esfuerzos a avanzar en la política nacional o tratar de
construir alianzas entre movimientos sociales y fuerzas políticas de
diferentes países en un proceso más largo? ¿Pueden combinarse ambos
enfoques?
Ya no hay política en el exterior. El poder es global y sus efectos
tocan a todos independientemente de las fronteras nacionales y las
luchas locales. Las amenazas de la guerra nuclear, la destrucción
ambiental, el terrorismo, la crisis de refugiados, el militarismo y las
apropiaciones depredadoras de recursos, ganancias y capital por parte de
la élite gobernante mundial sugieren que la política debe ser
emprendida a nivel internacional para crear movimientos de resistencia
que puedan aprender y apoyarse mutuamente.
Necesitamos crear un nuevo
tipo de política que aborde el alcance global del poder y el creciente
potencial de destrucción masiva y de resistencia masiva global. Esto no
sugiere renunciar a la política local y nacional. Por el contrario,
significa conectar los puntos para que los vínculos entre la política
local y la política estatal puedan ser comprendidos dentro de la lógica
de fuerzas globales más amplias y de los intereses que las forman.
Otra idea clave que está promoviendo es que los movimientos
transformadores también deben acercarse a aquellos que están
desencantados con los sistemas políticos y económicos existentes, pero
que carecen de un marco de referencia crítico para comprender las
condiciones de su rabia.
Siguiendo el trabajo de teóricos como Paulo Freire, Antonio Gramsci,
C. Wright Mills, Raymond Williams y Cornelius Castoriadis, he trabajado
sobre la idea de que la crisis de la democracia no se debe solo a la
dominación económica o la represión directa, sino que también se deriva
de la crisis de la pedagogía y la educación.
El fallecido Pierre
Bourdieu tenía razón cuando afirmó en Actos de resistencia que,
con demasiada frecuencia, la izquierda “ha subestimado las dimensiones
simbólicas y pedagógicas de la lucha y no siempre ha forjado armas
apropiadas para luchar en este frente”. También afirmó
que “los intelectuales de izquierda deben reconocer que las formas más
importantes de dominación no solo son económicas, sino también
intelectuales y pedagógicas y se vinculan con las creencias y la
persuasión.
Es importante reconocer que los intelectuales tienen una
enorme responsabilidad de desafiar esta forma de dominación”. Estas son
intervenciones pedagógicas importantes e implican que la pedagogía
crítica en sentido amplio proporciona las condiciones, ideales y
prácticas necesarios para asumir las responsabilidades que tenemos como
ciudadanos para exponer la miseria humana y eliminar las condiciones que
la producen. (...)
Hay que pensar en lo que pueda despertar identificación. No hay política
sin identificación; las personas tienen que invertir algo de sí mismas,
algo que reconocen como propio y habla a su condición, y sin ese
momento de reconocimiento... no habrá un movimiento político sin ese
momento de identificación”. (...)
He argumentado durante años que la pedagogía crítica debe estar
siempre atenta a abordar el potencial democrático de cómo se forman la
experiencia, el conocimiento y el poder, tanto en el aula como en las
esferas públicas más amplias y los aparatos culturales, extendiéndose de
las redes sociales y de internet al cine, la cultura, los medios
críticos y también los mayoritarios.
En este sentido, la pedagogía
crítica y la educación deben convertirse en elementos centrales de la
política y deben ser vinculadas a la recuperación de la memoria
histórica y a la abolición de las inequidades existentes. Lo que está en
juego aquí es una “versión esperanzadora de la democracia, donde el
resultado es una sociedad más justa y equitativa que trabaja por el fin
de la opresión y el sufrimiento de todos”.
Podemos concluir la entrevista mirando al futuro con un optimismo informado. ¿Puede explicar el concepto de esperanza militante?
Cualquier confrontación con el momento histórico actual tiene que ser
contorneada con un sentido de esperanza y posibilidad para que
intelectuales, artistas, trabajadores, educadores y jóvenes puedan
imaginar lo contrario a lo existente para actuar de otra manera.
Mientras que muchos países se han vuelto más autoritarios y represivos,
hay signos de que el neoliberalismo en sus diversas versiones está
siendo desafiado, especialmente por los jóvenes, y que la imaginación
social sigue viva.
Las patologías del neoliberalismo son cada vez más
evidentes y las contradicciones entre el gobierno de los pocos y los
imperativos de una democracia liberal se han vuelto más agudas y
visibles.
El apoyo generalizado a Bernie Sanders, especialmente entre
los jóvenes, es un signo de esperanza. También que muchos
estadounidenses favorezcan los programas progresistas, como la atención
de salud garantizada por el gobierno, la seguridad social y mayores
impuestos para los ricos.
Para que la esperanza no desaparezca en la neblina del cinismo, la
urgencia del momento actual exige reconocer que la cruel y dura realidad
de una sociedad que encuentra repugnante la justicia, la moralidad y la
verdad tiene que ser repetidamente cuestionada por proporcionar una
excusa injustificada para la retirada de la vida política o un colapso
de fe en la posibilidad de cambio. Una esperanza militante debe fomentar
un sentido de indignación moral y la necesidad de organizarse con gran
ferocidad. No hay victorias sin luchas.
Y aunque estemos entrando en un
momento histórico que se ha inclinado hacia un autoritarismo sin
tapujos, esos momentos son tan esperanzadores como peligrosos. La
urgencia de tales momentos puede galvanizar a las personas en una nueva
comprensión del significado y valor de la resistencia política
colectiva.
Lo que no podemos olvidar es que ninguna sociedad carece de
resistencia y que la esperanza nunca puede reducirse a una mera
abstracción. La esperanza tiene que ser informada, concreta y
accionable. La esperanza en abstracto no es suficiente. Necesitamos una
forma de esperanza militante y de práctica que se involucre contra las
fuerzas del autoritarismo en los frentes educativos y políticos, para
convertirse en el fundamento de lo que podríamos llamar la esperanza de
la acción, es decir, una nueva fuerza de resistencia colectiva y un
vehículo para transformar la ira en luchas colectivas; un principio para
que la desesperación resulte poco convincente y la lucha sea posible.
Nada cambiará a menos que la gente empiece a tomar en serio los
fundamentos culturales y subjetivos profundamente arraigados de la
opresión en los Estados Unidos y lo que se requiere para hacer que esas
cuestiones resulten significativas tanto a nivel personal como
colectivo, para hacerlas críticas y transformadoras. Es una preocupación
tanto pedagógica como política. (...)"
(Entrevista a Henry A. Giroux / Autor de ‘America at War with Itself, Juan Pedro-Carañana, CTXT, 21/06/17. Traducción del autor del texto publicado en Truthout.)
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