19.7.17

El autoritarismo fascista de Trump, tipicamente norteamericano, tiene díficil solución... pero hay solución

"El autoritarismo está al acecho en los Estados Unidos. El presidente Donald Trump se ha rodeado de belicistas (...) 

El intelectual y activista social Henry A. Giroux (Providence. EE.UU., 1943) analiza los nuevos desarrollos que están teniendo lugar en los Estados Unidos, identifica las fuerzas subyacentes del autoritarismo y las posibles estrategias y tácticas para involucrarse con éxito en los procesos de resistencia y transformación social igualitaria durante la presidencia de Trump.(...)

 Giroux argumenta que el tipo de política populista de Trump supone una tragedia para la democracia y un triunfo para el autoritarismo: utilizando la manipulación, la tergiversación y un discurso de odio, está impulsando políticas diseñadas para destruir el Estado de Bienestar y las instituciones que hacen posible la democracia.

 Giroux argumenta que el tipo de política populista de Trump supone una tragedia para la democracia y un triunfo para el autoritarismo: utilizando la manipulación, la tergiversación y un discurso de odio, está impulsando políticas diseñadas para destruir el Estado de Bienestar y las instituciones que hacen posible la democracia. 

Según Giroux, los primeros meses de gobierno de Trump ofrecen una visión aterradora de un proyecto autoritario que combina la crueldad del neoliberalismo con un ataque a la memoria histórica, la agencia crítica, la educación, la igualdad y la verdad misma. 

Aunque lo que está ocurriendo en los EE.UU. es diferente del fascismo de los años treinta (y mucho menos violento a nivel interno), el profesor canadiense sostiene que el país se encuentra en un punto de inflexión que está trayendo un autoritarismo virulento de estilo americano. (...)

Usted ha argumentado que las sociedades contemporáneas están en un punto de inflexión que está trayendo el surgimiento de un nuevo autoritarismo. ¿Trump sólo sería la punta del iceberg de esta transformación?

El totalitarismo tiene una larga historia en los Estados Unidos y sus elementos pueden verse en el legado de fenómenos endémicos como el nativismo, la supremacía blanca, Jim Crow, los linchamientos, el ultranacionalismo y los movimientos populistas de derecha, como el Ku Klux Klan y las milicias, que han dado forma a la cultura y sociedad estadounidenses. 

También son evidentes en el fundamentalismo religioso que ha dado forma a gran parte de la historia del país con su antiintelectualismo y desprecio por la separación entre la Iglesia y el Estado. Se puede encontrar más evidencia en la historia de las grandes empresas que utilizan el poder estatal para socavar la democracia mediante el aplastamiento de los movimientos laborales y el debilitamiento de las esferas políticas democráticas.

 La sombra del totalitarismo también puede verse en el tipo de fundamentalismo político que surgió en los Estados Unidos en los años veinte con las redadas de Palmer y en los cincuenta con el macartismo y el silenciamiento de la disidencia.

 Lo vemos en el Powell Memorándum en los setenta y en el primer informe importante de la Comisión Trilateral, llamado The Crisis of Democracy, que veía la democracia como un exceso y una amenaza. También vimos elementos en el programa Cointelpro del FBI, que se infiltró en grupos radicales e incluso llegó a matar a algunos activistas.

A pesar de este triste legado, la ascendencia de Trump representa algo nuevo y aún más peligroso. Ningún presidente reciente ha mostrado un desprecio tan flagrante por la vida humana, ha abolido la distinción entre la verdad y la ficción, se ha rodeado tan abiertamente de los nacionalistas blancos y los fundamentalistas religiosos, o ha expuesto lo que Peter Dreier ha calificado como “la disposición a invocar abiertamente todos los peores odios étnicos, religiosos y raciales, para atraer a los elementos más despreciables de nuestra sociedad y desencadenar un aumento del racismo, el antisemitismo, la agresión sexual y el nativismo por parte del KKK y otros grupos de odio”.  (...)

Lo que debe reconocerse es que una nueva coyuntura histórica surgió en los años setenta, cuando el capitalismo neoliberal comenzó a librar una guerra sin precedentes contra el contrato social. En ese momento, los funcionarios electos pusieron en práctica programas de austeridad que debilitaron las esferas públicas democráticas, atacaron con agresividad los pilares del Estado del Bienestar y emprendieron un asalto a todas las instituciones que son fundamentales para crear una cultura formativa crítica en la que los asuntos de justicia económica, alfabetización cívica, libertad e imaginación social se nutren desde la política. 

El contrato social entre el trabajo y el capital fue quebrado a medida que el poder dejó de estar limitado por la geografía y se desarrolló una élite global sin obligaciones respecto los Estados-nación. 

A medida que el Estado-nación se debilitaba, se fue reduciendo a un sistema regulador que servía al interés de los ricos, de las grandes empresas y de la élite financiera. El poder de hacer cosas ya no está en manos del Estado; ahora reside en manos de la élite global y es administrado por los mercados. Lo que ha surgido con el  neoliberalismo es una crisis tanto del Estado como política. 

Una consecuencia de la separación del poder y la política fue que el neoliberalismo dio lugar a desigualdades masivas en riqueza, ingreso y poder, impulsando el gobierno de la élite financiera y una economía del 1%. El Estado no fue capaz de proporcionar provisiones sociales y fue orientado rápidamente hacia sus funciones carcelarias. Es decir, a medida que el Estado social se vaciaba, el Estado castigador asumía cada vez más sus obligaciones.

El compromiso político, el diálogo y las inversiones sociales dieron paso a una cultura de contención, crueldad, militarismo y violencia. La guerra contra el terror militarizó aún más la sociedad estadounidense y creó las bases para una cultura del miedo y una cultura de guerra permanente. 

Las culturas de guerra necesitan enemigos y en una sociedad gobernada por una noción despiadada de interés propio, privatización y mercantilización, cada vez más grupos fueron demonizados, excluidos y considerados como desechables. Esto incluyó a negros pobres, latinos, musulmanes, inmigrantes no autorizados, comunidades transgénero y jóvenes que protestaron contra el creciente autoritarismo de la sociedad estadounidense. 

Las apelaciones de Trump a la grandeza nacional, el populismo, el apoyo a la violencia estatal contra los disidentes, el desdén por la solidaridad humana y una cultura racista de larga data tienen un largo legado en los Estados Unidos y se aceleraron cuando el Partido Republicano fue conquistado por fundamentalistas religiosos, económicos y educativos. 

Cada vez más, la economía orientó la política, estableció las políticas y puso en primer plano la capacidad de los mercados para resolver todos los problemas, para controlar no sólo la economía, sino toda la vida social.

Bajo el neoliberalismo, la represión se convirtió en permanente en los EE.UU. Las escuelas y la policía local se militarizaron cada vez más. Los comportamientos cotidianos, incluyendo una serie de problemas sociales, fueron criminalizados. Además, el abrazo distópico de una sociedad de control orwelliana se intensificó bajo el paraguas de un Estado de Seguridad Nacional, con 17 agencias de inteligencia.

 Los ataques a los ideales, valores, instituciones y relaciones sociales democráticos se acentuaron mediante la complicidad de los medios de comunicación apologéticos, más preocupados por sus audiencias que por su responsabilidad como Cuarto Poder. Con la erosión de la cultura cívica, la memoria histórica, la educación crítica y cualquier sentido de ciudadanía compartida, fue fácil para Trump crear un pantano político, económico, ético y social corrupto.

 Su triunfo debe ser visto como la esencia destilada de una guerra mucho más amplia contra la democracia, puesta en marcha en la modernidad tardía,  por un sistema económico que ha utilizado cada vez más todas las instituciones ideológicas y represivas a su disposición para consolidar el poder en manos del 1%. Trump es a la vez un síntoma y un acelerador de estas fuerzas y ha impulsado una cultura de la intolerancia, el racismo, la avaricia y el odio, moviéndola de los márgenes al centro de la sociedad americana. (...)

También ha escrito sobre la necesidad y las posibilidades de organizar fuerzas de resistencia y cambio durante la presidencia de Trump. En particular, ha subrayado la importancia de ampliar las conexiones entre los diversos movimientos sociales. ¿Cuáles son los grupos que en su opinión podrían trabajar juntos en los Estados Unidos? 

Los movimientos que se centran en una sola problemática han hecho mucho por difundir los principios de justicia, equidad e inclusión en los Estados Unidos, pero, a menudo, operan en silos ideológicos y políticos.

 La izquierda y los progresistas en su conjunto deben unirse para crear un movimiento social unido en su defensa de la democracia radical, un rechazo de las formas no democráticas de gobernanza y el rechazo de la noción de que el capitalismo y la democracia son sinónimos. 

Hay que juntar los diferentes elementos de la izquierda para afirmar los movimientos singulares y reconocer sus límites al confrontar las múltiples dimensiones de la opresión política, económica y social, particularmente teniendo en cuenta el funcionamiento de la maquinaria y la racionalidad del neoliberalismo Para gobernar ahora toda la vida social.

Es fundamental reconocer que dado el dominio del neoliberalismo sobre la política estadounidense y el paso del neofascismo de los márgenes al centro del poder, se hace necesaria una unión de los progresistas y la izquierda en lo que John Bellamy Foster ha descrito como los esfuerzos por “crear un poderoso movimiento anticapitalista desde abajo, representando una solución completamente diferente, dirigida a un cambio estructural de época”.

¿Qué hay de la vieja idea del internacionalismo? ¿Es mejor dedicar esfuerzos a avanzar en la política nacional o tratar de construir alianzas entre movimientos sociales y fuerzas políticas de diferentes países en un proceso más largo? ¿Pueden combinarse ambos enfoques? 

Ya no hay política en el exterior. El poder es global y sus efectos tocan a todos independientemente de las fronteras nacionales y las luchas locales. Las amenazas de la guerra nuclear, la destrucción ambiental, el terrorismo, la crisis de refugiados, el militarismo y las apropiaciones depredadoras de recursos, ganancias y capital por parte de la élite gobernante mundial sugieren que la política debe ser emprendida a nivel internacional para crear movimientos de resistencia que puedan aprender y apoyarse mutuamente. 

Necesitamos crear un nuevo tipo de política que aborde el alcance global del poder y el creciente potencial de destrucción masiva y de resistencia masiva global. Esto no sugiere renunciar a la política local y nacional. Por el contrario, significa conectar los puntos para que los vínculos entre la política local y la política estatal puedan ser comprendidos dentro de la lógica de fuerzas globales más amplias y de los intereses que las forman.

Otra idea clave que está promoviendo es que los movimientos transformadores también deben acercarse a aquellos que están desencantados con los sistemas políticos y económicos existentes, pero que carecen de un marco de referencia crítico para comprender las condiciones de su rabia. 

Siguiendo el trabajo de teóricos como Paulo Freire, Antonio Gramsci, C. Wright Mills, Raymond Williams y Cornelius Castoriadis, he trabajado sobre la idea de que la crisis de la democracia no se debe solo a la dominación económica o la represión directa, sino que también se deriva de la crisis de la pedagogía y la educación. 

El fallecido Pierre Bourdieu tenía razón cuando afirmó en Actos de resistencia que, con demasiada frecuencia, la izquierda “ha subestimado las dimensiones simbólicas y pedagógicas de la lucha y no siempre ha forjado armas apropiadas para luchar en este frente”. También afirmó que “los intelectuales de izquierda deben reconocer que las formas más importantes de dominación no solo son económicas, sino también intelectuales y pedagógicas y se vinculan con las creencias y la persuasión. 

Es importante reconocer que los intelectuales tienen una enorme responsabilidad de desafiar esta forma de dominación”. Estas son intervenciones pedagógicas importantes e implican que la pedagogía crítica en sentido amplio proporciona las condiciones, ideales y prácticas necesarios para asumir las responsabilidades que tenemos como ciudadanos para exponer la miseria humana y eliminar las condiciones que la producen.  (...)

Hay que pensar en lo que pueda despertar identificación. No hay política sin identificación; las personas tienen que invertir algo de sí mismas, algo que reconocen como propio y habla a su condición, y sin ese momento de reconocimiento... no habrá un movimiento político sin ese momento de identificación”.  (...)

He argumentado durante años que la pedagogía crítica debe estar siempre atenta a abordar el potencial democrático de cómo se forman la experiencia, el conocimiento y el poder, tanto en el aula como en las esferas públicas más amplias y los aparatos culturales, extendiéndose de las redes sociales y de internet al cine, la cultura, los medios críticos y también los mayoritarios.

 En este sentido, la pedagogía crítica y la educación deben convertirse en elementos centrales de la política y deben ser vinculadas a la recuperación de la memoria histórica y a la abolición de las inequidades existentes. Lo que está en juego aquí es una “versión esperanzadora de la democracia, donde el resultado es una sociedad más justa y equitativa que trabaja por el fin de la opresión y el sufrimiento de todos”.

Podemos concluir la entrevista mirando al futuro con un optimismo informado. ¿Puede explicar el concepto de esperanza militante?

Cualquier confrontación con el momento histórico actual tiene que ser contorneada con un sentido de esperanza y posibilidad para que intelectuales, artistas, trabajadores, educadores y jóvenes puedan imaginar lo contrario a lo existente para actuar de otra manera. Mientras que muchos países se han vuelto más autoritarios y represivos, hay signos de que el neoliberalismo en sus diversas versiones está siendo desafiado, especialmente por los jóvenes, y que la imaginación social sigue viva. 

Las patologías del neoliberalismo son cada vez más evidentes y las contradicciones entre el gobierno de los pocos y los imperativos de una democracia liberal se han vuelto más agudas y visibles.

 El apoyo generalizado a Bernie Sanders, especialmente entre los jóvenes, es un signo de esperanza. También que muchos estadounidenses favorezcan los programas progresistas, como la atención de salud garantizada por el gobierno, la seguridad social y mayores impuestos para los ricos.

Para que la esperanza no desaparezca en la neblina del cinismo, la urgencia del momento actual exige reconocer que la cruel y dura realidad de una sociedad que encuentra repugnante la justicia, la moralidad y la verdad tiene que ser repetidamente cuestionada por proporcionar una excusa injustificada para la retirada de la vida política o un colapso de fe en la posibilidad de cambio. Una esperanza militante debe fomentar un sentido de indignación moral y la necesidad de organizarse con gran ferocidad. No hay victorias sin luchas. 

Y aunque estemos entrando en un momento histórico que se ha inclinado hacia un autoritarismo sin tapujos, esos momentos son tan esperanzadores como peligrosos. La urgencia de tales momentos puede galvanizar a las personas en una nueva comprensión del significado y valor de la resistencia política colectiva.

Lo que no podemos olvidar es que ninguna sociedad carece de resistencia y que la esperanza nunca puede reducirse a una mera abstracción. La esperanza tiene que ser informada, concreta y accionable. La esperanza en abstracto no es suficiente. Necesitamos una forma de esperanza militante y de práctica que se involucre contra las fuerzas del autoritarismo en los frentes educativos y políticos, para convertirse en el fundamento de lo que podríamos llamar la esperanza de la acción, es decir, una nueva fuerza de resistencia colectiva y un vehículo para transformar la ira en luchas colectivas; un principio para que la desesperación resulte poco convincente y la lucha sea posible.

Nada cambiará a menos que la gente empiece a tomar en serio los fundamentos culturales y subjetivos profundamente arraigados de la opresión en los Estados Unidos y lo que se requiere para hacer que esas cuestiones resulten significativas tanto a nivel personal como colectivo, para hacerlas críticas y transformadoras. Es una preocupación tanto pedagógica como política. (...)"  
          
(Entrevista a  Henry A. Giroux / Autor de ‘America at War with Itself, Juan Pedro-Carañana, CTXT, 21/06/17. Traducción del autor del texto publicado en  Truthout.)

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