15.9.17

La oposición económica de clases (granjeros y obreros contra abogados, banqueros y grandes empresas) se traslada a la oposición entre los verdaderos americanos, cristianos, honestos, y los liberales decadentes que defienden el aborto y la homosexualidad, y se burlan del sacrificio patriótico y el modo de vida sencillo y «provinciano»


"(...) Comencemos por los Estados Unidos. En su libro sobre el auge del fundamentalismo cristiano en los Estados Unidos, Thomas Frank describe de manera acertada la paradoja del conservadurismo populista de los Estados Unidos, cuya premisa básica es la brecha entre los intereses económicos y las cuestiones «morales».

Es decir, la oposición económica de clases (granjeros pobres y obreros contra abogados, banqueros y grandes empresas) se traslada/codifica a la oposición entre los verdaderos americanos, cristianos, honestos y esforzados trabajadores, y los liberales decadentes que beben café late, conducen coches extranjeros, defienden el aborto y la homosexualidad, se burlan del sacrificio patriótico y el modo de vida sencillo y «provinciano», etc.

Según el conservadurismo populista, el enemigo es, así, el «liberal», que a través de las intervenciones estatales federales (desde el transporte escolar a ordenar que se enseñen en las aulas la evolución darwinista y algunas prácticas sexuales perversas) pretende socavar el auténtico estilo de vida americano. 
La principal idea económica que se deriva de este modo de ver las cosas, por tanto, consiste en librarse de ese poderoso Estado que grava a la esforzada población trabajadora a fin de financiar sus intervenciones reguladoras, y su programa económico de mínimos se reSume en «menos impuestos, menor regulación».

Desde la perspectiva de la búsqueda racional del propio interés, la inconsistencia de esta postura ideológica es evidente: lo que hacen los conservadores populistas es, literalmente, votar a favor de su propia ruina económica.

Menos impuestos y menor regulación significa más libertad para que las grandes compañías sigan arruinando a los granjeros pobres; menos intervención estatal significa menos ayuda federal para los pequeños granjeros, etc.

A ojos de los populistas evangélicos de los Estados Unidos, el Estado representa una potencia extranjera, y, junto con las Naciones Unidas, es un agente del Anticristo: elimina la libertad del creyente cristiano y lo libera de la responsabilidad moral de la Administración, con lo que socava la moralidad individualista que convierte a cada uno de nosotros en el arquitecto de nuestra salvación.

No es de extrañar que las grandes empresas acepten encantadas esos ataques evangélicos al Estado, pues lo que éste pretende es regular las fusiones de medios de comunicación, poner límites a las compañías energéticas, reforzar las leyes que restringen la polución atmosférica, proteger el medio ambiente y limitar la tala de árboles en los parques nacionales, etc.

¿Cómo combinar todo esto con la insólita proliferación de aparatos estatales bajo el gobierno de George W. Bush? La suprema ironía de la historia consiste en que el individualismo radical sirve de justificación ideológica al poder ilimitado de lo que la gran mayoría de individuos experimentan como un inmenso sistema anónimo que, sin ningún control público y democrático, regula sus vidas.

Por lo que se refiere al aspecto ideológico de la lucha de los populistas, es más que evidente que éstos libran una guerra que simplemente no pueden ganar si los republicanos prohibieran totalmente el aborto, si prohibieran que se enseñara la evolución, si impusieran una regulación federal en Hollywood y en la cultura de masas, ello significaría no sólo su derrota ideológica inmediata, sino también una depresión económica a gran escala en los Estados Unidos.

El resultado es, por tanto, una simbiosis debilitante: aunque la «clase dirigente» está en desacuerdo con el programa moral populista, tolera su «guerra moral» como medio para mantener a raya a las clases bajas; es decir, les permite expresar su furia sin que ello interfiera en sus intereses económicos.

Lo que esto significa es que la guerra cultural es una guerra de clases desplazada, Que no nos vengan más con el cuento de que vivimos en una sociedad posclasista.

No obstante, con todo esto el enigma se hace aún más impenetrable:¿cómo esposible este desplazamiento?

La «estupidez» o la «manipulación ideológica» no son ninguna respuesta; no basta con decir que los aparatos ideológicos han lavado el cerebro a las primitivas clases bajas para que no sean capaces de identificar sus auténticos intereses. Deberíamos recordar, cuando menos, que décadas atrás el estado de Kansas fue el semillero de un populismo progresista en Estados Unidos, y desde luego la gente no se ha vuelto más estúpida en las últimas décadas.

Y tampoco sirve aquí una explicación «psicoanalítica» directa al viejo estilo de Wilhelm Reich (la investidura libidinal de la gente la impulsa a actuar contra sus intereses racionales), que enfrenta de manera demasiado directa la economía libidinal -los deseos inconscientes- con la economía propiamente dicha, y no consigue comprender su mediación.

Tampoco es suficiente proponer la solución de Ernesto Laclau: que no existe ningún vínculo «natural» entre una posición socioeconómica dada y la ideología que conlleva, de manera que es absurdo hablar de «engaño» o «falsa conciencia», como si existiera un modelo de conciencia ideológica «apropiada» inscrito en la mismísima situación socioeconómica «objetiva»

Para Laclau, toda construcción ideológica es el resultado de una lucha económica para establecer/imponer una cadena de equivalencias, una lucha cuyo resultado es completamente contingente y no está garantizado por ninguna referencia externa, como podría ser una «posición socioeconómica objetiva».

Una respuesta tan general como ésa lo explica todo sin proporcionar ninguna explicación específica: el enigma (de actuar contra los propios intereses) no se desentraña: simplemente desaparece.

Lo primero que hay que observar aquí es que hacen falta dos bandos para librar una guerra cultural: la cultura es también el tema ideológico dominante de los liberales «ilustrados», cuya política se centra en la lucha contra el sexismo, el racismo y el fundamentalismo, y a favor de la tolerancia multicultural. La pregunta clave es la siguiente: ¿por qué la cultura se revela como la categoría central de nuestro modo de vida (Lebensuelt)?

Por lo que se refiere a la religión, ya no «creemos de verdad», sino que simplemente seguimos algunos rituales y convenciones religiosas como señal de respeto por el «estilo de vida» de la comunidada la que pertenecemos (los judíos no creyentes obedecem las reglas kosher «por respeto a la tradición», etc.).

La idea de que «en realidad yo no creo en ello, sino que simplemente es parte de mi cultura» parece ser el estilo predominante de la fe rechazada/ desplazada característica de nuestros tiempos.

¿Qué es un estilo de vida cultural sino el hecho de que, aunque no creamos en Santa Claus, todas las navidades veamos un árbol de Navidad en cada casa e incluso en lugares públicos? Quizá, por tanto, el concepto «no fundamentalista) de «cultura», que se diferencia de la religión y del arte «reales», etc., sea, en su misma esencia, el nombre del campo de las creencias rechazadas/ impersonales.

«Cultura» es, de este modo, el nombre de todas las cosas que practicamos sin creer realmente en ellas, sin «tomárnoslas en Serio».

Lo segundo que hay que observar es cómo, al tiempo que los liberales profesan su solidaridad con los pobres, codifican una guerra cultural con un mensaje de clase opuesto: lo habitual es que su lucha en favor de la tolerancia multicultural y los derechos de las mujeres indique una contraposición a la supuesta intolerancia, fundamentalismo y sexismo patriarcal de las «clases bajas». La manera de desentrañar este malentendido consiste en centrarse en los términos de mediación, que no tienen otro propósito que emborronar las auténticas líneas divisorias.

La manera en que se utiliza el término «modernización» en la reciente ofensiva ideológica neoliberal resulta ejemplar: en primer lugar se construye una oposición abstracta entre «modernizadores» (aquellos que apoyan el capitalismo global en todos sus aspectos, desde el económico hasta el cultural) y «tradicionalistas» (los que se resisten a la globalización).

Dentro de la categoría de aquellos que se resisten van a parar todos, desde los conservadores tradicionales hasta la derecha populista, pasando por la «vieja izquierda» (aquellos que siguen defendiendo el Estado del bienestar, los sindicatos, etc.).

Es evidente que esta categorización pasa por alto un aspecto de la realidad social: recordemos la coalición entre Iglesia y sindicatos que, en la Alemania de principios de 2003, evitó que las tiendas abrieran también los domingos.

Sin embargo, no basta con decir que esta «diferencia cultural» recorre todo el campo social, atravesando diferentes estratos y clases; no basta con decir que esta oposición se puede combinar de diferentes maneras con otras oposiciones (de modo que podamos tener «valores tradicionales» conservadores que se resistan a la (modernización Capitalista global, o conservadores morales que aprueben totalmente la globalización capitalista).

En resumen, no basta con decir que esta «diferencia cultural» es otro antagonismo más que opera en los procesos sociales de hoy en día. El fracaso de esta oposición a la hora de convertirse en el factor clave de la totalidad social no sólo significa que uno debe tomar en cuenta la compleja interacción de todos los antagonismos sociales relevantes. Significa también que es «abstracta», y la apuesta del marxismo es que hay un antagonismo (la «lucha de clases») que sobredetermina todos los demás y que es el «universal concreto» del campo entero.

El término «sobredeterminación» se utiliza aquí en su exacto sentido althusseriano: no significa que la lucha de clases sea el referente definitivo y el horizonte de significado de todas las otras luchas; significa que la lucha de clases es el principio estructurador que nos permite explicar las plurales e «inconsistentes» maneras en que otros antagonismos se pueden articular en «cadenas de equivalencias».

Por ejemplo, la lucha feminista se puede articular en una cadena con la lucha progresista por la emancipación, o puede funcionar (y de hecho funciona) como una herramienta ideológica de las clases medias altas para afirmar su superioridad sobre las clases bajas «patriarcales e intolerantes».

Y la cuestión aquí no es sólo que la lucha feminista se puede articular de diferentes maneras con el antagonismo de clase, sino que el antagonismo de clase se inscribe aquí de una manera doble: es la constelación específica de la propia lucha de clases lo que explica por qué las clases altas se apropiaron de la lucha feminista.

(Lo mismo se puede decir del racismo: es la dinámica de la propia lucha de clases lo que explica por qué el racismo directo es tan potente entre los trabajadores blancos de las clases más bajas.)

La lucha de clases es aquí la «universalidad concreta» en el sentido estricto hegeliano: al relacionarse con su otredad (otros antagonismos), se relaciona consigo misma, es decir, interminables variaciones.

La insistencia con que los liberales, muy satisfechos de sí mismos, se burlan de los fundamentalistas ensombrece el auténtico problema, la dimensión de clase oculta. Y lo mismo se puede decir de la contrapartida sentimental de esta burla: la patética solidaridad con los refugiados y la no menos falsa y patética manera con que nos humillamos como si «nosotros» fuéramos por definición culpables del apuro en que se encuentran.

La tarea es construir puentes entre «nuestra» clase trabajadora y la «suya», para que se unan en una lucha solidaria. Sin esta unidad (que incluye la crítica y la autocrítica por ambas partes) la lucha de clases propiamente dicha se convierte de nuevo en un choque de civilizaciones.

Por eso, otro tabú que hay que abandonar es el de seguir viendo la intranquilidad que los refugiados provocan en la así llamada «gente normal» como una expresión de los prejuicios racistas, cuando no directamente de neofascismo.

¿De verdad hemos de permitir que PEGIDA (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente) y grupos afines sean el único recurso que les queda? Es interesante observar que el mismo motivo subyace en la crítica habitual de los izquierdistas «radicales» a Bernie Sanders: tal como ha mostrado William Kaufman lo que molesta a sus críticos es precisamente su estrecho contacto con pequeños granjeros y demás gente trabajadora de Vermont, que son el electorado habitual de los conservadores republicanos: Sanders está dispuesto a escuchar sus preocupaciones e inquietudes, y no los rechaza tachándolos de basura blanca racista.

Por supuesto, escuchar las inquietudes de la gente corriente no implica de ninguna manera que uno deba aceptar la premisa básica de su punto de vista: la idea de que la amenaza a su modo de vida procede del exterior, de los extranjeros.

Nuestra tarea debería ser enseñarles a reconocer su propia responsabilidad ante la perspectiva de su destrucción. Para explicar este punto, tomemos un ejemplo de otra parte del mundo.

La nueva película de Udi Aloni, Junction 48, aborda la difícil situación de los jóvenes «palestinos israelíes» (palestinos descendientes de las familias que permanecieron dentro de Israel después de la guerra de 1948), cuya vida cotidiana conlleva una lucha continua en dos frentes: contra la opresión del estado israelí y contra las presiones fundamentalistas que surgen en el interior de su propia comunidad.

El papel protagonista lo interpreta Tamer Nafar, el conocido rapero palestino-israelí que, en sus canciones, se burla también de la tradición de los «homicidios por motivos de honor» de las chicas pertenecientes a familias palestinas.

Durante una reciente visita a los Estados Unidos, a Nafar le ocurrió algo extraño: después de interpretar su canción en la que protesta contra los «homicidios por motivos de honor» en el campus de la UCLA, algunos estudiantes antisionistas le atacaron por abordar este tema. (...)

También plantean una cuestión mucho más poderosa: la incompatibilidad de la idea de Prójimo con la misma dimensión de universalidad. La resistencia a la universalidad procede de la dimensión inhumana del Prójimo.

La universalidad humanista que está condenada al fracaso es la universalidad de semejantes que se reconocen a sí mismos en los demás, es decir, que «saben» que independientemente de nuestras preferencias políticas y religiosas somos todos iguales y compartimos los mismos miedos y pasiones.

La misma estrategia de la «humanización» ideológica (en la dirección del dicho proverbial «Errar es humano») es un componente clave de la (auto) presentación ideológica de las Fuerzas de Defensa de Israel: a los medios de comunicación israelíes les encanta hacer hincapié en las imperfecciones y traumas psíquicos de los soldados israelíes, a los que no presentan como perfectas máquinas militares ni como héroes sobrehumanos, sino como gente corriente que, atrapada en los traumas de la Historia y la guerra, cometen errores y se extravían, como cualquier persona normal.

Por ejemplo, cuando en enero de 2003 las Fuerzas de Defensa de Israel demolieron la casa de la familia de un sospechoso de «terrorismo», lo hicieron con una acentuada amabilidad, e incluso ayudaron a la familia a sacar los muebles antes de destruir la casa con un bulldozer.

Un poco antes la prensa israelí ya había relatado un incidente parecido: mientras un soldado israelí registraba una casa palestina en busca de sospechosos, la madre de la familia llamó a la hija por su nombre a fin de calmarla, y el sorprendido soldado descubrió que la muchacha asustada se llamaba igual que su propia hija; en un arrebato sentimental, sacó la cartera y le mostró la foto de la niña a la madre palestina.

Es fácil descubrir la falsedad de ese gesto de empatía: la idea de que, a pesar de las diferencias políticas, todos somos seres humanos con los mismos anhelos y preocupaciones neutraliza el impacto de lo que está haciendo en realidad el soldado en ese momento.

Por tanto, lo que debería haber contestado la madre palestina era: «Si de verdad eres un ser humano como yo, ¿por qué estás haciendo esto?» El soldado sólo habría podido refugiarse en un deber cosificado («No me gusta, pero es mi deber»), evitando así la asunción subjetiva de su deber.

El mensaje de dicha humanización consiste en recalcar la brecha existente entre la realidad compleja de la persona y el papel que tiene que desempeñar en contra de su auténtica naturaleza: «En mi familia, no llevamos el Ejército en la sangre», como afirma uno de los soldados entrevistados en la película de Claude Lanzmann TSahal, que se sorprende al verse convertido en un oficial de carrera.

¿Significa esto que nos vemos limitados al relativismo cultural, que no existe una dimensión humana universal? No, pero esta dimensión universal hay que buscarla más allá de la simpatía y la comprensión, más allá del nivel de «todos somos humanos»: a otro nivel, uno que debería designarse precisamente como el del Prójimo inhumano. (...)

¿Quiénes son los «odiosos ocho» en la película del mismo título de Quentin Tarantino?Todos los miembros del grupo-racistas blancos y el soldado negro de la Unión, hombres y mujeres, agentes de la ley y delincuentes— son igualmente malvados, brutales y vengativos.

El momento más incómodo de la película ocurre cuando el agente de la ley negro (interpretado por el fabuloso Samuel L. Jackson) le narra en detalle y con evidente placer a un viejo general confederado, responsable de la muerte de muchos negros, cómo mató a su hijo: tras obligarlo a avanzar desnudo bajo una temperatura glacial, Jackson le promete al hombre, aterido de frío, que le conseguirá una manta con que cubrirse si le hace una felación; cuando el otro termina, Jackson reniega de su promesa y lo deja morir.

Así pues, en la lucha contra el racismo no hay nadie que sea bueno; todos participan en ella con la mayor brutalidad. ¿Y acaso la lección que hay que extraer de los recientes ataques sexuales de Colonia no es increíblemente parecida a la lección de la película?

Aun cuando (la mayoría de) los refugiados son de hecho víctimas que huyen de sus países en la ruina, ello no impide que algunos actúen de manera despreciable.

Solemos olvidar que el sufrimiento no ofrece ninguna redención: ser una víctima en lo más bajo de la escala social no te otorga ninguna voz privilegiada de moralidad y justicia, como hemos visto antes en el ejemplo de Ruth Klüger.
 
Pero esta visión general no es suficiente: hay que observar de cerca la situación que dio lugar al incidente de Colonia. En su análisis del panorama global después de los atentados de París, o Alain Badiou distingue tres tipos predominantes de subjetividad en el capitalismo global de hoy en día: el sujeto liberal-democrático de clase media «civilizado» occidental; los que, fuera de Occidente, están poseídos por el «deseo de Occidente / le désir d'Occident», y pretenden desesperadamente imitar el estilo de vida «civilizado» de las clases medias occidentales; y los nihilistas fascistas, cuya envidia de Occidente se convierte en un odio mortal y autodestructivo.

Badiou deja claro que lo que los medios de comunicación denominan la «radicalización» de los musulmanes es una fascistización pura y simple: este fascismo es el anverso del frustrado deseo de Occidente, y se organiza de manera más o menos militar siguiendo el modelo flexible de un grupo mafioso y con variables matices ideológicos, en los que el lugar ocupado por la religión es puramente formal (47).

En su (por lo demás sobresaliente) análisis de la lógica que sostiene los ataques terroristas del ISIS, JeanClaude Milner rechaza que se les tache de fascistas: «La palabra “fascismo” siempre se menciona en relación con la masacre del 9 de enero. Nada parece más fuera de lugar. La religión no juega ningún papel decisivo en el fascismo.»

En este caso concreto, sin embargo, Badiou  acierta al aplicar el término tanto al terror fundamentalista cristiano como al musulmán. Su argumento es que la religión no es un factor decisivo en el caso del ISIS; sólo sirve como medio para la expresión pervertida de una envidia y un odio de clase no reconocidos: el fascismo se alimenta precisamente de esa frustración.

La ideología de la clase media occidental posee dos rasgos opuestos: muestra una arrogante creencia en la superioridad de sus valores (los derechos humanos y las libertades universales), y al mismo tiempo está obsesionada con el miedo a que sus limitados dominios se vean invadidos por los miles de millones de personas que están fuera y que no cuentan en el capitalismo global, puesto que ni producen mercancías ni las consumen.

El miedo de los miembros de esta clase media es el de acabar formando parte de las filas de los excluidos. La expresión más clara de este «deseo de Occidente» la representan los refugiados inmigrantes: Su deseo no es revolucionario, y consiste tan sólo en abandonar su arrasado hábitat e integrarse en la tierra prometida del Occidente desarrollado.

(Los que se quedan en su país intentan crear tristes copias de la prosperidad occidental, como son las partes «modernizadas» de cualquier metrópolis del Tercer Mundo, ya sea en Luanda, Lagos, etc., donde encontramos cafés al estilo italiano, Centros comerciales, etc.)

Pero ya que la gran mayoría de los aspirantes no pueden satisfacer este deseo, una de las opciones que les queda es la inversión nihilista: la frustración y la envidia se radicalizan hasta convertirse en un odio cruel y autodestructivo hacia Occidente, y la gente se entrega a una venganza violenta. 
Badiou afirma que esta violencia es una pura expresión de la pulsión de muerte, una violencia que sólo puede culminar en actos de (auto) destrucción orgiástica, sin ninguna concepción seria de una sociedad alternativa.

Badiou tiene razón al recalcar que no existe ningún potencial emancipador en la violencia fundamentalista, por muy anticapitalista que afirme ser: se trata de un fenómeno estrictamente inherente al universo global capitalista, su «fantasma oculto» (43).

El hecho básico del fascismo fundamentalista es la envidia. El fundamentalismo permanece arraigado en el deseo de Occidente gracias al mismísimo odio que siente hacia Occidente. Aquí nos enfrentamos a la inversión habitual del deseo frustrado que se convierte en agresividad, descrita por el psicoanálisis; el islam simplemente proporciona la forma para fundamentar este odio (auto) destructivo.

El potencial destructor de la envidia es la base de la distinción de Rousseau, muy conocida pero sin embargo no explotada del todo, entre egotismo, amour-de-soi (el amor natural a uno mismo) y el amourpropre, cuando no nos centramos en alcanzar una meta, sino en destruir el obstáculo que nos impide lograrla, y de manera perversa nos preferimos a nosotros que a los demás:

Las pasiones primitivas -que buscan directamente nuestra felicidad, nos hacen relacionarnos sólo con objetos que tienen que ver con ellas, y cuyo principio es tan sólo el amour-de-soi-son en esencia agradables y benévolas; sin embargo, cuando algún obstáculo las desvía de su objeto, se ocupan más de intentar deshacerse de ese obstáculo que el objeto que intentan alcanzar, cambian su naturaleza y se convierten en irascibles y odiosas.

Así es como el amour-de-soi, que es un sentimiento noble y absoluto, se convierte en amourpropre, es decir, un sentimiento relativo mediante el cual uno se compara consigo mismo, un sentimiento que exige preferencias, cuyo goce es puramente negativo y que no se esfuerza en encontrar satisfacción en nuestro propio bienestar; sino en la desdicha de los deημιά.

Así pues, una persona malvada no es un egotista, «que piensa sólo en su propio interés». Un auténtico egotista está demasiado ocupado procurando su propio bien para tener tiempo de causar mal a los demás.

El vicio primordial de una mala persona es precisamente que le preocupan más los demás que él mismo, Rousseau está describiendo un mecanismo libidinal preciso: la permuta que genera el desplazamiento de la inversión libidinal del objeto al obstáculo mismo.

Esto se podría aplicar a la violencia fundamentalista, ya sean los atentados de Oklahoma o el 11-S. En ambos casos, nos enfrentamos a un odio puro y simple: la destrucción del obstáculo -el Edificio Federal de Oklahoma, las Torres Gemelas- era lo que importaba realmente, no alcanzar la noble meta de una sociedad de veras cristiana o musulmana.”

Esa fascistización puede ejercer cierto atractivo sobre la juventud inmigrante frustrada, que no encuentra su lugar en las Sociedades occidentales ni un futuro con el que identificarse. La fascistización les ofrece una manera fácil de dar salida a sus frustraciones: una vida de riesgo y aventura disfrazada de dedicación religiosa sacrificial, además de placeres materiales (sexo, coches, armas).

No deberíamos olvidar que el Estado Islámico es también una gran empresa comercial mafiosa que vende petróleo, estatuas antiguas, algodón, armas y mujeres esclavizadas, «una mezcla de propuestas enormemente heroicas y de corrupción occidental a través del consumo» .

No hace falta decir que no todo terrorista fundamentalista entra dentro de la categoría del nihilismo autodestructivo. Por ejemplo, hay documentos recién descubiertos del ISIS que indican algunas de las razones que impulsaron los atentados de París: lo que podría parecernos un motivo en contra-los atentados sin duda causarían problemas a los millones de musulmanes que viven en Francia- podría ser una razón a favor.

Es decir: lo que el ISIS quiere alcanzar es la eliminación, en la medida de lo posible, de los «musulmanes occidentales moderados», y radicalizarlos, creando así las condiciones de una guerra civil abierta. Y también deberíamos observar que este objetivo se solapa en gran medida con el objetivo de los racistas antiinmigración: ambos quieren un absoluto e inequívoco «choque de civilizaciones».

Sin embargo, ese mismo producto final se alcanza de manera indirecta: mediante la autodestrucción nihilista.”

También se da el caso de que esta violencia fundamentalista-fascista no es más que una de las muchas variantes de la violencia propia del capitalismo global: desde las catastróficas consecuencias de la economía globalizada a la larga historia de la intervención militar occidental. (...)"

(Slavoj Zizek: La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror. Ed. Anagrama, Barna, 2016, págs. 70-75, 88-101)

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