"A estas alturas, resulta curioso recordar las predicciones que se
hicieron sobre el futuro de China. Se nos decía que el ascenso del país
asiático no era de temer, ya que era un gigante con los pies de barro.
Una de las fuentes de debilidad futura residía en su crecimiento
económico: conforme sus ciudadanos fueran aumentando su nivel de vida,
someterían a mayor presión a su Gobierno, ya que demandarían más
libertades y estarían menos dispuestos a sufrir un régimen opresivo. (...)
A quienes afirmaban estas tesis, que desgranaban con aplomo, se les olvidó mencionar que, mientras tanto, las poblaciones occidentales iban viendo reducido su nivel de vida, lo
que iba a generar mucho descontento y a aumentar la presión sobre los
gobiernos; y si estos no respondían de la manera adecuada, el malestar
iba a extenderse, lo que volvería muy frágil la cohesión interna.
No era tan difícil de adivinar,
pero nuestras élites económicas e intelectuales estaban pendientes del
mundo del futuro, el de los grandes avances científicos y la reinvención
tecnológica, por lo que las poblaciones no eran su objeto preferido de atención. (...)
La crisis de 2008 vino a introducir algunos puntos de fricción sobre estas fantasías, al debilitar a las clases medias
y empobrecer a las clases trabajadoras, lo que llevó al nacimiento de
nuevos partidos políticos y de nuevas tendencias ideológicas que no eran
demasiado complacientes con el sistema. (...)
Desde ese escenario, hemos de afrontar una nueva crisis que hará que
llueva sobre mojado. El telón de fondo lo explica bien el coronel de
artillería José Luis Pontijas en su análisis 'Efectos geopolíticos de la COVID-19: punto de situación',
realizado para el Instituto Español de Estudios Estratégicos. La
recesión que viene acentuará el declive de las clases medias y el de las
trabajadoras y empujará hacia abajo a una parte sustancial de la
población. La falta de expectativas socioeconómicas a corto y, sobre
todo, a medio plazo fortalecerá el descontento y espoleará a un sector
de la población hacia los disturbios.
“De ser así, los Estados se verían
obligados a sofocarlos, convirtiendo las ciudades, nudos de
comunicación, infraestructuras estratégicas, etc., en el escenario de
confrontaciones, en una espiral de violencia y desintegración social que pudiera amenazar la estabilidad misma de las sociedades. Aquellas naciones aquejadas de fracturas previas (étnicas, religiosas, políticas, etc.) serían especialmente vulnerables”.
Es una secuencia lógica: empobrecimiento, falta de perspectivas, malestar, disturbios, represión. Nada que no nos haya enseñado la historia y de lo que no nos haya advertido la crisis de 2008.
Dado que las causas del malestar no han sido atajadas, las tensiones
han ido en aumento; ahora con un elemento diferencial, que explica el
motivo de que estas revueltas estén produciéndose en un país hegemónico, EEUU, y se extiendan por otros del primer mundo, como Francia.
Hace unos meses, se estrenó ‘Aguas oscuras’,
una de esas películas que hubieran tenido mayor recorrido comercial en
otra época. Es un drama jurídico, estilo ‘Erin Brokovich’, que relata un
caso real, el de la pelea de dos décadas de un combativo abogado contra
una gran empresa química, DuPont. Más allá de sus virtudes
cinematográficas, ‘Aguas oscuras’ subraya un par de aspectos muy pertinentes para nuestro presente.
El primero es la cada vez mayor dificultad para que estas demandas
triunfen en los tribunales; es un elemento objetivo, ya que las leyes
están modificándose en favor de las grandes empresas (las ‘class
actions’ han visto reducido su margen de acción en EEUU), y por la
postura menos amable de los jueces respecto de esta clase de demandas.
El segundo es el mensaje que traslada a los espectadores; la moraleja de
la película, “estamos solos, no hay nadie que nos defienda, debemos ser
nosotros mismos quienes lo hagamos”, incide en esa sensación de
desprotección a la que arroja la constatación de que las instituciones diseñadas para defendernos de los abusos tienden a ampararlos.
El factor último
Esa
deslegitimación del sistema es precisamente la causa principal de las
manifestaciones de EEUU. El factor último no es el racismo, sino la
injusticia estructural: no es solo que existan policías racistas, sino
que cuando cometen homicidios, en lugar de ser condenados, son
liberados. El sistema no solo no funciona, sino que protege
voluntariamente a quienes infringen las leyes. Así, su legitimidad tiende a desaparecer, y esto lleva a los enfrentamientos, porque ya no se forma parte de lo mismo: el Estado se divide entre nosotros y ellos, y nosotros estamos solos.
La represión cumple la función de dominar esa falta de legitimidad:
cuanto menos hay, más intensa debe ser. Al romperse los caminos
institucionales, el recurso al diálogo y a la justicia deja de estar
operativo; es una cuestión de fuerza. En ese instante, la represión no
se realiza únicamente desde la calle, sino que se articulan nuevos
mecanismos legales para sancionar a quienes protestan, para controlar el
Estado, para afianzar el poder frente a las nuevas amenazas. Y cuando esto ocurre, la democracia va desapareciendo lenta pero inexorablemente.
Ese es el momento estadounidense, pero es también el desafío
occidental. Hasta ahora, la desinstitucionalización ha estado ligada a
las confrontaciones políticas, ya que, con una frecuencia poco deseable,
los partidos han tendido a utilizar sus recursos instituciones
para atacar a sus adversarios políticos, y a menudo por razones nada
ideológicas. España es un ejemplo más, y EEUU un caso claro.
Buena parte del declive de las democracias occidentales viene por esta
utilización de las instituciones para sacar provecho privado.
Pero ahora
quizás estemos en el paso siguiente, y se pretenda utilizar para
controlar a las poblaciones. Medios técnicos existen y la
predisposición, en un entorno tan polarizado, va en aumento. Los cambios
políticos y económicos no se producen a menudo de golpe, de un día para
otro, sino a través de pequeños pasos; cuando nos queremos dar cuenta,
ya estamos en otro lugar.
En este sentido, conviene escuchar a Keith Elllison, fiscal general de Minesota, quien acaba de imputar a los cuatro policías que acabaron con la vida de George Floyd:
“Todo el mundo dice que si se quiere detener los disturbios hay que
reformar la policía. Pero ¿sabes qué? La Comisión Kerner dijo lo mismo
en 1968. Hubo una serie de disturbios urbanos en la década de los
sesenta provocados por la brutalidad policial, y el informe de la
Comisión Kerner dijo: la chispa es la policía.
Pero lo que hizo que la
casa ardiera fue el desempleo, las infraviviendas, la pobreza
concentrada, las personas sin oportunidades que necesitaban hacer algo,
cualquier cosa, para decir que esto debe cambiar”. Tiene razón
Ellison, esta es la chispa que puede iniciar cualquier incendio. Y a ese
fuego estamos todos expuestos, y más tras la pandemia." (Esteban Hernández, El Confidencial, 05/06/20)
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