"Durante 27 años en una ambulancia Eduardo Aragonés ha cubierto de todo,
desde el atentado del 11-M hasta accidentes de tráfico múltiples.
Nunca
había trabajado en una emergencia tan mal gestionada como la crisis
sanitaria en las residencias de Madrid. “No teníamos apoyo. Cuando tú
vas a una catástrofe grande, con múltiples víctimas, lo primero que ves
es que hay multitud de ambulancias. El Sámur, el Summa…, aquí, por mucho
que pedíamos apoyo, no aparecía nadie”, dice Aragonés, de 43 años.
Aragonés es el gerente de la empresa de ambulancias privada que contrató la Comunidad de Madrid para medicalizar los geriátricos en lo peor de la pandemia cuando el Gobierno regional decidió excluir a estos mayores de los hospitales, con el fin de evitar un colapso.(...)
Aragonés y otros 14 empleados de su empresa, las ambulancias Transamed, fueron testigos de la hecatombe que ha dejado casi 6.000 muertos por covid-19 en los geriátricos madrileños, la mitad de ellos durante esos días. (...)
Aragonés y su compañera Agnes Lipska, de 37 años, hablan por primera vez
con amplios detalles sobre la tragedia que presenciaron. A pesar de su
larga experiencia en catástrofes, la intervención en las residencias les
ha dejado huella. Son escenas que les persiguen: “Un recuerdo dantesco,
caótico y penoso”, dice Aragonés. (...)
No quieren revelar los nombres de las residencias para no
herir la sensibilidad de hijos y nietos. “No creo que a los familiares
les guste recibir esta noticia, sinceramente. No me gustaría saber que
mi padre o mi madre ha fallecido en pésimas condiciones”, dice Aragonés.
Lo que sí dicen es que con un buen protocolo y con cuidados adecuados
en las residencias de ancianos, estiman que buena parte de los
fallecidos se habría podido salvar.
“¿Ya me he muerto?”
“Les dan pastillas para dormir y de repente lo primero que se
encuentran es un tío vestido de blanco de 1,87 de altura, un dos por
dos, véase yo, con el traje, la mascarilla, la escafranda, guantes, que
se me veía como un gusiluz a distancia, entrando en una habitación, y
las tenías que despertar y lo primero que decían es: ‘¿Me voy a morir
ya?’, ‘¿ya habéis venido a por mí?‘, ¿ya me he muerto?’ Luego estaba el
señor que jugaba al ajedrez, y te preguntaba que dónde está mi amigo
Manuel... Había pacientes con miedo, que te apretaban la mano”.
La mujer que no quería comer ni beber. “Hubo
una abuelita no muy mayor a la que obligamos a comer unos yogures y un
zumo. Nos dijo llorando que sabía que su hermano se había muerto. ‘No
quiero seguir viviendo. Me voy a morir de coronavirus y no quiero pasar
lo que le ha pasado a mi hermano’, nos dijo. Sabía toda la información
de boca de sus familiares. Le dolía el pecho, tenía principios de
neumonía. Le pusimos antibióticos y analgésicos por vía sanguínea y
oxígeno. Su saturación mejoró. No sabemos qué pasó con ella. Era uno de
los casos que no tenía antecedentes de enfermedades y se hubiera podido
valorar un traslado. Pero claro nosotros lo preguntábamos y nos decían:
‘No puede ser porque los hospitales están a reventar”.
El médico que se negaba a curar.
“Había médicos de plantilla que no estaban de baja, seguían trabajando,
pero aparecían por la residencia solo para firmar certificados de
defunción. Eso pasó en una residencia pequeña. El doctor llegaba, y
desde la puerta cogía los carnets de identidad de los ancianos que le
facilitaban los trabajadores. Él rellenaba el certificado de defunción
desde la puerta y se iba. Decía que era mayor, que tenía más de 60 años y
patologías, y que no podía arriesgarse”.
La frase de bienvenida más común.
“Los trabajadores de bastantes residencias nos decían al llegar que
llevaban días llamando al Summa y no aparecían las ambulancias. Era como
una frase de bienvenida con sus variantes: ‘Sois los primeros que venís
a ayudar’, o ‘nadie ha venido a ayudar’ o ‘a ver si no nos dejáis
tirados como otros’. Así, nos recibieron incluso hasta el último día de
intervenciones, el 6 de abril. Algunos empleados se echaban a llorar al
vernos llegar. Tenían ansiedad. Hacían todo lo posible que estaba en su
mano pero no daban abasto”. (...)
Todo enfermo merece una muerta digna con paliativos, porque si han de morir, sea por covid o no, que tengan su sedación”.
Dos días con la cadera partida.
“La familia lo sabía. Un señor llevaba dos días con la fractura de
cadera. Llamaron al Summa y no fue. El señor estaba tumbado
inmovilizado. Valoramos la lesión y pedimos trasladarle al hospital, era
importante, pero nos dijeron las cuidadoras que la familia no quería
trasladarlo y de todas formas el hospital no aceptaba traslados. Ese
dolor...”.
Una residencia sin trabajadores. “Un técnico de
ambulancia se encontró con una persona que le abrió la puerta, le dio
las llaves y se fue. Era el encargado del turno de tarde y se iba a su
casa a descansar. El resto de sus compañeros habían ido cayendo uno a
uno, y no había nadie a cargo de los ancianos. Ni siquiera un auxiliar.
Así que enviamos a nuestro técnico de emergencias. La noche que pasó
allí fue una auténtica pesadilla. Iba con un EPI a todos lados y se
recorrió la residencia de arriba a abajo. Se puso a darles de comer, a
cambiarles de postura, a limpiarles, a darles la medicación… todo en una
noche. Un tío para todos. Al día siguiente salió de allí con la
sensación de haber estado solo en el infierno. Y dijo al final: ‘Ya no
vuelvo’”.
El miedo de las religiosas a sanciones. “En una residencia sobre todo temían que fuéramos en realidad inspectores y les fuéramos a cerrar el centro.(...)
Trabajadores durmiendo dentro. “En una residencia
había 45 abuelos para 10 cuidadores de plantilla, y solo quedaban cuatro
activos, que se quedaban a dormir en la propia residencia, en
habitaciones vacías. Se les notaba desmoralizados y cansados y con
miedo. Nos dijeron que dormían ahí para que el virus no entrara o
saliera de los muros de la residencia”.
Voces desde la puerta. “Cuando
íbamos por los pasillos en uno de los centros, a veces los trabajadores
gritaban el nombre de los residentes desde la puerta. No querían entrar
sin EPI. Tenían mucho miedo. Solo tenían bolsas de basura para
protegerse. Parecía que de esa manera querían comprobar si los ancianos
estaban vivos. Les contestaban y seguían andando hacia otra puerta. A
veces tenías que abrir la habitación y te los encontrabas enfermos y muy
debilitados”.
Sin dinero para médicos. “Este es
el caso de una residencia modesta, religiosa. No tenían personal. Les
dijimos que tenían que contratar un médico, y nos decían que eso era
cosa de la Comunidad, no de ellas, que no tenían dinero. De hecho
querían que les donáramos un médico y, bueno, al día siguiente decidimos
mandar uno de los nuestros para hacer seguimiento, y solo con eso ya se
notó una leve mejoría. (...)
A veces eran ellos los que usaban el humor. Un abuelo una
vez nos dijo: ‘Esto debe ser un virus de la izquierda porque está
cargándose a los mayores para que no voten al PP”.
Halo de miedo: “Recordamos
el miedo que tenían los propios abuelos, el personal que había en las
residencias, la forma en la que estaba anímicamente ese personal. Era un
poquito de todo. Esa sensación te golpeaba al entrar. Tú entrabas en
una residencia y te golpeaba un halo de miedo. Se podía, digámoslo así,
aunque sea malinterpretado, respirar ese miedo”. (...)
Enfermos sin covid. “Había gente que no tenía ningún síntoma de
covid pero estaba muy enferma. En esos casos, las residencias tenían los
tratamientos de los pacientes antes de la pandemia y poco más. Si la
enfermedad cambiaba o adquiría una enfermedad nueva, sea o no covid, no
se les daba la pauta que hiciera falta, o el auxilio. Eso era así de
triste”. (...)
Los moderadamente graves estaban psicológicamente muy
afectados, porque veían el progreso de los que morían y se identificaban
con ellos, en lo que les iba a pasar… Y para muchos la manera de
morirse rápida era dejar de comer, de beber… directamente pasar a ser
una persona vegetativa”.
Lucha desigual. “Esto me
recuerda mucho a los 300 espartanos contra 50.000 soldados, pues los
espartanos éramos nosotros y resistimos todo lo que pudimos hasta que
nos cortaron. Si no, hubiésemos resistido más”. (F. Peinado, Berta Ferrero, El País, 25/06/20)
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