"«A pesar de que Trump —para citar a Bertolt Brecht— todavía no pueda «disolver al pueblo y elegir a otro»,
su visión de la seguridad y de la belleza se basa en el deseo de
eliminar a todo el que interfiera en la visión etnonacionalista de
grandeza del movimiento MAGA, según la cual «los monumentos, museos y
edificios de la capital deben reflejar el poderío, la grandeza y el
patrimonio de nuestra nación e inspirar asombro y sentimientos de
gratitud». Si bien no cabe comparar la magnitud de la violencia
implicada en uno y otro caso, una misma mentalidad subyace al deseo de
Trump de «limpiar» Washington y a su fantasía genocida de una Gaza sin palestinos transformada en un destino turístico internacional.»
El pasado 11 de agosto, el Presidente Donald Trump firmó una orden ejecutiva por la que se declaraba el «estado de emergencia»
en Washington D. C. ante una presunta ola de delitos en esa ciudad. Al
amparo del artículo 740 de la Ley de Autonomía Local, se autorizaba al
gobierno federal a asumir durante 30 días el mando del Departamento de
Policía Metropolitana. Por otro lado, en un memorándum firmado ese mismo
día, Trump impartió órdenes
al Secretario de Defensa, Pete Hegseth, para que movilizara a la
Guardia Nacional del Distrito de Columbia a fin de patrullar las calles
del distrito federal junto con otros organismos federales encargados de
hacer cumplir la ley, a la vez que prometió que se avecinaba el «Día de
la Liberación» de la capital, tan pronto como fuerzas federales
combinadas liberaran a D.C. de la «cloaca de delincuencia y mendicidad en que se ha convertido tras décadas de unilateral liderazgo demócrata».
O, como declarara
Trump en Truth Social: «¡Washington D. C. será hoy LIBERADA! El delito,
la barbarie, la suciedad y la escoria DESAPARECERÁN. ¡Haré que NUESTRA
CAPITAL VUELVA A SER GRANDE!»
Cabría perdonar
a los estadounidenses si a estas alturas estuviesen cansados de tanta
«libertad», luego de haber tenido que soportar al menos dos «Días de la
Liberación». En vísperas de las elecciones de 2024, Trump publicó en las
redes un mensaje
en que se decía: «Estados Unidos es un PAÍS OCUPADO»; no obstante: «El 5
de noviembre de 2024 será el DÍA DE LA LIBERACIÓN de Estados Unidos.»
El 2 de abril, Trump declaró otro «Día de la Liberación» para conmemorar
la firma de su amplio programa de imposición de aranceles en todo el
mundo, para lo que se usó como justificación la presunta necesidad de
declarar una «emergencia nacional» (una de las nueve
que Trump ha declarado desde su toma de posesión, con lo que ya ha
igualado el número de emergencias declaradas por Biden durante todo su
mandato).
Cada
«liberación» proclamada por Trump ha seguido un patrón similar: al
reclamar para sí poderes extraordinarios, el Presidente se arroga el
derecho de ejercer todos los poderes jurídicos y represivos del Estado
para hacer frente a enemigos extranjeros y nacionales y lograr que se
regenere la primacía de Estados Unidos. De un modo u otro, todas esas
declaraciones han tenido como base mentiras y distorsiones: que el país
ha sido invadido y ocupado por migrantes; que Estados Unidos es víctima
del orden económico mundial; que Washington D. C. ha caído presa de una
epidemia de delincuencia sin precedentes, cuando en realidad los índices
de delincuencia son más bajos que nunca. Males, todos ellos, que cabe
achacar a los demócratas: por conspirar para inundar al país de
trabajadores indocumentados, por permitir que Estados Unidos sea
estafado por sus socios comerciales internacionales, por dejar que el
capital se hunda en el caos. Como afirmara Stephen Miller, asesor de Trump: «Los demócratas están tratando de deshacer la civilización. El Presidente Trump habrá de salvarla.»
Similares
declaraciones de estados de emergencia, formuladas en términos de «ley y
orden» y acompañadas del despliegue de una concentrada violencia
estatal contra comunidades pobres y marginadas, han sido uno de los
principales motores del autoritarismo en las sociedades capitalistas
avanzadas. Bajo la presidencia de Richard Nixon, como observara
la académica abolicionista Ruth Wilson Gilmore, «la derecha en ascenso
utilizó el desorden para convencer a los votantes de que los gobernantes
eran incapaces de gobernar» y para reducir los disturbios urbanos y la
insurgencia política a la categoría de «delito». El teórico social
Stuart Hall analizó
el auge del thatcherismo y del neoliberalismo en el Reino Unido por
medio de la noción de «pánico moral», cuando temores y ansiedades reales
de la población giraban en torno a acontecimientos y grupos que se
llegaba a percibir como una amenaza para la estabilidad social y el
bienestar (en la Inglaterra de los años setenta el pánico moral giraba
en torno a los «atracos» perpetrados por jóvenes negros). El pánico
moral proporcionó el «vocabulario del descontento» susceptible de dotar
al auge del autoritarismo de una especie de legitimidad popular y de una
base de masas. Tanto en el caso de Estados Unidos como en el del Reino
Unido, los giros radicales hacia la derecha tenían su punto de apoyo en
ese pánico moral.
Si bien no son
pocos los paralelismos que se podrían establecer entre la declaración
por Trump del estado de emergencia en Washington D. C. y el pánico moral
de otras épocas en torno a la delincuencia urbana —como cuando la
notoria intervención del propio Trump en el caso de los Cinco de Central
Park en Nueva York en 1989, para clamar por que se condenara a la pena
de muerte a unos jóvenes negros y latinos cuya inocencia quedó
demostrada—, la actual campaña del Gobierno contra el desorden urbano,
en la capital y en otros lugares, exhibe una manufacturación más
transparente que la de sus precursoras.
Se han esgrimido como pretextos
una serie de incidentes violentos ocurridos en la capital —el más
reciente, el de Edward «Big Balls» Coristine, joven de 19 años que
trabajaba para DOGE y que fuera agredido durante una tentativa de robo
de automóvil—, pero lo cierto es que la apropiación por el gobierno
federal de la seguridad pública y su militarización no responde a una
demanda popular. Como el propio Trump señalara en una reciente rueda de prensa,
en la que tachó de «ridícula» e «inaceptable» la idea de convertir en
un estado más de la Unión a Washington D. C., los demócratas «tienen el
95 % [del voto] en esta pequeña zona» (la capital) y «ni siquiera yo
obtuve muchos» (menos del 7 %
de los votos en las elecciones de 2024). Si ese pánico moral encuentra
oídos, es en la base MAGA de Trump, que no se está concentrada en
Washington D. C. ni en otros centros urbanos.
Los ataques
verbales y las amenazas jurídicas de Trump contra los alcaldes
demócratas de las principales ciudades canalizan su hábito de tipificar
como delictiva a la población negra, al tiempo que contribuyen a hacer
realidad su muy concreta agenda de derogar toda disposición de las
llamadas ciudades santuario que pueda obstaculizar la labor del Servicio
de Control de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos (ICE) y de la
maquinaria de deportación que han creado Trump, Stephen Miller y Tom
Homan. Era ese, entre otros, el objetivo que perseguía la Fiscal General
Pam Bondi en su intento de sustituir a la jefa de la policía
metropolitana de Washington, Pamela Smith, por un funcionario de la
Administración de Control de Drogas (DEA), y que fuera rechazado por un tribunal federal.
Pese a que el gobierno de Trump no consiguió todo lo que se proponía,
la presión parece haber surtido efecto. A raíz de su propuesta de
sustitución, Smith firmó una orden ejecutiva por la que se ampliaba la
colaboración de la policía de Washington con el ICE y otros organismos
de control de la inmigración. Según
varias organizaciones de defensa de los derechos de los migrantes que
impugnan la orden, se trata de «un transparente intento de abrir un
resquicio legal en la Ley de enmienda de valores de las ciudades
santuario [de 2020] y permitir que la policía de Washington D. C.
utilice los controles de tráfico para hacer cumplir las leyes
inmigratorias».
Como señala
Alex Vitale, sociólogo especializado en la policía, es solo un ejemplo
de cómo las alcaldías «permiten que su propia policía actúe como
multiplicador de la fuerza del ICE, mientras mantiene la ilusión de que
sus localidades siguen siendo “ciudades santuario”». La crítica de
demócratas electos a la política de «ley y orden» es, en el mejor de los
casos, parcial, pues en gran parte han hecho suya la lógica subyacente.
Mientras que
Trump y MAGA tratan en general a las ciudades multirraciales y
progresistas como territorio enemigo, el asalto contra Washington D. C.
con el pretexto de una inexistente epidemia de delincuencia está
estrechamente ligado con la obsesión de Trump por remodelar la capital
para adaptarla a sus visiones de grandeza, como lo demuestran el cursi recubrimiento en oro del Despacho Oval o la prevista sustitución del ala este de la Casa Blanca por un gigantesco salón de baile.
En ese sentido, la toma de control forma parte de una remodelación más
amplia que Trump expuso en su orden ejecutiva de marzo, «Hacer que el Distrito de Columbia sea un lugar seguro y bello».
La orden, que
creó un grupo de trabajo interinstitucional presidido por Stephen
Miller, se suma a nuevas y draconianas medidas de «seguridad» —entre
ellas la captura y la deportación de «extranjeros ilegales» y una
presencia masiva de las fuerzas federales del orden en los principales
lugares de interés de la capital— por las que se establecen requisitos
estéticos para coordinar «los esfuerzos de embellecimiento y limpieza»,
como la restauración de monumentos públicos que han sido «dañados o
desfigurados, o retirados o modificados de forma inadecuada». El
documento pone en primer plano el objetivo de expulsar de la ciudad a
las personas sin hogar, el 82,5 % de las cuales son negras.
La falta de hogar se presenta como un problema tanto estético como de
seguridad, no como un problema social cuyas causas deban abordarse, sino
como una monstruosidad que se debe eliminar.
Además de
hallar impulso en la agenda de deportación, la toma de Washington D. C.
también forma parte de la larga reacción contra el movimiento Black
Lives Matter. En junio de 2020, el Servicio Secreto, la Policía de
Parques, la Guardia Nacional y la Policía Militar, a instancias de
Trump, atacaron con balas de goma y gas lacrimógeno a manifestantes por
la justicia racial en el parque Lafayette Square. La ACLU y otro presentaron una demanda
contra Trump y el entonces Fiscal General Bill Barr por haber
obstaculizado el ejercicio por los activistas de los derechos
consagrados en la Primera y la Decimocuarta Enmiendas. Más tarde ese
mismo mes, el 19 de junio, un grupo de manifestantes derribó la estatua
del general confederado Albert Pike. Trump exigió inmediatamente que se volviera a colocar en su pedestal.
A pesar de que Trump aún no pueda, para citar a Bertolt Brecht, «disolver al pueblo y elegir a otro»,
su visión de la seguridad y de la belleza se basa en el deseo de
eliminar a cualquiera que interfiera en la visión etnonacionalista de
grandeza del movimiento MAGA, según la cual «los monumentos, museos y
edificios de la capital deben reflejar el poderío, la grandeza y el
patrimonio de nuestra nación e inspirar asombro y sentimientos de
gratitud». Si bien no cabe comparar la magnitud de la violencia
implicada en uno y otro caso, una misma mentalidad subyace al deseo de
Trump de «limpiar» Washington y a su fantasía genocida de una Gaza sin palestinos transformada en un destino turístico internacional.
Trump detesta a los habitantes de Washington D. C., pero adora sus edificios, su mármol, sus «cimientos». Como declarara
en el Kennedy Center el 13 de agosto: «Tenemos los mejores cimientos.
Si uno mira, por ejemplo, el edificio de la Corte Suprema, creo que es
uno de los edificios más bellos.» Quizás el ejemplo no deje ser
adecuado, pues en 1933, el arquitecto que diseñara el edificio de la
Corte Suprema, Cass Gilbert, tras una visita a Roma, dijo a un grupo de periodistas:
«Mussolini está llevando a cabo un muy importante y admirable proyecto
de restauración, está procediendo a la limpieza de los barrios
marginales, derribando vetustos edificios, construyendo nuevas calles… y
todo ello sin perjudicar en modo alguno la belleza de la ciudad
antigua.»
También Trump está decidido a «limpiar» las instituciones culturales de la capital. En febrero, se nombró a sí mismo presidente
del Kennedy Center, cuya nueva junta directiva se apresuró a purgar
toda programación «progresista». A finales de julio, Trump anunció que
él mismo presentará la ceremonia anual de entrega de premios en
diciembre, entre cuyos galardonados estará Sylvester Stallone, quien calificó a Trump de «personaje realmente mítico» y de «segundo George Washington». La semana pasada también se puso en marcha una inspección
de la Institución Smithsonian, encabezada por el director de la Oficina
de Gestión y Presupuesto, Russell Vought, más conocido por su destacado
papel en la ejecución del Proyecto 2025, que se propone purgar al museo
de «toda retórica divisiva o ideológicamente motivada», como eso de
recordar «lo mala que fue la esclavitud»,
y en su lugar presentar exposiciones y programas que «celebren el
excepcionalismo estadounidense». A principios de agosto, Trump redobló
su apuesta, tras declarar en tono amenazador en Truth Social: «He dado
instrucciones a mis abogados para que investiguen la situación en los
museos», lo que significa que va a ejercer presiones jurídicas para
obligar al Smithsonian a plegarse a su voluntad, tal como ha hecho con
las universidades.
La toma de
Washington D. C. por Trump pone de manifiesto su afición por las
maniobras efectistas y las apariencias, las bravuconadas y los
edificios, el alarde y las demostraciones de fuerza. Pero sería un error
ignorar los designios más profundos que trasuntan esos espectáculos. En
el universo MAGA, «seguro y bello» significa que los imperativos
ultranacionalistas y reaccionarios de la guerra cultural se verán
reforzados por la militarización cada vez mayor de los espacios cívicos,
en preparación para lo que Joseph Nunn, asesor del Programa para la
Libertad y la Seguridad Nacional del Brennan Center, en declaraciones a The New Republic, denominara una «guerra interna eterna». Como dijera
imperiosamente el congresista republicano James Comer a la cadena de
extrema derecha Newsmax: «Durante las últimas dos décadas, nuestro
ejército ha estado en muchos países del mundo patrullando las calles
para intentar reducir la delincuencia. Tenemos que centrarnos ahora en
las grandes ciudades de Estados Unidos, y eso es lo que está haciendo el
Presidente.» Entretanto, su colega de Tennessee, Randy Ogles, afirma
que está trabajando en un proyecto de resolución para eliminar el plazo
de validez de 30 días de la ley en virtud de la cual el mando de la
policía de Washington D. C. se ha puesto en manos del gobierno federal, y
con ello —según sus propias palabras—
otorgar a Trump «todo el tiempo y la autoridad que necesita para acabar
con la anarquía, restaurar el orden y recuperar nuestra capital de una
vez por todas.»
A mediados de
julio, el Servicio de Parques Nacionales anunció que, en cumplimiento de
la orden ejecutiva para hacer que Washington D. C. sea una ciudad
segura y bella, reinstalará la estatua de Albert Pike. En todas las
instituciones y calles de la ciudad, el gobierno de Trump sigue luchando
por dar marcha atrás al movimiento de justicia social que culminó con
las protestas y los levantamientos de 2020. La capital es un campo de
batalla clave en esa campaña de la reacción. Aunque en la actualidad se
manifieste principalmente como un «espectáculo de autoritarismo»,
no hay lugar para poner en duda, habida cuenta de los enormes recursos
destinados al ICE y a los organismos federales de seguridad, y su intensa politización partidista
de que son objeto, que cualquier explosión social que se acerque en su
escala a la de BLM se enfrentaría esta vez a una respuesta aún más
violenta y autoritaria.
La toma de
Washington D. C. no es sólo parte de una autoritaria remodelación, sino
un ensayo general para la verdadera crisis que se avecina."
(Alberto Toscano , Comunis, 21/08/25, traducción DEEPL)