"(...) En mi opinión, si quienes critican a la Unión Europea son
“euroescépticos”, entonces aquellos que la apoyan deberían llamarse
“eurocrédulos”. Y no sólo por simetría semántica, sino por ayudar a
desterrar los múltiples fetiches que rodean a una organización que,
lejos de ser benéfico guardián de las esencias europeas, es uno de sus
principales enemigos. (...)
Centrémonos en el caso español para comprobar estas afirmaciones. En
principio, la pertenencia de España a la UE siempre ha sido saludada por
los partidos dominantes y los medios mayoritarios como un sueño hecho
realidad, como la culminación del legítimo deseo de democracia, paz y
prosperidad que el franquismo había negado a este país durante décadas
de aislamiento anacrónico y forzado.
Según esta percepción, gracias a la
incorporación de 1986, España habría conseguido la modernización de su
economía y su inserción plena en los mercados europeos, la expansión y
mejora de sus infraestructuras y, por fin, la definitiva confirmación de
la democracia en el marco del capitalismo.
Y todo ello, gracias a la
generosidad de nuestros vecinos, que no sólo nos han mostrado el camino
hacia la normalización legislativa, política y social, sino que se
comprometieron desde el principio con el desarrollo de nuestro país a
través de un descomunal flujo de fondos solidarios. (...)
Lamentablemente, esta versión oficial de la historia es parcial e
incompleta. En primer lugar, hay que tener muy en cuenta el papel
periférico que la UE ha pretendido dar siempre a España dentro de la
estructura productiva del sistema capitalista europeo.
La economía
española ha sido condenada básicamente a ser destino turístico,
proveedor agropecuario y pesquero limitado y taller de producción de
automóviles para la exportación, todo ello convenientemente nutrido con
capital extranjero.
Para ello, el proceso de transformación de España se
produjo a costa de una traumática abolición de la protección comercial
en los años sesenta y setenta [2] y de un dramático y generalizado
desmantelamiento industrial conocido con el infausto nombre de
“reconversiones”.
Este proceso acabó en los primeros ochenta de raíz con
sectores enteros, como los altos hornos, la construcción naval, la
minería, la producción de electrodomésticos, y la confección de textil y
calzado, entre otros. Esto empobreció enormemente a regiones enteras,
aumentando la ya grave desigualdad territorial, y desindustrializó el
país a marchas forzadas.
Si bien es evidente que esta dinámica no fue
exclusiva de España ni de Europa, sino que se dio en buena parte de los
países centrales, lo cierto es que la incorporación a la UE sirvió como
dinamizador de ese proceso de destrucción industrial y como agravante de
la dependencia de la economía del país respecto al exterior.
Esta estrategia ha generado múltiples problemas que
han devenido estructurales. Entre ellos, destaca la dificultad para
conseguir ritmos competitivos de crecimiento de la productividad, algo
directamente relacionado con la naturaleza de la especialización de la
economía y no, como tantas veces se argumenta, con problemas formativos o
de hábitos laborales de la fuerza de trabajo.
Esta situación explica en
gran medida el elevado paro crónico que ha caracterizado la economía
española y que, no obstante, resulta funcional para mantener tasas de
incremento de los salarios suficientemente reducidas como para compensar
la debilidad de la productividad y, así, permitir que los costes
laborales unitarios sigan una senda relativamente asumible por el
capital [3]. (...)
El saldo comercial no dejó de empeorar con la entrada en la UE y, de
hecho experimentó una caída abismal a partir de 1997 hasta alcanzar su
peor dato histórico justamente diez años después, momento a partir del
cual comenzó una rápida mejora debida fundamentalmente a la caída de las
importaciones causada por el hundimiento del consumo interno y la
disminución del precio del petróleo. Por el contrario, el saldo de
servicios continuó la senda positiva iniciada en los años sesenta
gracias al incontestable (y afortunado) éxito del turismo, nuestra
especialidad.
(...) la abolición de la fluctuación de los tipos de cambio como mecanismo de
compensación y reequilibrio en situaciones de déficit comercial crónico
ha hecho que la economía española se haya visto sometida a enormes
presiones deflacionistas internas en forma de represión sobre los
salarios como única salida para poder mantener unas mínimas cotas de
competitividad.
Además, la relativa fortaleza de la moneda común en el
marco de la desregulación total del movimiento de capitales, unido al
fenómeno inducido de la burbuja inmobiliaria, atrajo enormes flujos
crediticios del extranjero, especialmente de bancos franceses y
alemanes, que alimentaron estos episodios de euforia financiera.
El
resultado ha sido catastrófico tanto en términos de crecimiento y paro
como, a posteriori, para las cuentas públicas, hasta el punto de que España ha sido directamente intervenida por la troika [6]
en términos esencialmente similares, aunque cuantitativamente menos
graves, a los de países como Grecia, Irlanda, Portugal o Chipre.
(...) la gestión tributaria ha estado sometida a los principios neoliberales
vigentes en el seno de la UE desde antes de la incorporación en 1986,
como muestra la asimilación del IVA en 1985 o las caídas continuas del
tipo nominal y efectivo del Impuesto de Sociedades. El resultado ha sido
una reducción de la progresividad en paralelo a un aumento de la
recaudación por tributación indirecta.
Del mismo modo, desde Bruselas,
Frankfurt y Washington siguen llegando reiteradas órdenes obligando al
gobierno de turno a recortar el salario indirecto y diferido en todas
sus formas, ya sea en pensiones de jubilación, prestaciones por
desempleo o servicios públicos. Asimismo, la legislación laboral ha
sufrido continuas regresiones y los sindicatos, lejos de poder aumentar
su fortaleza o consolidar su papel como agente social, se han visto
debilitados hasta extremos preocupantes.
(...) es innegable que España ha sido beneficiaria neta en
su relación financiera con la UE gracias al multimillonario flujo de
transferencias recibidas. Sin embargo, las cifras analizadas con algo
más de detalle no parecen tan decisivas como suele darse a entender.
En
total, según los datos de la balanza de pagos publicados por el Banco de
España, nuestro país ha recibido del presupuesto comunitario unos
95.000 millones de euros más de lo que ha aportado a lo largo de los
treinta años de pertenencia a la UE. La cifra es la más elevada de toda
la Unión en términos absolutos, desde luego, pero no en términos
relativos: Irlanda, Grecia y Portugal han obtenido fondos netos
equivalentes a un porcentaje mayor de sus respectivos PIB.
Además, si
consideramos este montante total con más detalle, comprobaremos que
raramente ha supuesto más de un 1% del PIB de cada año y que, de hecho,
la media anual hasta 2015 ha sido del 0,44%.
Aunque el juicio dependerá
de la percepción de cada cual, no da la impresión que esta cuantía,
similar al PIB conjunto de Ceuta y Melilla, haya sido tan determinante
como para constituir el motor del despegue de la economía española ni
tampoco como para justificar la sumisión a los preceptos de la UE.
También es importante añadir que la mayor parte de
estos fondos se han dedicado a infraestructuras de ciertos medios de
transporte no siempre idóneas para un desarrollo económico equilibrado y
sostenible, así como a determinadas ayudas a la agricultura, en cuyo
caso han ido a parar mayoritariamente a las grandes explotaciones y no a
los pequeños productores. (...)
Como conclusión, diremos que, aunque nos hemos
limitado al caso español, lo cierto es que el deterioro de la idea de la
UE es generalizado, no sólo entre los países tradicionalmente más
reacios a asumir sus postulados, como el Reino Unido o Dinamarca, sino
también entre los más “eurocrédulos”, como España. La razón está en que
las características reales del proyecto europeo se han hecho mucho más
evidentes a raíz de la crisis.
En primer lugar, es difícil negar que la UE sea un proyecto dirigido fundamentalmente por el capital en favor del capital. Todos los elementos clave del proyecto, como la desregulación, el
mercado común, los acuerdos comerciales o la moneda única, están
diseñados para favorecer la explotación, la rentabilidad, la
valorización y la acumulación, así como la centralización y
concentración del capital europeo y su competitividad exterior.
Como
consecuencia, la UE no responde a las necesidades de la clase
trabajadora, puesto que su utilidad para el capital exige una estrategia
de ajuste salarial permanente, tolerancia con el paro y creciente
precariedad laboral [8]. (...)
Así, quienes creemos en la necesaria unión de los pueblos de Europa y
del mundo para luchar por un futuro mejor vemos en la UE una institución
que debe ser impugnada en su totalidad en favor de un proceso
alternativo que, como tal, resulta incompatible con el actual." (
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