"En un vuelo en avión el pasado mes de noviembre me senté junto a una
mujer blanca, de unos cincuenta años, una profesional católica del Midwest que
me confesó a regañadientes haber votado al cuadragésimo quinto
presidente de los Estados Unidos. Decía repudiar el racismo a pesar de
estar en contra de las “cuotas” en educación y contratación.
Estas
visiones sintetizan un debate actual sobre si el apoyo a Trump se debe
más a la desposesión económica – gran parte de las clases trabajadoras y
medias sienten ansiedad y abandono en la economía global – o al
racismo, una reacción violenta blanca contra los esfuerzos por acabar
con la discriminación y la injusticia.
Este debate sin embargo
pasa por encima una confusión crucial: qué significa ser blanco y de
clase media depende de concepciones de la raza y la clase que están
históricamente entretejidas. Aunque la élite y los profesionales blancos
urbanos han mantenido su estatus cultural y social en una economía
globalizada, los empleos estables han desaparecido para mucha gente – no
sólo industriales, también posiciones directivas.
Y mientras los
empleos técnicos de alta cualificación y bien remunerados (una forma de
trabajo “intelectual”) se concentran en enclaves urbanos, el trabajo de
clase media gira en torno a trabajo de servicios con bajos salarios en
la precaria Gig Economy, esto es, trabajo temporal sin prestaciones ni seguridad. (...)
La ‘blancura’ tiene un largo historial como pilar del estatus de
clase, asegurando respetabilidad y legitimidad para aquellos que se
imaginan a sí mismos como protagonistas de la historia (blanca)
americana. Para muchos blancos, perder estatus económico implica una
profunda pérdida de identidad y pertenencia cultural – no sólo ansiedad
económica, sino también ansiedad cultural.
Puede parecer contra
intuitivo para los cristianos blancos de clase media, por ejemplo,
sentirse perseguidos cuando ellos siguen siendo una mayoría nacional y
controlan puestos en el gobierno y la dirección de empresas. Pero la
victoria de Trump (ajustada e impopular) amplifica las quejas de los
blancos desposeídos culturalmente, en un sentido antropológico amplio. (...)
Los desplazamientos económicos asociados con la globalización neoliberal
exacerban las divisiones entre los blancos urbanos y profesionales y
las crecientes capas plebeyas precarizadas, en formas que se desarrollan
tanto a través del gusto y el consumo cultural como de ansiedad
económica. (...)
Hoy día la blancura sigue estando vinculada al estatus de clase (y la
posición cultural), donde ‘blanco’ a menudo es una marca de ‘clase
media’. Los blancos pobres, por el contrario, están racialmente
marcados, denigrados por ejemplo como ‘basura blanca’ (la gente pobre de
color directamente no requiere una designación específica). (...)
Después de la crisis económica de 2008 los empleos de alta tecnología
y alta cualificación se recuperaron, así como lo hicieron los empleos
del sector servicios temporales y de baja cualificación; fue propiamente
el estrato medio el que se evaporó, dando lugar a “la transformación de
América de una economía industrial a una de servicios que ha
privilegiado la élite educada y limitado las posibilidades de movilidad
social para aquellos sin educación superior”, como subrayó la
antropóloga Kaushik Sunder Rajan.
Describiendo a los blancos que perdían
derechos, especialmente hombres, continúa diciendo: “lo que queda es un
sector demográfico que una vez fue un privilegiado social pero ahora ha
sido privado económicamente de sus derechos y que no ve oportunidades,
sólo amenazas – tanto a su subsistencia como a sus derechos – que a
menudo vienen de otros que no se parecen a ellos”.
El antropólogo
David Graeber vincula especialmente el vaciamiento de la clase media –
trabajo del conocimiento muy bien remunerados en un extremo, ‘curros’
poco fiables en el sector servicios en el otro – a la financiarización
de la economía en la cual el beneficio del negocio no viene de bienes
manufacturados, sino de instrumentos financieros (a menudo opacos).
Al
mismo tiempo, las clases directivas (los “PMC” de los Ehrenreich)
recientemente alineadas con las élites financieras reemplazan al
electorado de clase trabajadora en la política de izquierdas (como los
“Nuevos Demócratas” de Bill Clinton).
Los PMC se convierten así en el
rostro del capitalismo para las clases trabajadoras crecientemente
desposeídas, excluidas tanto de la creación de riqueza como de las
instituciones de reparto de credenciales (como las universidades)
necesarias para unirse a los escalones medio-altos. (...)
Pero finalmente, sostiene Haslett, la emoción que cosechó la campaña de
Trump no fue la ira, ni siquiera la protesta, sino la vergüenza. Y es
precisamente vergüenza lo que muchos sintieron cuando perdieron su
capacidad de subsistencia, especialmente aquellos hombres que vivieron
el desempleo como una pérdida de su masculinidad.
En su libro de 2012 El fin del hombre,
Hannah Rosin detalló las dificultades que tenían los hombres blancos de
clase media, particularmente en las ciudades empresariales, cuando los
empleos respetables se dieron a la fuga.
Ella describe esposas que
asumieron el tradicional rol de ganador-del-pan porque estaban
dispuestas a aceptar posiciones menos prestigiosas – y peor pagadas –
que sus maridos. Aunque la dominación masculina no ha desaparecido, la
explicación de Rosin captura la política de género de una economía de
servicios postindustrial que trastoca radicalmente los roles de género
tradicionales y mina la autoestima de muchos hombres. (...)
Pero las elecciones de Trump ponen al desnudo las amenazas que mucha
gente blanca percibe no sólo a su posición económica, sino a su sentido
básico de identidad y pertenencia.
La insufrible blancura de la clase media evanescente
En
el malestar general postelectoral del pasado noviembre, yo traté
desesperadamente de entender a los votantes de Trump, especialmente a
los más reacios. Mi compañera de asiento en el vuelo del avión estaba
igualmente frustrada con el estado del debate político en EEUU, y (a
pesar de haber votado una vez como demócrata) se sintió calumniada por
los liberales de la costa este.
Como alta directiva en una
institución financiera, había crecido en el rural Iowa y estaba viviendo
en la suburbana Miinneapolis. Aunque había tenido éxito
profesionalmente sin un título universitario, eventualmente obtuvo uno
auxiliar requerido para la promoción. No le gustaba Trump y se
atormentaba con el voto.
Pero odiaba más a Hillary, percibiendo a esta
candidata como irremediablemente corrupta, a pesar de su deseo porque
hubiese una mujer presidente – “solo que no ésta”. La mañana de las
elecciones, me contaba, se levantó desgarrada, pero finalmente sus
visiones pro-vida triunfaron sobre otras consideraciones –
principalmente la perspectiva de una Corte Suprema de justicia que fuese
conservadora.
De muchas maneras, ella encajaba con el perfil del votante reacio a
Trump – blanca, estable financieramente, sin titulación universitaria, y
ansiosa sobre el futuro económico de sus hijos. (...)
Estaba resentida con las familias migrantes que conocía, convencida
de que estaban teniendo “bebés para echar el ancla” en vez de vivir
según las reglas. Y se sintió censurada en sus puntos de vista por una
familia y unos colegas liberales, moviendo el dedo e imitando a una
sobrina que despreciaba sus puntos de vista sobre el feminismo y los
derechos de los homosexuales.
Este sentido de persecución refleja
el sentimiento de exclusión respecto de la clase credencializada y la
esfera cultural de las élites costeras. Los defensores de un mundo
igualitario tienen razón al denunciar la primacía de los sentimientos
blancos sobre las privaciones de los marginalizados, especialmente
porque la marginalización asegura un orden social devastadoramente
desigual.
Pero es también necesario fundamentar la pérdida de estatutos y
reconocimiento cultural percibidos – de sentir que la experiencia de
clase media blanca y cristiana se ha descentrado – en la reorganización
de la clase media y los perversos incentivos del capital global.
Contrarrestar el apoyo que recibe el nativismo y el autoritarismo en los EEUU y otros lugares significa enfrentar estos desplazamientos económicos y culturales más amplios." (Jordan Kraemer, Sin Permiso, 04/07/2017, en Counterpuch)
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