27.7.17

La emoción que cosechó la campaña de Trump no fue la ira, ni siquiera la protesta, sino la vergüenza... de un sector demográfico que una vez fue un privilegiado social pero ahora ha sido privado económicamente de sus derechos y que no ve oportunidades, sólo amenazas

"En un vuelo en avión el pasado mes de noviembre me senté junto a una mujer blanca, de unos cincuenta años, una profesional católica del Midwest que me confesó a regañadientes haber votado al cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos. Decía repudiar el racismo a pesar de estar en contra de las “cuotas” en educación y contratación. 

Estas visiones sintetizan un debate actual sobre si el apoyo a Trump se debe más a la desposesión económica – gran parte de las clases trabajadoras y medias sienten ansiedad y abandono en la economía global – o al racismo, una reacción violenta blanca contra los esfuerzos por acabar con la discriminación y la injusticia.

Este debate sin embargo pasa por encima una confusión crucial: qué significa ser blanco y de clase media depende de concepciones de la raza y la clase que están históricamente entretejidas. Aunque la élite y los profesionales blancos urbanos han mantenido su estatus cultural y social en una economía globalizada, los empleos estables han desaparecido para mucha gente – no sólo industriales, también posiciones directivas. 

Y mientras los empleos técnicos de alta cualificación y bien remunerados  (una forma de trabajo “intelectual”) se concentran en enclaves urbanos, el trabajo de clase media gira en torno a trabajo de servicios con bajos salarios en la precaria Gig Economy, esto es, trabajo temporal sin prestaciones ni seguridad.  (...)

La ‘blancura’ tiene un largo historial como pilar del estatus de clase, asegurando respetabilidad y legitimidad para aquellos que se imaginan a sí mismos como protagonistas de la historia (blanca) americana. Para muchos blancos, perder estatus económico implica una profunda pérdida de identidad y pertenencia cultural – no sólo ansiedad económica, sino también ansiedad cultural.

Puede parecer contra intuitivo para los cristianos blancos de clase media, por ejemplo, sentirse perseguidos cuando ellos siguen siendo una mayoría nacional y controlan puestos en el gobierno y la dirección de empresas. Pero la victoria de Trump (ajustada e impopular) amplifica las quejas de los blancos desposeídos culturalmente, en un sentido antropológico amplio.  (...)

Los desplazamientos económicos asociados con la globalización neoliberal exacerban las divisiones entre los blancos urbanos y profesionales y las crecientes capas plebeyas precarizadas, en formas que se desarrollan tanto a través del gusto y el consumo cultural como de ansiedad económica.  (...)

Hoy día la blancura sigue estando vinculada al estatus de clase (y la posición cultural), donde ‘blanco’ a menudo es una marca de ‘clase media’. Los blancos pobres, por el contrario, están racialmente marcados, denigrados por ejemplo como ‘basura blanca’ (la gente pobre de color directamente no requiere una designación específica). (...)

Después de la crisis económica de 2008 los empleos de alta tecnología y alta cualificación se recuperaron, así como lo hicieron los empleos del sector servicios temporales y de baja cualificación; fue propiamente el estrato medio el que se evaporó, dando lugar a “la transformación de América de una economía industrial a una de servicios que ha privilegiado la élite educada y limitado las posibilidades de movilidad social para aquellos sin educación superior”, como subrayó la antropóloga Kaushik Sunder Rajan. 

Describiendo a los blancos que perdían derechos, especialmente hombres, continúa diciendo: “lo que queda es un sector demográfico que una vez fue un privilegiado social pero ahora ha sido privado económicamente de sus derechos y que no ve oportunidades, sólo amenazas – tanto a su subsistencia como a sus derechos – que a menudo vienen de otros que no se parecen a ellos”.

El antropólogo David Graeber vincula especialmente el vaciamiento de la clase media – trabajo del conocimiento muy bien remunerados en un extremo, ‘curros’ poco fiables en el sector servicios en el otro – a la financiarización de la economía en la cual el beneficio del negocio no viene de bienes manufacturados, sino de instrumentos financieros (a menudo opacos). 

Al mismo tiempo, las clases directivas (los “PMC” de los Ehrenreich) recientemente alineadas con las élites financieras reemplazan al electorado de clase trabajadora en la política de izquierdas (como los “Nuevos Demócratas” de Bill Clinton). 

Los PMC se convierten así en el rostro del capitalismo para las clases trabajadoras crecientemente desposeídas, excluidas tanto de la creación de riqueza como de las instituciones de reparto de credenciales (como las universidades) necesarias para unirse a los escalones medio-altos.  (...)

Pero finalmente, sostiene Haslett, la emoción que cosechó la campaña de Trump no fue la ira, ni siquiera la protesta, sino la vergüenza.  Y es precisamente vergüenza lo que muchos sintieron cuando perdieron su capacidad de subsistencia, especialmente aquellos hombres que vivieron el desempleo como una pérdida de su masculinidad.

 En su libro de 2012 El fin del hombre, Hannah Rosin detalló las dificultades que tenían los hombres blancos de clase media, particularmente en las ciudades empresariales, cuando los empleos respetables se dieron a la fuga.

 Ella describe esposas que asumieron el tradicional rol de ganador-del-pan porque estaban dispuestas a aceptar posiciones menos prestigiosas – y peor pagadas – que sus maridos. Aunque la dominación masculina no ha desaparecido, la explicación de Rosin captura la política de género de una economía de servicios postindustrial que trastoca radicalmente los roles de género tradicionales y mina la autoestima de muchos hombres.   (...)

Pero las elecciones de Trump ponen al desnudo las amenazas que mucha gente blanca percibe no sólo a su posición económica, sino a su sentido básico de identidad y pertenencia.

La insufrible blancura de la clase media evanescente

En el malestar general postelectoral del pasado noviembre, yo traté desesperadamente de entender a los votantes de Trump, especialmente a los más reacios. Mi compañera de asiento en el vuelo del avión estaba igualmente frustrada con el estado del debate político en EEUU, y (a pesar de haber votado una vez como demócrata) se sintió calumniada por los liberales de la costa este.

Como alta directiva en una institución financiera, había crecido en el rural Iowa y estaba viviendo en la suburbana Miinneapolis. Aunque había tenido éxito profesionalmente sin un título universitario, eventualmente obtuvo uno auxiliar requerido para la promoción. No le gustaba Trump y se atormentaba con el voto. 

Pero odiaba más a Hillary, percibiendo a esta candidata como irremediablemente corrupta, a pesar de su deseo porque hubiese una mujer presidente – “solo que no ésta”. La mañana de las elecciones, me contaba, se levantó desgarrada, pero finalmente sus visiones pro-vida triunfaron sobre otras consideraciones – principalmente la perspectiva de una Corte Suprema de justicia que fuese conservadora.

 De muchas maneras, ella encajaba con el perfil del votante reacio a Trump – blanca, estable financieramente, sin titulación universitaria, y ansiosa sobre el futuro económico de sus hijos.  (...)

Estaba resentida con las familias migrantes que conocía, convencida de que estaban teniendo “bebés para echar el ancla” en vez de vivir según las reglas. Y se sintió censurada en sus puntos de vista por una familia y unos colegas liberales, moviendo el dedo e imitando a una sobrina que despreciaba sus puntos de vista sobre el feminismo y los derechos de los homosexuales.

Este sentido de persecución refleja el sentimiento de exclusión respecto de la clase credencializada y la esfera cultural de las élites costeras. Los defensores de un mundo igualitario tienen razón al denunciar la primacía de los sentimientos blancos sobre las privaciones de los marginalizados, especialmente porque la marginalización asegura un orden social devastadoramente desigual. 

Pero es también necesario fundamentar la pérdida de estatutos y reconocimiento cultural percibidos – de sentir que la experiencia de clase media blanca y cristiana se ha descentrado – en la reorganización de la clase media y los perversos incentivos del capital global. Contrarrestar el apoyo que recibe el nativismo y el autoritarismo en los EEUU y otros lugares significa enfrentar estos desplazamientos económicos y culturales más amplios."                        (Jordan Kraemer, Sin Permiso, 04/07/2017, en Counterpuch)

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