"«Pero la época de la caballerosidad ha pasado. La de
los sofistas y los economistas la ha sucedido, y la gloria de Europa se
ha extinguido para siempre». (Edmund Burke)
Sí, ya sé que además de un territorio que se extiende
hacia oriente, Europa es sólo una idea o ya puede que sólo un espejismo.
Una utopía en sus mejores momentos, por más que a muchos ideólogos de
la concepción bárbara de la libertad –es decir, la que se reduce al puro
ejercicio individualista del deseo y el interés, alérgica al compromiso
y la solidaridad– no le guste esa palabra, y hasta le parezca démodé.
Un fantasma para los románticos o un zombi para los distópicos posmodernos.(...)
Se me antoja, a la luz de lo expuesto en los manuales de historia, que
la Grecia de aquel entonces, como es el caso de Europa en la actualidad,
no era más que una idea. La razón de mi analogía la señala certeramente
Indro Montanelli en su Historia de los griegos: «el rasgo fundamental y permanente de los griegos fue el particularismo, que halló su expresión en las polis,
es decir, en las ciudades-estado, que no lograron jamás fusionarse en
una nación. Lo que sobre todo lo impidió fue (...) su escasa
permeabilidad».
Por eso dice el autor que no cabe una historia de Grecia
antigua, como sí cabe una de Roma. A este respecto, de Europa en
relación con aquélla puede decirse que de tal palo tal astilla; y
siguiendo con las analogías, ¿el vínculo entre la Grecia y Roma antiguas
no admite paralelismos con el reconocible entre Europa y los Estados
Unidos de Norteamérica? (...)
Pericles concreta esa herencia en los valores y las
leyes de un Estado que garantiza una vida libre a sus ciudadanos al
tiempo que fomenta el debate sobre la cosa pública conforme a derecho.
Aquí reconozco yo una de las semillas de la idea de Europa.
Yo creo que esa idea nos hace mejores. Así lo creía
José Ortega y Gasset, un europeísta convencido que puso mucho de su
parte para que esas semillas germinaran en nuestro país y dieran sus
frutos en forma de prosperidad y progreso ético.
Es el lado luminoso de
Europa que hace siete años vindicaba el filósofo Rafael Argullol en su
artículo titulado Europa cabarde, Europa libre.
Reconoce el autor en su texto que la nuestra es una civilización que se
había negado y reinventado constantemente de manera revolucionaria
«hasta el punto que, en nosotros, tradición y revolución se requerían
mutuamente y eran, casi, una misma cosa».
Así, nuestro pensamiento ha
generado un cierto «instinto» para la crítica y la autocrítica que no se
halla o está menos vivo en otras culturas. «Y creo –sostiene Argullol–,
en efecto, que este es nuestro lado luminoso, el
haz de libertad que brilla en medio de la oscuridad a la que, con tanto
afán sangriento y codicioso, hemos contribuido.
Hemos destruido mucho,
pero (...) hemos apostado con frecuencia por la libertad de conciencia,
incluso contra la omnipresente "razón de Estado" (confundida en
ocasiones con "la razón de Dios") en la que encuentran cobijo tantas
tradiciones del mundo que nos rodea». (...)
De este lado luminoso sin duda brota la gran lección
del humanismo europeo, ya sea antiguo o moderno; de la que es precioso
botón de muestra la aportación del jurista español Francisco de Vitoria,
quien, en 1539, definió el derecho a emigrar (ius migrandi)
como un derecho universal de todos los seres humanos.
Ahora bien, para
que este derecho a emigrar sea un derecho efectivo, debe ir acompañado
del derecho a asentarse libremente en otro sitio (lo que Francisco de
Vitoria enunció como accipere domicilium in aliqua civitate illorum).
Y para que sea un derecho y no una obligación debe ir acompañado
también del derecho a no emigrar; es decir, a que se respete la libertad
y la integridad y se garantice la posibilidad de desarrollo de todo el
mundo en su lugar de origen.
Frente a la luminosa idea de Europa, vástago cultural
de la luminosa idea de Atenas, su concepción gélida y burocrática parece
fortalecerse más y más favorecida por la amnesia histórica y la molicie
mental de nosotros, los actuales europeos, tan sumisos y acobardados
que en muchos Estados hemos entregado la potestad de decidir sobre
nuestro destino a personajes que fomentan la peor versión de nosotros
mismos. (...)
Lo podemos constatar en estos días con la crisis de los migrantes, en fase aguda a partir del episodio del barco Aquarius,
y la actitud adoptada por el flamante gobierno italiano. Crisis de un
problema ya crónico al que aludía hace ya la friolera de veinticinco
años Rafael Argullol, precisamente, en conversación con Eugenio Trías, y
que se halla recogida en el libro titulado El cansancio de Occidente.
Merece la pena citar por extenso el fragmento de la conversación
aludida: «Desde esta encrucijada [la construcción europea ante las olas
de inmigrantes] se apuntan, a grandes rasgos, dos caminos. El primero es
eminentemente defensivo e implica el desarrollo de lo que, con
anterioridad, he llamado el espíritu de fortaleza.
Se trata de un movimiento de defensa a partir del cual Occidente, y en
particular Europa, quiere prolongar su futuro partiendo restrictivamente
de sus raíces (...) de la superioridad del etnocentrismo practicado por
la raza blanca, de la verdad superior de la religión cristiana, de la
riqueza excluyente de la cultura occidental, de la eficacia única del
liberalismo... La insistencia de este camino unanimista entraña
naturalmente el reforzamiento de un modelo de trincheras
frente a la amenaza exterior.
Las consecuencias lógicas son el
autoritarismo defensivo y el racismo». No se puede negar que por este
camino hemos transitado un buen trecho mediante el reforzamiento de un
modelo de trincheras que tiene su plasmación física en forma de muros,
vallas y cierres de puertos (aunque con matices que en ningún caso
desdicen la tesis principal).
El reciente «acuerdo» alcanzado por los
líderes europeos en Bruselas no hace sino confirmarlo al tiempo que
evidencia la desunión de la Unión marcada por los polos norte-sur y
oeste-este.
Prosiguen Trías y Argullol: «El segundo camino supondría apostar por una Europa poliédrica,
capaz de alimentarse de sus raíces al tiempo que pusiera en cuestión el
exclusivismo unicultural de su tradición. Al abrirse a una visión
plural de su futuro, Europa debería ponerse en tensión consigo misma y,
paralelamente superar al antagonismo entre civilización y barbarie.
Éste, creo, es el camino moralmente aconsejable y el único posible a
medio plazo si quiere evitarse una conflagración de consecuencias
imprevisibles.»
Necesitamos los europeos invocar el espíritu de
Pericles y no olvidarnos de nuestra herencia histórica. Repetirnos los
unos a los otros de dónde venimos, recordarnos sin pausa que Europa ha
sido de continuo un campo de batalla hasta hace bien poco y un agente de
opresión imperialista desde su tan dañino etnocentrismo. Y convencer
deslumbrando con nuestro lado luminoso a los provenientes de otras
culturas integrándolos activamente en nuestra fraternidad cívica.
La crisis de la migración, como ya hiciera la
económica, revela a las claras la fragilidad de la construcción europea.
No es ninguna novedad.(...)
La integración económica iniciada con la creación en
1951 de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y reforzada en 1999
con el euro no ha desembocado –como se creía– en la integración
política. Más bien al contrario.
Lo expresa muy elocuentemente el
economista Daniel Cohen en su libro titulado Homo economicus, el profeta (extraviado) de los nuevos tiempos:
«Comprar coches alemanes o trajes italianos no favorece en absoluto el
sentimiento de pertenecer a una misma comunidad. Cuando la crisis causa
estragos [vale para cualquier tipo], en realidad se produce el
sentimiento contrario. La rivalidad económica aguza las rivalidades
nacionales y reabre viejas heridas que ya se creían cicatrizadas.
En
periodo de crisis el Homo economicus se vuelve amargado o incluso
negativo». Clama Cohen por un Roosevelt que le dé a Europa «el
sentimiento de una comunidad conjunta». Pero parece más bien que el
sentimiento que se extiende es el de la eurofobia y el deseo de ir cada
uno por su lado.
A fin de cuentas, la crisis de la migración es una
deriva de la crisis económica, y resultado de la creencia que parece
haberse instalado en la opinión pública de que debemos administrar con
sumo cuidado la escasez; el empleo escaso y el escaso estado de
bienestar.
La lógica de la escasez está implícita en la ley de Malthus,
que asocia el incremento de la población con la reducción de la renta
per cápita como consecuencia del reparto de unos recursos siempre
limitados (y el empleo es uno de ellos) entre un mayor número de
personas que han de compartirlos.
Ahora bien, esta lógica era válida en
un mundo totalmente dependiente de la producción agrícola, lo que no es
el caso en la actualidad. En las economías modernas la fuente principal
del crecimiento la constituye la producción de bienes no agrícolas y de
servicios, por lo que funcionan de muy otra manera.
Pero el esquema
malthusiano sigue ejerciendo una gran influencia en el pensamiento de
muchos ciudadanos que se enfrentan angustiados a la escasez de empleos.
Su fuerza reside en su sencillez; parece de sentido común: para resolver
el problema del paro, reduzcamos el tamaño de la población activa o/y
compartamos el trabajo disponible. En consecuencia, cerremos nuestras
fronteras a cal y canto para que no vengan a «robarnos lo que es
nuestro».
Desde los populismos se llega incluso a lanzar
mensajes rayanos en lo «conspiranoico» al insinuar que la inmigración es
un arma en manos de los poderes del capital y la gran empresa para
bajar los salarios. Nada más lejos de la realidad a decir de Pierre
Cahuc y André Zybelberg, economistas franceses, autores del libro
titulado El negacionismo económico, recientemente
publicado en castellano.
Ambos reivindican el valor del componente
empírico a la hora de dar con las explicaciones más verosímiles de los
fenómenos económicos y sus efectos sociales y políticos asociados.
Ellos
aducen como falsación del prejuicio malthusiano aplicado al empleo lo
ocurrido en Miami a raíz de la avalancha migratoria de 1980, cuando
ciento veinticinco mil cubanos salieron del puerto de Mariel hasta que
fue cerrado por las autoridades de la isla. La mitad del contingente se
estableció en Miami, lo que supuso un aumento del siete por ciento de la
población activa. Es como si hubiese llegado de repente un millón y
medio de personas a España.
El caso es que los datos dicen que aquella inmigración
masiva de cubanos fue absorbida sin efectos negativos para los
residentes: sin reducción de salarios ni incremento del paro para los
trabajadores residentes poco cualificados.
En Europa merece atención el
caso de Austria, que acogió a 100.000 refugiados bosnios entre 1992 y
1995, sin apenas efecto en los salarios y el empleo en la población
autóctona; hoy, como se está constatando a través de las negociaciones
europeas dirigidas a decidir cómo afrontar el problema migratorio, el
gobierno de Viena es uno de los más duros junto con el italiano en su
posición al respecto, siendo Italia uno de los países europeos que más
cantidad de emigrantes ha enviado, sobre todo a América.
Concluyen Cahuc y Zybelberg: «Los estudios dedicados a
los efectos de la inmigración contradicen manifiestamente la idea de
que el incremento de la población en edad de trabajar rebaja
sistemáticamente los salarios y crea paro». Porque la lógica malthusiana
no es aplicable a las economías industrializadas, donde la clave
consistiría en la rápida adaptación de los medios de producción y de su
legislación al coste del trabajo.
Qué paradójico se me antoja que Europa, la cuna del
pensamiento científico, siga presa en las deliberaciones políticas que
han de decidir su destino de prejuicios irracionales que carecen de base
empírica. Otro síntoma –puede ser– de la actual demencia senil que
padece esta dama decadente, y que se manifiesta en su opinión pública,
incapaz de distinguir entre utopía y realidad, coqueteando en ocasiones
con el delirio (el caso paradigmático de Cataluña o el Brexit),
al desvincularse tanto de las realidades humanas perdurables ya sea en
política, en los medios de comunicación o en los negocios.
Se hace menester recordar; puede ser doloroso, pero ya
que esta Europa senil es incapaz de hacerlo, recordemos nosotros por
ella, evitando la idealización y abominando del lastre moral del «todo
tiempo pasado fue mejor». Sea no por ella, sino por la humanidad. Porque
ella ha sido tan importante para la humanidad... Para bien y para mal.
Ya hemos tenido tiempo y ocasiones de sobras para despertar del sueño
del final de la historia –Fukuyama dixit–. La
historia ha vuelto y en este momento somos testigos de su retorno.
¿Seremos capaces de afrontar sus habituales conflictos incontrolables,
elecciones trágicas e ilusiones perdidas?"
(José María Agüera Lorente, catedrático de filosofía de bachillerato, Rebelión, 03/07/18)
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