"(...) El MAS es en este sentido un caso peculiar en Occidente: un partido
de base campesina, incluso más que estrictamente indígena, que se
expande hacia las ciudades y va irradiando una hegemonía nacional.
Construido en primera instancia como un “instrumento político” de las
organizaciones campesinas e indígenas, este nuevo partido sui generis
atrajo a antiguos izquierdistas —que, tras la crisis de la izquierda de
los años ochenta, se habían refugiado en ONG y habían centrado su
trabajo en el campo—, y articuló un programa que combinaba el
nacionalismo popular con un indigenismo a geometría variable adecuado
para los nuevos tiempos de “reemergencia indígena”.
El MAS conquistó
alcaldías rurales y diputaciones y, desde 2002 se fue transformando en
un partido clave en el ámbito político nacional bajo el liderazgo de Evo
Morales, quien obtuvo de manera sorpresiva el segundo lugar en las
elecciones presidenciales de 2002.
Nacía el evismo
La
llegada de Evo Morales al Palacio Quemado hace 14 años tuvo un carácter
épico: obtuvo el 54% de los votos (nadie desde la restauración
democrática de 1982 había logrado pasar del 50%), juró su cargo como
presidente constitucional en el Congreso y “presidente de los indígenas
de América” en las ruinas precolombinas de Tiwanaku, y su poder tenía
una doble fuente de legitimidad: los votos y la movilización popular en
las calles.
Este doble carácter, presidente “excepcional” y presidente
constitucional, marcó toda su presidencia (Stefanoni, 2019). Por primera
vez, las clases medias urbanas habían votado por un campesino
(acompañado en el binomio por el intelectual y exguerrillero Álvaro
García Linera) como producto de su propia crisis como élite. Pero este
voto, aunque numeroso, siempre sería condicionado.
Desde el Palacio Quemado, Morales puso en marcha un sistema económico que combinó estatismo con prudencia macroeconómica. Desde que ganó las elecciones, el nuevo presidente buscó no terminar como el último gobierno de izquierda en Bolivia hasta entonces, el de Hernán Siles Zuazo, que acabó con una hiperinflación. Y este “trauma de la híper” explicó la prudencia macro- económica de Morales, quien mantuvo durante sus 14 años de gobierno al mismo ministro de Economía, Luis Arce Catacora, quien solo dejó el cargo temporalmente por problemas de salud.
Desde el Palacio Quemado, Morales puso en marcha un sistema económico que combinó estatismo con prudencia macroeconómica. Desde que ganó las elecciones, el nuevo presidente buscó no terminar como el último gobierno de izquierda en Bolivia hasta entonces, el de Hernán Siles Zuazo, que acabó con una hiperinflación. Y este “trauma de la híper” explicó la prudencia macro- económica de Morales, quien mantuvo durante sus 14 años de gobierno al mismo ministro de Economía, Luis Arce Catacora, quien solo dejó el cargo temporalmente por problemas de salud.
Las
primeras medidas de Morales plasmaron la agenda social construida en las
calles desde 2000: convocatoria a una Asamblea Constituyente para
“refundar” el país y nacionalización del gas y del petróleo. En el mes
de la nacionalización (mayo de 2006) su popularidad superó, según las
encuestas, el 80%. Entre 2006 y 2009 el proceso político estuvo marcado
por los enfrentamientos con la “oligarquía” agroindustrial de Santa
Cruz. La oposición de derecha actuó de forma territorializada y se
concentró en el este y sur del país —el área no andina—, desde donde
trató de resistir los cambios nacionalistas populares impulsados por el
gobierno.
Pero el regionalismo se enfrentó a una serie de derrotas
y aunque logró mantener el control político de varias regiones
orientales, Evo Morales logró triunfos electorales aplastantes en todo
el país. Así, en 2008 fue ratificado con el 67% de los votos en un
referéndum revocatorio; en 2009 fue reelegido con el 64%. La nueva
Constitución se aprobó con más del 50%. Entre 2009 y 2014 se asistió a
un periodo marcado por la hegemonía del MAS —con dos tercios del
Congreso—. En todo ese tiempo, el “evismo” logró también expandirse
hacia el oriente. La estrategia de cooptar a los “eslabones débiles” de
las derechas locales comenzó en 2006, pero se profundizó en ese periodo.
Finalmente, la segunda reelección en 2014 marcó una etapa de
“despolarización” al calor del éxito económico, en cuyo marco Morales
triunfó incluso en la esquiva Santa Cruz.
El modelo económico
consistió, en palabras del periodista y escritor Fernando Molina, en el
control esta- tal de las riquezas estratégicas (sobre todo de
hidrocarburos) y gran parte de los servicios públicos, un pacto de no
agresión con la economía informal y relaciones de beneficio mutuo con la
banca y la agroindustria (Molina, 2019). Pero, claramente, aunque se
beneficiaron del crecimiento económico (alrededor del 5% anual durante
la casi década y media evista), los sectores medios nunca se sintieron
incluidos en un gobierno con fuerte tonalidad campesina.
Eso no quita
que, entre los sectores indígenas, a menudo se apelara a la figura del
“entorno blancoide” para salvar a Morales de las críticas: de hecho, la
mayoría de los ministros eran de clase media urbana, aunque de manera
más amplia había un “control” campesino y plebeyo de varias dinámicas
del proceso político y se apeló muy poco a una forma meritocrática de
selección del personal estatal, con la excepción quizá del área
económica, además del hecho de que la cabeza del Estado era un indígena
(Stefanoni y Molina, 2019).
Sin duda, en este periodo, Bolivia
también avanzó en la descolonización (debilitamiento de los mecanismos
que mantuvieron a los indígenas en una situación de dominación de los
criollos). Pero esto no se procesó en la clave que imaginaron algunos
pensadores “radicales”, quienes conciben lo indígena como pura otredad,
sino más bien como ruptura de techos de cristal en la política y en la
economía.
La arquitectura andina de El Alto, con sus cholets (mezcla de las
palabras chalet y cholo), podría ser un buen ejemplo visual. Otro
ejemplo es el mayor acceso de los hijos de comerciantes aymaras a
universidades privadas de prestigio, como la Católica de La Paz. Otro,
la incorporación de comerciantes aymaras en redes globales que llegan
hasta China.
La compra a China del satélite Tupak Katari o el
impresionante teleférico entre El Alto y La Paz son grandes obras que
sintetizan el imaginario del “gran salto adelante” que anidaba en la
visión de país de Morales y que sin duda tenía mucho de ilusión
desarrollista. El énfasis en la macroeconomía y sus cifras, sin duda
importantes, terminó por ocluir algunos debates más generales sobre el
horizonte del país. Lo cierto es que, pese a la reducción de la pobreza,
la salud siguió siendo una asignatura pendiente, la dinámica
extractivista no permitió crear empleos de calidad y la vida siguió
siendo precaria para muchos bolivianos.
2016: punto de inflexión
Con
el paso del tiempo, la lógica antipluralista del MAS —que, gracias al
voto popular, controlaba dos tercios del Congreso— comenzó a enfrentar
mayor resistencia por parte de los sectores medios urbanos, al tiempo
que comenzaron a tener más predicamento visiones que mostraban al
gobierno como un conjunto de camarillas y a las organizaciones sociales
como correas de transmisión del Estado, atadas por lazos clientelares y
por dirigencias burocratizadas.
Y varios ministros eran particularmente
resistidos, como el de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, visto como
una suerte de monje negro del régimen. A su vez, muy pocos en el MAS,
incluido Morales, parecían imaginar la posibilidad de una salida no
catastrófica del poder, es decir, de entregar el mando a otra fuerza en
virtud de una derrota electoral “normal”, aunque las comparaciones con
Venezuela por parte de la oposición resultaban a todas luces exageradas.
En ese marco se produjo el referéndum del 21 de febrero de 2016, convocado por el gobierno con la finalidad de habilitar la reelección presidencial indefinida. Pese al triunfo de Morales a fines de 2014, con más del 60% de los votos, el “sí” fue derrotado por el 51,3% frente al 48,7% (y solo se impuso en tres de los nueve departamentos). Bolivia es un país tradicionalmente antireeleccionista, donde quienes intentaron quedarse en el Palacio Quemado terminaron mal, pero Morales había logrado debilitar esa “ley de hierro”... hasta 2016. (...)
En ese marco se produjo el referéndum del 21 de febrero de 2016, convocado por el gobierno con la finalidad de habilitar la reelección presidencial indefinida. Pese al triunfo de Morales a fines de 2014, con más del 60% de los votos, el “sí” fue derrotado por el 51,3% frente al 48,7% (y solo se impuso en tres de los nueve departamentos). Bolivia es un país tradicionalmente antireeleccionista, donde quienes intentaron quedarse en el Palacio Quemado terminaron mal, pero Morales había logrado debilitar esa “ley de hierro”... hasta 2016. (...)
Pero para comprender la dinámica más amplia del declive del gobierno, es
necesario prestar atención a los conflictos que atravesaron
recientemente regiones y sectores sociológicamente cercanos a Evo
Morales: Potosí, un bastión del MAS, se enfrentó al gobierno en los
últimos años por considerar que sus demandas no habían sido atendidas, e
incluso que el presidente se burlaba de ellas, o que el litio, el nuevo
recurso estrella de Bolivia, no los beneficiaría suficientemente de
acuerdo con los esquemas de explotación definidos desde La Paz; por
estas razones desde hace varios años ha habido diversas movilizaciones,
incluyendo fuertes bloqueos de rutas.
También cabe mencionar el largo
conflicto en la emblemática región aymara de Achacachi —por razones
también locales— o el enfrentamiento del gobierno con una parte del
movimiento de cultivadores de coca de los Yungas. En todos estos casos,
se superponen dos elementos clave para entender Bolivia y su
inestabilidad: el corporativismo y el regionalismo como fuente de
conflictividad política y social. (...)
Y a estos conflictos se sumaron otros de carácter urbano, como el
larguísimo enfrentamiento del gobierno con los médicos o con la
Universidad Pública El Alto (UPEA) y la Universidad Mayor de San Andrés,
en La Paz, cuyo rector, Waldo Albarracín, fue un activo militante por
la salida de Evo Morales del poder.
Un segundo elemento es la
erosión del capital político y moral del MAS. Sus militantes suelen ser
considera- dos “buscapegas” —buscadores de cargos en el Estado— y sus
gobiernos locales contrastaban en legitimidad con el nacional en manos
de Mo- rales y García Linera (Stefanoni y Do Alto, 2010). Desde su
fundación, el MAS no logró gestión exitosa alguna —“mostrable”— ni en el
nivel municipal ni en el departamental.
Esto explica, por ejemplo, que
pese a que Morales tenía en la ciudad de El Alto, colindante a La Paz,
un apoyo cercano al 80%, la alcaldía quedó en manos de Soledad Chapetón,
una candidata de origen aymara que pertenece a una fuerza de
centroderecha; o que en el departamento de La Paz, otro bastión de
Morales, su candidata a gobernadora fuera derrotada a manos del también
aymara y opositor Félix Patzi. (...)
El 27 de noviembre de 2017 es una fecha clave en esta historia. Ese
día, el Tribunal Constitucional Plurinacional habilitó a Morales con el
argumento de que el Pacto de San José de Costa Rica, que está por encima
de la Constitución de Bolivia, garantiza el derecho a elegir y ser
elegido como parte de los derechos políticos de los ciudadanos.
El fallo
volvió a crispar la política en Santa Cruz, donde la derrota de la
dirigencia regionalista en 2008 había llevado a gran parte de la élite
económica y política a pactar con el MAS. Ahora, de la mano de un nuevo
liderazgo, el Comité Cívico pro Santa Cruz —una entidad que agrupa a las
fuerzas vivas de la región con hegemonía empresarial—, con el
empresario Luis Fernando Camacho a la cabeza (en ese entonces de 38
años), impulsó el movimiento antireeleccionista que contaba con una
fuerte base juvenil.
Más recientemente, los incendios de la Chiquitanía y
la negativa de Morales a declarar el desastre, contribuyeron a
erosionar la imagen presidencial, aunque también a reactivar una suerte
de xenofobia local al acusar a los campesinos “collas” migrantes de ser
los responsables. Camacho, con un estilo histriónico y un discurso
conservador, se postuló como el artífice de la “liberación de Bolivia”,
para lo cual blandía una biblia y decía que Dios volvería al Palacio de
Gobierno.
Fue así que llegaron las elecciones del 20 de octubre de
2019, en las que Morales necesitaba el 50% o bien el 40% con 10 puntos
de diferencia sobre el segundo lugar para evitar una riesgosa segunda
vuelta. El expresidente Carlos Mesa se benefició de la decisión del
cabildo cruceño (una instancia de participación local) que, en medio de
multitudinarias movilizaciones, decidió promover el voto útil para
forzar el balotaje.
Esa noche, la suspensión de la transmisiónn de
resultados electorales preliminares (TREP), con guarismos que anunciaban
balotaje, puso en estado de movilización a la oposición, que ya tenía
preparada la denuncia de fraude para cualquier escenario en el que
Morales se impusiera en primera vuelta, algo que entonces adquirió dosis
de verosimilitud. Las diferentes explicaciones oficiales sobre las
razones de la interrupción junto con varias denuncias de integrantes de
tribunales electorales, tanto del nacional como de los departamentales,
no hizo más que alimentar una ola de protestas en demanda de una segunda
vuelta, con Carlos Mesa a la cabeza. En el escrutinio final Evo
Morales, superaba a Mesa por 10,5 puntos y obtenía algo más del 47%. (...)
Y es en ese momento que comenzó una serie de movilizaciones, bloqueos
y paros cívicos que radicalizaron la situación, sacaron del centro del
tablero a Mesa y ubicaron en su lugar a Camacho, quien no se había
candidateado a nada el 20-O. El dirigente cruceño se animó incluso a
viajar a La Paz con una “carta de renuncia” para que Morales la firmara.
En
medio de un in crescendo en las protestas, entró en escena la Policía:
un amotinamiento en Cochabamba no tardó en extenderse a los nueve
departamentos, y ya eran evidentes los vínculos entre Camacho y los
policías. En ese clima, Morales y García Linera decidieron trasladarse
al Chapare, donde los campesinos cocaleros bloquearon los accesos al
aeropuerto y las rutas para proteger a su principal dirigente.
Pero esa
decisión tenía un fuerte contenido simbólico: como en el cierre de un
círculo, Morales volvía al punto de inicio, al sitio desde donde había
nacido en la política y, en condiciones extremadamente difíciles debido a
la represión militar contra los cultivadores de coca, había saltado al
Parlamento y luego a la Presidencia. Mientras tanto, Camacho se aliaba
con Marco Pumari, líder del Comité Cívico de Potosí, y lograba un
triunfo simbólico: mientras que en 2008 —y después— la élite cruceña era
denunciada como separatista, ahora el cruceño Camacho se presentaba, al
abrazar a Pumari, como el campeón de la unidad nacional contra un Evo
que “dividía a los bolivianos” solo para “quedarse en el poder”.
La
decisión del gobierno de movilizar a sus bases en lugar de usar la
fuerza pública alimentó los enfrentamientos entre civiles. Los primeros
tres muertos fueron de la oposición y se transformaron en un estandarte.
Luego se desató la violencia contra los oficialistas, incluyendo la
quema de casas de ministros, que comenzaron a renunciar en cadena. El 10
de noviembre sectores mineros y la Central Obrera Boliviana (COB)
pidieron la renuncia del presidente.
Finalmente, los militares le
“sugirieron” lo mismo, lo que daba a la situación fuertes tonalidades de
golpe de Estado. Fortaleciendo esa imagen, la noche de la renuncia de
Morales Camacho recorrió La Paz subido a un carro policial vitoreado por
los uniformados y por manifestantes opositores.
De este modo, lo
que comenzó como un conjunto de movilizaciones multisectoriales por un
conteo transparente de los votos concluyó en las renuncias del
presidente, el vicepresidente, la presidenta del Senado y el presidente
de la Cámara de Diputados, y, poco después, en un gobierno interino a
cargo de la senadora opositora Jeanine Áñez, cuya banda presidencial se
la colocaron los militares; todo ello al margen del Parlamento en el que
el MAS tiene dos tercios de las curules
. El gobierno interino, con
fuerte presencia de cruceños, fue rápidamente reconocido por el Tribunal
Constitucional, el mismo que avaló una nueva postulación de Evo
Morales, saltándose el referéndum de 2016 y la Constitución, y las
nuevas autoridades no ocultaron sus ansias de destruir material y
simbólicamente los pilares del “régimen” anterior.
Resulta más
opaco el papel de los militares. Es claro que, si decidían sostener al
presidente, debían reprimir el motín policial —como ocurrió en 2003,
cuando policías y militares se enfrentaron a balazos en la Plaza Murillo
de La Paz— y no parecían muy ansiosos por hacerlo. Pero también es
posible pensar que el vínculo entre militares y gobierno era menos
orgánico de lo que muchos pensaban, y que los militares quizá no pasaron
de ser una organización corporativa más, con simpatía por algunas
medidas nacionalistas y dispuestas a capitalizar su apoyo a Morales en
términos de beneficios materiales (presupuestos y algunos cargos, por
ejemplo embajadas), pero muy alejadas del cordón umbilical que en
Venezuela une al madurismo con las Fuerzas Armadas.
Sin duda, la crisis boliviana corrió nuevamente el péndulo hacia la
derecha y los artífices de este cambio han sido los sectores medios
urbanos. Hubo instancias para evitar un agravamiento de la crisis —antes
de renunciar, por ejemplo, Morales propuso nuevas elecciones—, pero
allí los moderados ya no tenían peso o no se animaron a jugar sus cartas
y los radicales ya estaba decididos a ir “por todo”.
Tras ocupar el
poder, la presidenta interina junto con varios de sus ministros
alentaron un discurso de diabolización del MAS que, con el apoyo de la
mayor parte de los medios de comunicación, fue presentado como una horda
de vándalos y terroristas. La decisión de la nueva ministra de
Comunicación, la periodista Roxana Lizárraga —la misma que amenazó a los
“periodistas sediciosos”— de mostrar el departamento presidencial a la
prensa para que viera los “lujos de jeque árabe” del presidente
derrocado, aunque estaba bastante lejos de ello, muestra una voluntad de
construir un relato capaz de resignificar los 14 años de Morales —que
incluyeron varios éxitos significativos, entre ellos la estabilidad
económica y la inclusión social— como una tiranía corrupta que solo
buscaba eternizarse en el poder. Mientras, no se dudó en utilizar a las
Fuerzas Armadas —eximidas por decreto de responsabilidades penales
futuras— para reprimir las protestas. La lucha que se avecina será por
el relato, por la interpretación de esta década y media que pasó.
La
situación iba mostrando que ni Morales, desde México, podía lograr un
levantamiento popular masivo (los focos de resistencia eran limitados)
ni el gobierno podía pasarse de la raya con su “contrarrevolución” (como
se vio con la reacción de El Alto ante la quema de algunas banderas
indígenas2). Un sector del MAS, articulado por la nueva presidenta del
Senado Eva Copa y otras figuras del partido, se alejó entonces de
Morales y de sus compañeros de exilio, partidarios de seguir las
movilizaciones. Y el gobierno se avino, a su vez, a buscar una
convocatoria a elecciones mediante el Congreso, mayoritariamente en
manos del MAS, sellada finalmente en una foto en la que aparecen Copa y
Áñez. Otra diferencia con Venezuela, señalada por Molina: el mayor
pragmatismo político de los bolivianos.
Ahora se abre un nuevo proceso en el que las disputas se dirimirán en las urnas, en unas inéditas elecciones en las que ya no participarán Morales ni García Linera. Camacho y Pumari no descartaron presentarse y habrá que ver si logran traducir su convocatoria en las calles en capital electoral. A su vez, Mesa presumiblemente intentará presentarse como una figura moderada, cuya promesa será evitar que el péndulo gire demasiado a la derecha como reacción conservadora a la casi década y media de gobiernos del MAS.
Evo Morales, desde México, en sus numerosas entrevistas
parece invadido por la melancolía y por una ponderación exagerada de la
resistencia social. Esto posiblemente complique la principal tarea que
enfrenta el MAS: reconstruir su prestigio, hoy erosionado tras las
denuncias de fraude pero también por la efectividad de gran parte de la
intelectualidad de clase media por presentar el proceso actual como una
“revolución democrática”, ocultando las tendencia restauradoras y los
riesgos que implican figuras radicales como la de Camacho, que parece
aspirar a ser un Bolsonaro a la boliviana.
En cualquier caso, hay que
mirar hacia un joven campesino, formado por Morales como su sucesor como
dirigente cocalero: Andrónico Rodríguez, de 30 años. ¿Será también un
sucesor político? Ahí yace el dilema del MAS: poner a los más “leales” y
atrincherarse en la Bolivia rural o tratar de recuperar su influencia
urbana. En cualquier caso se abre una incierta transición post-Evo. Y
las cosas no son más claras del lado del variopinto espacio hasta ahora
opositor, que, en caso de llegar a la presidencia, podría enfrentarse a
nuevos ciclos de inestabilidad política." (Pablo Stefanoni
, Sin Permiso, 30/11/2019)
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