"(...) Durante los casi últimos tres meses el virus ha paralizado en
gran medida el sistema capitalista. Ahora que hemos salido del
confinamiento estricto y empezamos a recuperar algo parecido a la
normalidad, ¿cree que hemos aprendido alguna lección y, sobre todo,
alguna que se traduzca en cambios políticos y sociales?
No sé, creo que a nivel individual, muchas personas sí han descubierto
las ventajas de esa paralización del sistema. Otra cosa es saber si esas
voluntades dispersas pueden constituir algún tipo de sujeto colectivo
capaz de mantener el freno sobre el sistema.
Naturalmente que ha habido
nuevos elementos de estrés para mucha gente (ERTEs, paro, vivir el
confinamiento en condiciones de angostura y de conflicto) pero creo que,
en general, el efecto descongestivo que ha tenido el parón sí se ha
traducido en la percepción por parte de los sujetos individuales de
hasta qué punto lo que era patológico era la normalidad de la que
procedíamos.
Hemos descubierto que el confinamiento en algún sentido nos
proporcionaba mucha más libertad que una vida social, económica, y
diría que cultural, caracterizada por una falsa tensión dramática. Para
mí uno de los grandes misterios y grandes sorpresas ha sido ver lo
fácilmente que ha sobrellevado la sociedad española un mundo sin fútbol.
Puede parecer anecdótico pero las noticias deportivas eran un poco el
modelo de un sistema mediático y cultural en el que se estaba
imprimiendo permanentemente una falsa tensión dramática, que cada día
trajese algo nuevo, muchas cosas nuevas. Y una sociedad en la que todo
es acontecimiento es un mundo en realidad sin acontecimientos. Esta
descongestión ha servido para que distingamos lo que es un
acontecimiento de lo que no lo es. Se puede vivir sin esa necesidad de
estar viviendo permanentemente algo nuevo, algo intenso, algo dramático,
algo en lo que se decide el mundo.
Algunos hemos podido vivir el confinamiento como esa
oportunidad, pero ¿cómo se establecen alianzas con aquellas personas que
lo han vivido en infraviviendas, en situaciones de mucha precariedad,
en ERTE, teniendo que salir a trabajar, sufriendo una represión policial
que además ha ido por barrios?
La primera pregunta es saber si hay alguna experiencia común, porque
si no la hay, si realmente el abismo vital, vivencial, es tan grande que
ni siquiera nos podemos poner de acuerdo sobre lo que hemos vivido,
entonces no hay ninguna posibilidad. Yo diría que sí que ha habido una
experiencia vivencial común más allá de estas diferencias terribles,
sociales, de clase, económicas.
Ha habido una experiencia vital común
ligada al estado de excepción, no hablo del estado de alarma, sino de
este estado de excepción antropológico que todos, incluso los que lo han
vivido en peores condiciones, hemos compartido. Todo estado de
excepción, una guerra, una revolución o incluso un eclipse de sol, tiene
algo que sacude emocionalmente de manera colectiva. Se produce un
cambio en el marco de la sensibilidad colectiva. Me preocupa más lo
otro, la desproporción entre esa experiencia común y la capacidad para
construir un sujeto colectivo a partir de ella.
En una situación que, de
origen, no era particularmente halagüeña o esperanzadora y en la que
incluso los sujetos colectivos organizados, como el feminismo o el
ecologismo, se han quedado muy opacados y curiosamente no han salido
favorecidos de esta experiencia. La pregunta es cómo se convierte la
sensibilidad común en política común.
No tengo la menor respuesta. Veo
más fácilmente los peligros que las posibilidades de construcción de
alternativas. Sí veo, aunque sea algo derrotista describirlo así, que
toda crisis también fragiliza a las élites dirigentes, las divide,
revela sus grietas y sus conflictos. Como tienen más medios y más
recursos van a tener siempre más facilidades para aprovechar esta
oportunidad, pero que hay que intentar aprovechar esa fisura, ese
disenso entre las élites dirigentes, y eso implica organizarse lo
suficiente como para ejercer alguna presión.
Sorprende lo que plantea de que el feminismo y el ecologismo
se han visto opacados en esta crisis cuando algunas de las cosas que
esta ha sacado a la luz son, por un lado, la centralidad de los cuidados
y, por otro, la relación que puede existir entre la expansión de este
tipo de virus y la destrucción de la naturaleza.
Sí, eso es lo más preocupante. Es la sensación de que, al contrario
de lo que se podría esperar y necesitamos que ocurra, no se ha
establecido una relación experiencial, inmediata, dramática y trágica,
que tampoco habíamos establecido antes, aunque había un movimiento
incipiente en esa dirección, entre capitalismo y cambio climático.
Incluso a nivel muy banal, ha habido más bien la esperanza de que el
cambio climático y las altas temperaturas sirvieran para acabar antes
con el virus.
Y, respecto al feminismo tampoco estoy seguro de que la
percepción repentina y dramática de la fragilidad del cuerpo se haya
traducido, o al menos de una manera inmediata, en un consenso mayor
dentro de un feminismo ya minado por divisiones muy ‘izquierdistas’
entre ‘facciones’ y ‘corrientes’ y que, en el marco de la pandemia, ha
recibido golpes bellacos por parte del neomachismo de la derecha, cebado
ideológicamente en la marcha del 8 de marzo.
Durante el confinamiento también hemos experimentado, y aún
experimentamos, emociones, muy generalizadas, como el miedo, la
angustia, la incertidumbre, ansiedad. ¿Es posible construir desde ahí
propuestas políticas y sociales progresistas?
Hay que distinguir varias cosas. Para mucha gente el confinamiento ha
sido fuente de estrés. Y el estrés y la ansiedad no son vectores de
construcción de alternativas progresistas. Pero si hablamos de angustia,
de miedo y de dolor, a lo mejor sí, porque creo que uno de los rasgos
que caracterizaban esa anormalidad patológica de la que veníamos era
precisamente la reclamación, la exigencia, de una seguridad total.
Lo
que se traducía en una medicalización, psiquiatrización, de todas las
experiencias adversas de la vida. Ahora todos hemos vivido un miedo que
no teníamos que reprocharnos: el miedo a morirnos, ese que habíamos
olvidado radicalmente. A través de los psicofármacos, de las drogas y de
la industria del entretenimiento, llevábamos muchos años viviendo al
margen del miedo a la muerte.
Habíamos aceptado como un derecho
inalienable de nuestra condición de blancos europeos el derecho a la
inmortalidad. Creo que, a partir de esa forma de miedo, sí que se puede
construir una alternativa progresista. Lo que no era en absoluto
progresista era la negación de la mortalidad, la ilusión de la
invulnerabilidad, el imperativo de la felicidad.
Es decir, los ejes en
torno a los cuales estábamos construyendo vidas que, por debajo, eran
constantemente erosionadas por la precariedad laboral, por las
dificultades de llegar a fin de mes, por ese estrés del falso
acontecimiento permanente. Así que creo que no está mal entrar
radicalmente en contacto con algo que tiene que ver con nuestra
condición humana. Y esto es muy político. Como civilización, el
capitalismo lo que ha estado haciendo es ocultar, e incluso negar, a
veces, nuestra condición humana. Que reaparezca es una primera
plataforma de resistencia.
¿Este descubrimiento, en Occidente, de nuestra corporalidad,
nuestra vulnerabilidad, podría llevarnos a la empatía hacia esos otros a
los que hasta ahora solo considerábamos cuerpos? ¿O por el contrario,
llegar a legitimar la defensa de nuestros cuerpos cueste lo que cueste,
por ejemplo, el asesinato de esos otros en nuestras fronteras?
Pueden ocurrir las dos cosas y simultáneamente. Antes lo que había
era un combate entre imágenes y cuerpos y estos siempre estaban fuera,
en otros países, en Siria bajo las bombas, en Libia tratando de coger
una patera, intentando entrar por la frontera turca, en México tratando
de cruzar un muro.
Ahí había cuerpos que se quedaban enganchados en las
vallas. Y además aparecían como cuerpos amenazadores. Veíamos con alivio
que no consiguiesen entrar. Y si lo conseguían, los veíamos claramente
como amenazas. La más extrema, la amenaza terrorista, el cuerpo que se
hace estallar en una plaza pública. Por lo tanto, antes éramos imágenes
amenazadas por cuerpos. De pronto, el coronavirus nos asimila a todos.
Todos ya somos cuerpos.
Y además de una manera muy paradójica, porque
nosotros mismos, como potenciales portadores del virus, somos también
cuerpos amenazadores. Por decirlo de una manera un poco demagógica y
provocativa, hemos descubierto que nosotros también llevamos un
terrorista dentro. El descubrimiento de que somos amenazadores es el
verdadero descubrimiento de la corporalidad. Y eso da fragilidad, lo que
puede traducirse en criminalización del otro, soy frágil porque el otro
me amenaza. Pero, en este caso, la fragilidad está asociada al
descubrimiento de uno mismo como fuente de amenaza para el otro.
De esa
conjunción podría y debería salir una verdadera revolución en términos
de relación con los otros. No va a salir, me temo, porque veníamos de un
mundo en el que se nos había convencido de que estábamos a cubierto de
cualquier amenaza y va a haber, hay, una reclamación muy fuerte de
seguridad total, de un sector de la población. Y, sobre todo, hay grupos
políticos orientados a generar la ilusión de que ellos sí pueden
devolvernos esa seguridad. Es muy fácil que en estos momentos de miedo
acabemos negando esa parte amenazadora que hay en nosotros, por la que
somos realmente cuerpo. Y que, reclamando una seguridad total,
criminalicemos más aún al otro.
Como decía, el coronavirus nos ha convertido a todos en
sospechosos, a nuestros cuerpos en agentes contaminadores. ¿Qué impacto
puede tener esto en nuestra vivencia de la amistad, la familia, nuestra
relación con los demás, conocidos o desconocidos?
Es difícil valorarlo porque los seres humanos somos capaces de
convertir en costumbre cualquier cosa. No sé qué me da más miedo en
estos momentos. Si que vuelva a convertirse en una costumbre el estrés
social que iba acompañado obviamente de mucha irresponsabilidad corporal
o que al final acabemos interiorizando de tal manera la necesidad de
defender a los otros de nuestros propios cuerpos que acabemos negándonos
a tocar. Esta amenaza ha estado muy presente.
Éramos muy sociables y
nos tocábamos mucho, pero, al mismo tiempo, vivíamos ya en un
confinamiento tecnológico que era compatible con esa hipersociabilidad
corporal. La imagen que puede resumir la conjunción de estos vectores es
la de una terraza de un bar en la que ves a muchos amigos juntos cada
uno absorbido en su teléfono. El cuerpo está ahí, pero está
descorporalizado. Las dos cosas tienen que ver con lo que llama Stiegler
la proletarización del ocio.
Nuestro ocio había sido proletarizado por
el capitalismo mediante dos vías, la del turismo, la hostelería, el
contacto soluble, intenso y fugaz entre los cuerpos y la del
confinamiento tecnológico. Esta última ha salido muy reforzada. Frente a
esto, ¿qué deberíamos hacer? ¿Alimentar la otra vía? No, pero sí creo
que hay que reivindicar el riesgo corporal frente al confinamiento
tecnológico. Y eso significa distinguirlo de la cesión de tu cuerpo al
vector de explotación económica del turismo o la hipersociabilidad
soluble.
¿Y cómo se distingue?
Habría que hacer un verdadero discurso sobre el cuerpo. Primero para
definirlo bien, para preguntarse realmente qué quiere decir tocarse. Mi
tesis, que he recogido en Ser o no ser un cuerpo, tiene que ver
con que ya casi no éramos cuerpo, podíamos estar todos juntos y
abrazarnos e incluso mantener relaciones sexuales muy promiscuas sin que
el cuerpo se jugara nada en todo eso.
Frente a la combinación del
confinamiento tecnológico y la turistización de las vidas, hay que
reivindicar una corporalidad en la que cuando te tocas estás tocando
realmente un cuerpo, cuando abrazas estás abrazando realmente un cuerpo
y, por lo tanto, corres riesgos a sabiendas. Y el riesgo cuando hay
implicados dos cuerpos no es tanto el de contagiarse, sino el de
condolerse, el de amarse, el de entenderse o, al menos, el de escucharse
y a veces el de discutir. Solo entre cuerpos ocurren esas cosas.
Algunos sentimos mucho miedo cuando nuestros padres ya
pudieron salir a pasear, en ese momento les hubiéramos confinado
permanentemente…
Lo entiendo perfectamente. La cuestión es si no hemos tratado durante la
gestión del coronavirus a los ancianos como si fueran niños. Si no
hemos tratado a los ancianos como si no fueran sujetos de derecho que
tenían que asumir su propia responsabilidad. En una situación como la
que estamos viviendo ahora, son ellos los que tienen que medir qué
riesgos quieren correr y cuáles no, porque imagino que hay muchas
personas mayores que durante el confinamiento han envejecido mucho, han
perdido meses de vida por la tristeza, por no poder ver a sus hijos, a
sus nietos.
Todo esto tiene que ver con una cuestión muy difícil de
solucionar, qué riesgos corremos, cómo conciliamos la responsabilidad
con la libertad, con la seguridad, con la protección. Y a su vez hay una
reflexión de más amplio calado que tiene que ver con un capitalismo
tecnologizado que nos ha prometido la inmortalidad, pero que lo que nos
ha dado ha sido vejeces más largas.
Y esa longevidad está dominada
enteramente por el cuerpo que revela toda su fragilidad y, a veces,
también la necesidad de cuidados y dependencias. Tenemos que ver cómo lo
gestionamos y lo que ha revelado el coronavirus es que lo estábamos
haciendo mal. Habíamos ilusoriamente suprimido los cuerpos, los habíamos
encerrado en residencias. Y nos hemos encontrado con esta atrocidad de
ancianos que han estado muriendo sin que nadie se ocupará de ellos y sin
que ellos pudieran decidir cómo querían morir. Por la sencilla razón de
que previamente se les había impedido decidir cómo querían vivir esa
vejez y cuán larga querían que fuese. (...)
¿Pueden ser uno de los antídotos para evitar que la extrema
derecha salga de sus nichos de clase alta o clase media alta y se
extienda entre las clases más populares todas las redes de solidaridad
vecinal que se han creado en estos momentos?
Sin duda alguna. Y los medios de comunicación deberían de contar una y
otra vez esas experiencias que se están dando. Porque, si no, al final,
hacen exactamente lo que desea esa minoría organizada ultraderechista,
que se les dé más importancia de la que realmente tienen o incluso
generar la ilusión de que son los dueños del rumbo político de este
país. Si todos los medios se vuelcan en seguir las manifestaciones de
Núñez de Balboa y nadie o casi nadie, o no los medios que llegan a más
gente, da importancia a todas esas redes vecinales de solidaridad
gracias a las cuales han literalmente sobrevivido miles de personas en
el confinamiento, una vez más se consigue ese efecto de inaudibilidad.
Solo se les oye a ellos y se elimina o se fragiliza toda una línea que
hay que fortalecer. Es importantísimo moverse en esos dos niveles en
estos momentos. Por un lado, no dejar morir todas esas redes que además
son mucho más potentes contra la ultraderecha que las declaraciones o
las manifestaciones, digamos, a la contra o agresivas. Y, por otro, es
fundamental que la población más desfavorecida sienta que este gobierno
se está ocupando de ella. Lo que está salvando realmente a España de la
ultraderecha es que Vox es un partido neoliberal. Pero ya está
entendiendo que si quiere acceder al poder tiene que cambiar un poco de
discurso y asemejarlo más al de Le Pen u otros ultraderechistas
europeos.
En el momento en que Vox descubra eso, y más o menos ponga
alguna medida en esa dirección, entonces sí que podemos vernos realmente
muy amenazados por la ultraderecha. En la crisis que se avecina, que
estamos ya, pero que se va a agravar, es obvio que los sectores más
desfavorecidos de la población no van a votar a quien grite más alto
¡fascismo!, sino a quien las proteja mejor. Y conviene que sea un
proyecto democrático y de derechos el que proteja a las clases
desfavorecidas y no un proyecto neofascista o ultraderechista. (...)" (Entrevista a Santiago Alba Rico, Amanda Andrade, CTXT, 18/06/20)
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