"¿Por qué las clases dirigentes europeas se han convertido en entusiastas de una estrategia político-militar que perjudica gravemente sus países?
“Lo que los europeos tienen que comprender sobre el discurrir de la guerra de Ucrania hasta el momento es que construir una nueva arquitectura de seguridad, construir una casa europea sin Estados Unidos, se ha convertido en algo vital para su supervivencia” Oskar Lafontaine (2023)
Los tiempos son difíciles, los que se avecinan serán aún peores. Habría que exigir hablar con claridad y evitar el lenguaje falsario. La voladura, el 26 de septiembre de 2022, del Nord Stream 1 y el Nord Stream 2 puso fin a cualquier debate serio sobre la supuesta autonomía estratégica de la Unión Europea y mostró hasta qué punto está sometida a la lógica de poder y a los intereses estratégicos de los EEUU. El Presidente Biden se lo dijo, en vivo y en directo, al canciller Olaf Sholz: Alemania tiene que suspender inmediatamente las obras del gaseoducto Nord Stream 2 y dejar de recibir gas y petróleo de Rusia. Unos meses después -en pleno conflicto armado en Ucrania -ambos gaseoductos fueron dinamitados.
Todos sabemos quién estaba por delante y quién estaba por detrás; tampoco se oculta demasiado, solo silencio y bulos que, dependiendo de los días, señalan pistas falsas para eludir la responsabilidad de los “primos americanos”, como diría John Le Carré. La vejación no pudo ser mayor: aliados de la OTAN sabotean una construcción estratégica, vital, de Alemania y no pasa nada. Es más, nadie denuncia, nadie investiga en serio, nadie dimite y, lo que es peor, el alineamiento del país germánico, del conjunto de la UE con la Administración Biden se hizo más estrecho, más férreo. Dicho a lo Vito Corleone: le hicieron una oferta que no pudieron rechazar. Este dato pone de manifiesto la determinación, la importancia decisiva que la guerra programada contra Rusia tenía para los EEUU y la necesidad imperiosa de contar con unos aliados europeos disciplinados y comprometidos, costara lo que costara. Lo que no esperaban era que Trump volviera a ganar las elecciones y que el escenario pudiese cambiar tan rápidamente. Es el problema de ser aliado subalterno de una gran potencia en declive y en plena mutación política, social y cultural. Ahora toca rasgarse las vestiduras, denunciar la ingratitud del malvado Trump e ir recomponiendo la figura para lo que viene, a saber: cambiar de opinión sin que se note mucho
La pregunta hay que hacerla: ¿Por qué las clases dirigentes de los países de la UE se han convertido en actores entusiastas y fervorosos de una estrategia político-militar que perjudica gravemente su economía, la hace comercial y tecnológicamente más dependiente y la convierte de nuevo en zona de guerra, campo de batalla entre dos grandes potencias?
Una primera respuesta, pondría el acento en que, una vez más, las cosas no han salido como se esperaban. La idea era someter a Rusia a una guerra de desgaste comercial, financiera y militar que provocara una crisis económica especialmente grave, malestar social, división del equipo dirigente y la caída de Putin. Lo que se puede decir, a tres años del comienzo de la intervención militar rusa, es que el plan no ha funcionado y que el consenso en torno a Putin se ha hecho más fuerte y sólido. La economía rusa crece por encima de la media europea; su política de sustitución de importaciones está siendo exitosa; su complejo militar, científico e industrial se desarrolla eficazmente y la producción de materias primas vegetales y minerales tienen un dinamismo difícil de negar. Es más, Europa hoy sigue dependiendo del gas y del petróleo ruso a pesar de los esfuerzos de los norteamericanos.
Lo más notable es que en el frente militar la situación de las fuerzas ucranianas es extremadamente difícil y que la guerra se decanta en favor de las fuerzas armadas rusas. Si se ahonda un poco aparece siempre, siempre, el desprecio de las elites europeas a una Rusia bárbara, atrasada e insoportable tapón geopolítico. Los dirigentes polacos lo dicen cada día: no debería existir un Estado así. En esto no hay que equivocarse, los planificadores de la OTAN sabían perfectamente que Ucrania nunca ganaría esta guerra; simplemente, sería el instrumento (pondrían los muertos y las riquezas del país) para infligir una derrota estratégica a la potencia euroasiática y debilitar China, que era el verdadero objetivo del viejo equipo de Hillary Clinton, del que formaba parte Biden.
Una segunda respuesta daría prioridad a la historia, a lo que podríamos llamar la “venganza de la historia”. Lo políticamente correcto lo contamina todo e impide ver y contar lo que tenemos delante de nuestros ojos. Si se observa con cierta atención la sofisticada política de alianzas de los EEUU, se verá cómo esta se organiza en círculos concéntricos. Primero, el anglo-sajón, con el Reino Unido y Australia en el núcleo duro. Es el AUKUS, al que siempre hay que añadir a Nueva Zelanda. El segundo, lo componen los tres protectorados político-militares de los EEUU, Estados militarmente ocupados, nuclearizados y estructuralmente alineados con los intereses estratégicos de la Administración norteamericana. Nos referimos a Alemania, Japón y Corea del Sur, y, en muchos sentidos, Italia. Es decir, países con soberanía limitada, imposibilitados para definir sus prioridades nacionales y obligados a externalizar su política de seguridad y defensa. Habría un tercero y hasta un cuarto círculo. En el centro de todo, la OTAN y su control sobre la península europea.
La historia cuenta. Las élites europeas llevan años intentando vivir al margen de ella, como si los Estados, las naciones y pueblos fuesen el obstáculo fundamental para la construcción de una Europa con voluntad de superpotencia. Que el Estado dominante europeo sea un protectorado político- militar de EEUU dice mucho sobre el tipo de Unión que se ha ido definiendo en estos años. El Tratado de Maastricht fue la señal de un cambio decisivo en la correlación de fuerzas, marcado por tres hechos: la unidad alemana, la desintegración de la Unión Soviética y la ampliación acelerada hacia el Este de la Unión. La “nueva Europa” que surgía se incorporaba al Nuevo Orden Internacional dictado por la potencia vencedora (EEUU) y constitucionalizaba el neoliberalismo como fundamento de su construcción, con el euro como objetivo. OTAN y ampliación hacia el Este se complementaban funcionalmente definiendo espacios y cercando a Rusia. Primero, los países del antiguo Pacto de Varsovia y luego, las antiguas repúblicas soviéticas: Ucrania, Georgia, Moldavia. La UE y los EEUU siempre fueron de la mano. La estrategia, la misma en todas partes, a saber, promover la oposición a Rusia, organizar a las fuerzas nacionalistas y crear una línea de demarcación de masas entre supuestos europeístas y los partidarios de un Moscú siempre al acecho.
La implicación euroamericana y atlantista para ir sitiando a Rusia es conocida y cada vez más documentada. Los “papeles” que vamos conociendo de la USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) dan pistas sobre los dispositivos empleados por las agencias de inteligencia y demás organismo especializados en la desinformación, “Revoluciones Coloreadas”, impulso de las oposiciones nacionalistas y pro UE. Todo ello financiado con generosidad a través de ONGs creadas al efecto. Se dirá que los “otros” hacen lo mismo, es verdad, pero habría que reconocer que hay una asimetría de recursos, medios y coberturas mediáticas notable, sobre todo, cuando la UE y los EEUU trabajan al unísono. El dato más sobresaliente, a mi juicio, es la promoción de nuevas élites políticas formadas en Occidente, fervientes partidarias del atlantismo, desnacionalizadas e intercambiables entre sí. Estas agencias e instituciones no paran nunca, siempre han estado ahí: contra la URRS, contra Yeltsin /Primakov, contra Putin.
Está siendo duro, muy duro, para las élites europeas, para los publicistas que han justificado hasta la saciedad las políticas atlantistas y que ahora se muestran comprensivos ante las “masacres” (la palabra genocidio está prohibida) perpetradas por las fuerzas armadas israelitas contra la población palestina, adaptarse a la nueva administración norteamericana. Las instituciones europeas, sus representantes más caracterizados se han ido convirtiendo en el ala más belicista de la coalición internacional contra Rusia. Conforme más se acercaba el momento de la toma de posesión de Trump más fuertemente han reivindicado la continuidad de la guerra y el apoyo a un Zelenski en sus horas más bajas. Cegados por el mito americano, no quisieron entender que algo grave y hondo estaba pasando en la sociedad estadounidense; que la reelección en diferido de una persona como Trump era la señal de una reacción política que viene de lejos y que, con él y sin él, cambiara sustancialmente las relaciones del Estado norteamericano con aliados, adversarios y enemigos. Lo advirtió Kissinger: ser enemigo de EEUU es peligroso; ser amigo puede ser fatal
Cuando uno lo fía todo al servicio de una gran potencia, debe saber que eso tiene sus costes y uno de ellos, frecuente por lo demás, es que suelen cambiar de prioridades y de clase dirigente. Von der Layen, Borrell, Sánchez, Scholz, Macron tienen ahora la ingrata tarea de recomponer la figura y volver a un discurso aceptable para la nueva administración norteamericana. Ahora toca rasgarse las vestiduras y gritar.
Hay un tema que vuelve y que ilumina mucho la realidad política europea. Me refiero al retorno cada vez más evidente de los Estados nacionales. El discurso dominante se ha ido convirtiendo en un sentido común políticamente construido: para sobrevivir en un mundo globalizado hace falta ceder soberanía a la Unión Europea. Se insinuaba que las competencias que se perdían por “abajo” se recuperarían por “arriba” en la larga marcha hacia los Estados Unidos de Europa, una nueva superpotencia, un “imperio- jardín” liberal, que tenía que vérselas con una “jungla” internacional donde imperaba el Estado de naturaleza. ¿Qué competencias se cedieron? La política monetaria y, derivadamente, la política fiscal, el control y la regulación de los mercados (es decir, de los grandes poderes económicos, empezando por los financieros), las políticas comerciales… ¿Se recuperaron por arriba? Solo aquellas que cuidadosa y sistemáticamente desmantelaban el Estado Social y lo hacían económica y financieramente inviable.
Lo que consiguió esta estrategia “hayekiana” de integración europea fue desconectar “cuestión social” de la “cuestión democrática”, imponiendo -era lo fundamental- un conjunto de políticas neoliberales obligatorias para cada uno de los Estados individualmente considerados. Las democracias, autodefinidas como socialmente avanzadas, sólo decidían cómo se aplicaban las directivas que venían de la cúpula de la Unión o los márgenes (siempre estrechos) para otras políticas que respondieran a las demandas de una ciudadanía cada vez más indignada. Dicho de otra forma, la soberanía popular perdió poder real, la democracia como deliberación/elección entre distintos modelos socio-económicos se limitó estructuralmente, la diferenciación derecha/izquierda se fue diluyendo como definición entre clases e intereses sociales contrapuestos y lo que fue quedando es un espacio político-cultural cada vez más colonizado por la cultura dominante neoliberal; donde la derecha era cada vez más de extrema derecha y la izquierda, débil y sin proyecto, se posicionaba en función de ella y en los márgenes particularistas e identitarios permitidos por los que mandan.
Las consecuencias se conocen desde hace mucho tiempo. Wolfgang Streeck, Sergio Cesaratto y yo mismo, venimos hablado de “momento Polanyi” desde hace más de una década. La contraposición entre una coalición globalista de ganadores y una mayoría social y territorial que la soporta y la sufre, se hace más aguda, más visible. El dato más significativo es que estos sectores populares, insisto, mayoritarios, han sido abandonados por las izquierdas y han terminado por caer bajo la influencia de las fuerzas populistas de derecha en nombre, tremenda paradoja, de un soberanismo sin pueblo y sin Estado. La vida política y cultural se polariza y degrada; la desigualdad y la involución social se acentúa, los grandes poderes económicos determinan la agenda política y se imponen en una esfera pública uniformizada y de espaldas a las demandas populares.
Una clase política cada vez más cerrada, políticamente homogénea y dependiente de los que toman las decisiones fundamentales al margen de la soberanía popular. Las élites políticas se han ido convertido en “funcionarios del capital”, en agentes de las grandes empresas financieras-empresariales, de los grandes fondos de inversión; dedicados a la vieja tarea de mandar; especializados en el arte de legitimar y hacer pasar como buenas políticas que perjudican a las mayorías sociales, a los jóvenes, a los mayores, eso sí, siempre con la ayuda directa de la industria de manipulación de las consciencias, en manos de una estrecha coalición de grandes bancos y empresas.
Estas clases dirigentes han construido una Unión Europea funcional y conscientemente dependiente de los intereses estratégicos norteamericanos. No son capaces de concebir otra Europa posible, dotada de capacidades para definir autónomamente sus prioridades, en un mundo, además, que cambia aceleradamente. Basta ver, hace unos días, al Presidente de la Conferencia de Seguridad de Múnich, Christoph Heusgen, quejarse amargamente y llorar -sí, llorar en público- ante el cambio de prioridades de la nueva Administración norteamericana. Se trata de algo más que servidumbre voluntaria, es una clara y nítida cooptación por la potencia imperial. ¿Dónde está lo nuevo? ¿El dato fundamental? Que las políticas de Trump ponen de manifiesto el carácter subalterno de estas élites; el papel central de la OTAN en la definición de la política exterior y de defensa europeas y, sobre todo, la naturaleza real de las estructuras de poder de la Unión.
La crisis de la Unión Europea seguía estando ahí, al menos desde el 2008, latente unas veces, abiertas otras. El conflicto ucraniano ofrecía una posibilidad y fue aprovechada: unirse, fortalecerse frente a un enemigo creíble: Putin. Los viejos atavismos culturales frente al mundo eslavo-asiático, el recuerdo de la sombra amenazante de la URSS, la reconstrucción acelerada de un poder ruso y, lo peor, que trenzaba alianzas cada vez más estrechas con China e Irán, generaban las condiciones para justificar un nuevo impulso en la integración de la UE, esta vez basada en las políticas de seguridad, de defensa. La situación era propicia. Las mayorías sociales habían venido interiorizando inseguridad, miedo, temor al futuro. La pandemia agravó aún más viejos problemas relacionados con la precariedad, los recortes sociales, el incremento de las desigualdades y la inseguridad cultural. El miedo se ha ido convirtiendo en una segunda piel.
La maniobra ha sido, hay que reconocerlo, de grandes dimensiones: desplazar la atención de los problemas sociales, económicos y culturales creados por las políticas neoliberales impulsadas, precisamente, por la Unión Europea hacia el enemigo externo; transformar las demandas de orden, justicia, seguridad de las poblaciones en miedo organizado y dirigido, concretado en un mal absoluto (Rusia) que pone en peligro nuestros derechos, libertades, nuestras vidas. El discurso es disciplinario: demoniza al crítico y criminaliza al disidente. No hay debate posible: o se está con el bien (Occidente) o se está con el mal (la Rusia de Putin). Biden fue la gran oportunidad. Derrotado, por poco, pero derrotado (¡por fin!) el primer Trump, llegaba un nuevo Presidente con las ideas claras: defender el Orden Internacional y sus normas; fortalecer la OTAN y propiciar el alineamiento férreo de los aliados europeas. La historia es conocida. Ahora, de nuevo, Trump. Lo dicho, toca resituarse, crear un nuevo relato y ver cómo, poco a poco, una clase política es sustituida por otra más cercana a la nueva Administración norteamericana. En los imperios pasan estas cosas.
Hay un debate de fondo siempre eludido, impensable, prohibido: ¿Coinciden los intereses estratégicos de Europa con los de Estados Unidos? Para clarificar aún más esta cuestión, habría que plantear una segunda pregunta: ¿cuál será el papel de Europa en el Nuevo Orden Internacional Multipolar? ¿Tendrá alguno? ¿El que decidan los EEUU? El perspicaz lector habrá observado que hablo de Europa y no de la Unión Europea. No las confundo. La UE es un modo, a mi juicio fracasado, de construir Europa desde los intereses de los grandes poderes económicos y subalterna a los EEUU. Pensar y construir una Europa europea, exigiría un cambio de orientación fundamental, otras prioridades económicas, políticas, sociales y, lo fundamental, unas nuevas clases dirigentes comprometidas con la justicia social, la democracia sustancial, la paz y la solidaridad internacional.
Termino como comencé, citando al viejo socialdemócrata alemán:“Si queremos una Europa pacífica y mantenernos al margen de los conflictos entre las potencias nucleares, necesitamos la liberación de Europa de la tutela militar de los Estados Unidos mediante una política europea independiente de seguridad y defensa. Este objetivo debería ser nuestra máxima prioridad”.
Oskar Lafontaine escribió esto hace algo más de dos años. Ahora, es mucho más urgente tener en cuenta sus reflexiones. Aparentemente, sus argumentos pueden parecer similares o parecidos a otros que políticos y publicistas despechados gritan hoy entre lágrimas. No hay que confundirse. Si Europa quiere ser un sujeto activo, independiente y con autonomía política en el Nuevo Orden Internacional en gestación, debe comenzar por apostar por un tratado de paz, cooperación y desarrollo con Rusia, como condición para definir soberanamente sus prioridades estratégicas. Todo lo demás es seguir siendo protectorado político-militar estadounidense. En palabras de Chevènement: Europa habría salido ya de la historia.
“Lo que los europeos tienen que comprender sobre el discurrir de la guerra de Ucrania hasta el momento es que construir una nueva arquitectura de seguridad, construir una casa europea sin Estados Unidos, se ha convertido en algo vital para su supervivencia” Oskar Lafontaine (2023)
Los tiempos son difíciles, los que se avecinan serán aún peores. Habría que exigir hablar con claridad y evitar el lenguaje falsario. La voladura, el 26 de septiembre de 2022, del Nord Stream 1 y el Nord Stream 2 puso fin a cualquier debate serio sobre la supuesta autonomía estratégica de la Unión Europea y mostró hasta qué punto está sometida a la lógica de poder y a los intereses estratégicos de los EEUU. El Presidente Biden se lo dijo, en vivo y en directo, al canciller Olaf Sholz: Alemania tiene que suspender inmediatamente las obras del gaseoducto Nord Stream 2 y dejar de recibir gas y petróleo de Rusia. Unos meses después -en pleno conflicto armado en Ucrania -ambos gaseoductos fueron dinamitados.
Todos sabemos quién estaba por delante y quién estaba por detrás; tampoco se oculta demasiado, solo silencio y bulos que, dependiendo de los días, señalan pistas falsas para eludir la responsabilidad de los “primos americanos”, como diría John Le Carré. La vejación no pudo ser mayor: aliados de la OTAN sabotean una construcción estratégica, vital, de Alemania y no pasa nada. Es más, nadie denuncia, nadie investiga en serio, nadie dimite y, lo que es peor, el alineamiento del país germánico, del conjunto de la UE con la Administración Biden se hizo más estrecho, más férreo. Dicho a lo Vito Corleone: le hicieron una oferta que no pudieron rechazar. Este dato pone de manifiesto la determinación, la importancia decisiva que la guerra programada contra Rusia tenía para los EEUU y la necesidad imperiosa de contar con unos aliados europeos disciplinados y comprometidos, costara lo que costara. Lo que no esperaban era que Trump volviera a ganar las elecciones y que el escenario pudiese cambiar tan rápidamente. Es el problema de ser aliado subalterno de una gran potencia en declive y en plena mutación política, social y cultural. Ahora toca rasgarse las vestiduras, denunciar la ingratitud del malvado Trump e ir recomponiendo la figura para lo que viene, a saber: cambiar de opinión sin que se note mucho
La pregunta hay que hacerla: ¿Por qué las clases dirigentes de los países de la UE se han convertido en actores entusiastas y fervorosos de una estrategia político-militar que perjudica gravemente su economía, la hace comercial y tecnológicamente más dependiente y la convierte de nuevo en zona de guerra, campo de batalla entre dos grandes potencias?
Una primera respuesta, pondría el acento en que, una vez más, las cosas no han salido como se esperaban. La idea era someter a Rusia a una guerra de desgaste comercial, financiera y militar que provocara una crisis económica especialmente grave, malestar social, división del equipo dirigente y la caída de Putin. Lo que se puede decir, a tres años del comienzo de la intervención militar rusa, es que el plan no ha funcionado y que el consenso en torno a Putin se ha hecho más fuerte y sólido. La economía rusa crece por encima de la media europea; su política de sustitución de importaciones está siendo exitosa; su complejo militar, científico e industrial se desarrolla eficazmente y la producción de materias primas vegetales y minerales tienen un dinamismo difícil de negar. Es más, Europa hoy sigue dependiendo del gas y del petróleo ruso a pesar de los esfuerzos de los norteamericanos.
Lo más notable es que en el frente militar la situación de las fuerzas ucranianas es extremadamente difícil y que la guerra se decanta en favor de las fuerzas armadas rusas. Si se ahonda un poco aparece siempre, siempre, el desprecio de las elites europeas a una Rusia bárbara, atrasada e insoportable tapón geopolítico. Los dirigentes polacos lo dicen cada día: no debería existir un Estado así. En esto no hay que equivocarse, los planificadores de la OTAN sabían perfectamente que Ucrania nunca ganaría esta guerra; simplemente, sería el instrumento (pondrían los muertos y las riquezas del país) para infligir una derrota estratégica a la potencia euroasiática y debilitar China, que era el verdadero objetivo del viejo equipo de Hillary Clinton, del que formaba parte Biden.
Una segunda respuesta daría prioridad a la historia, a lo que podríamos llamar la “venganza de la historia”. Lo políticamente correcto lo contamina todo e impide ver y contar lo que tenemos delante de nuestros ojos. Si se observa con cierta atención la sofisticada política de alianzas de los EEUU, se verá cómo esta se organiza en círculos concéntricos. Primero, el anglo-sajón, con el Reino Unido y Australia en el núcleo duro. Es el AUKUS, al que siempre hay que añadir a Nueva Zelanda. El segundo, lo componen los tres protectorados político-militares de los EEUU, Estados militarmente ocupados, nuclearizados y estructuralmente alineados con los intereses estratégicos de la Administración norteamericana. Nos referimos a Alemania, Japón y Corea del Sur, y, en muchos sentidos, Italia. Es decir, países con soberanía limitada, imposibilitados para definir sus prioridades nacionales y obligados a externalizar su política de seguridad y defensa. Habría un tercero y hasta un cuarto círculo. En el centro de todo, la OTAN y su control sobre la península europea.
La historia cuenta. Las élites europeas llevan años intentando vivir al margen de ella, como si los Estados, las naciones y pueblos fuesen el obstáculo fundamental para la construcción de una Europa con voluntad de superpotencia. Que el Estado dominante europeo sea un protectorado político- militar de EEUU dice mucho sobre el tipo de Unión que se ha ido definiendo en estos años. El Tratado de Maastricht fue la señal de un cambio decisivo en la correlación de fuerzas, marcado por tres hechos: la unidad alemana, la desintegración de la Unión Soviética y la ampliación acelerada hacia el Este de la Unión. La “nueva Europa” que surgía se incorporaba al Nuevo Orden Internacional dictado por la potencia vencedora (EEUU) y constitucionalizaba el neoliberalismo como fundamento de su construcción, con el euro como objetivo. OTAN y ampliación hacia el Este se complementaban funcionalmente definiendo espacios y cercando a Rusia. Primero, los países del antiguo Pacto de Varsovia y luego, las antiguas repúblicas soviéticas: Ucrania, Georgia, Moldavia. La UE y los EEUU siempre fueron de la mano. La estrategia, la misma en todas partes, a saber, promover la oposición a Rusia, organizar a las fuerzas nacionalistas y crear una línea de demarcación de masas entre supuestos europeístas y los partidarios de un Moscú siempre al acecho.
La implicación euroamericana y atlantista para ir sitiando a Rusia es conocida y cada vez más documentada. Los “papeles” que vamos conociendo de la USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) dan pistas sobre los dispositivos empleados por las agencias de inteligencia y demás organismo especializados en la desinformación, “Revoluciones Coloreadas”, impulso de las oposiciones nacionalistas y pro UE. Todo ello financiado con generosidad a través de ONGs creadas al efecto. Se dirá que los “otros” hacen lo mismo, es verdad, pero habría que reconocer que hay una asimetría de recursos, medios y coberturas mediáticas notable, sobre todo, cuando la UE y los EEUU trabajan al unísono. El dato más sobresaliente, a mi juicio, es la promoción de nuevas élites políticas formadas en Occidente, fervientes partidarias del atlantismo, desnacionalizadas e intercambiables entre sí. Estas agencias e instituciones no paran nunca, siempre han estado ahí: contra la URRS, contra Yeltsin /Primakov, contra Putin.
Está siendo duro, muy duro, para las élites europeas, para los publicistas que han justificado hasta la saciedad las políticas atlantistas y que ahora se muestran comprensivos ante las “masacres” (la palabra genocidio está prohibida) perpetradas por las fuerzas armadas israelitas contra la población palestina, adaptarse a la nueva administración norteamericana. Las instituciones europeas, sus representantes más caracterizados se han ido convirtiendo en el ala más belicista de la coalición internacional contra Rusia. Conforme más se acercaba el momento de la toma de posesión de Trump más fuertemente han reivindicado la continuidad de la guerra y el apoyo a un Zelenski en sus horas más bajas. Cegados por el mito americano, no quisieron entender que algo grave y hondo estaba pasando en la sociedad estadounidense; que la reelección en diferido de una persona como Trump era la señal de una reacción política que viene de lejos y que, con él y sin él, cambiara sustancialmente las relaciones del Estado norteamericano con aliados, adversarios y enemigos. Lo advirtió Kissinger: ser enemigo de EEUU es peligroso; ser amigo puede ser fatal
Cuando uno lo fía todo al servicio de una gran potencia, debe saber que eso tiene sus costes y uno de ellos, frecuente por lo demás, es que suelen cambiar de prioridades y de clase dirigente. Von der Layen, Borrell, Sánchez, Scholz, Macron tienen ahora la ingrata tarea de recomponer la figura y volver a un discurso aceptable para la nueva administración norteamericana. Ahora toca rasgarse las vestiduras y gritar.
Hay un tema que vuelve y que ilumina mucho la realidad política europea. Me refiero al retorno cada vez más evidente de los Estados nacionales. El discurso dominante se ha ido convirtiendo en un sentido común políticamente construido: para sobrevivir en un mundo globalizado hace falta ceder soberanía a la Unión Europea. Se insinuaba que las competencias que se perdían por “abajo” se recuperarían por “arriba” en la larga marcha hacia los Estados Unidos de Europa, una nueva superpotencia, un “imperio- jardín” liberal, que tenía que vérselas con una “jungla” internacional donde imperaba el Estado de naturaleza. ¿Qué competencias se cedieron? La política monetaria y, derivadamente, la política fiscal, el control y la regulación de los mercados (es decir, de los grandes poderes económicos, empezando por los financieros), las políticas comerciales… ¿Se recuperaron por arriba? Solo aquellas que cuidadosa y sistemáticamente desmantelaban el Estado Social y lo hacían económica y financieramente inviable.
Lo que consiguió esta estrategia “hayekiana” de integración europea fue desconectar “cuestión social” de la “cuestión democrática”, imponiendo -era lo fundamental- un conjunto de políticas neoliberales obligatorias para cada uno de los Estados individualmente considerados. Las democracias, autodefinidas como socialmente avanzadas, sólo decidían cómo se aplicaban las directivas que venían de la cúpula de la Unión o los márgenes (siempre estrechos) para otras políticas que respondieran a las demandas de una ciudadanía cada vez más indignada. Dicho de otra forma, la soberanía popular perdió poder real, la democracia como deliberación/elección entre distintos modelos socio-económicos se limitó estructuralmente, la diferenciación derecha/izquierda se fue diluyendo como definición entre clases e intereses sociales contrapuestos y lo que fue quedando es un espacio político-cultural cada vez más colonizado por la cultura dominante neoliberal; donde la derecha era cada vez más de extrema derecha y la izquierda, débil y sin proyecto, se posicionaba en función de ella y en los márgenes particularistas e identitarios permitidos por los que mandan.
Las consecuencias se conocen desde hace mucho tiempo. Wolfgang Streeck, Sergio Cesaratto y yo mismo, venimos hablado de “momento Polanyi” desde hace más de una década. La contraposición entre una coalición globalista de ganadores y una mayoría social y territorial que la soporta y la sufre, se hace más aguda, más visible. El dato más significativo es que estos sectores populares, insisto, mayoritarios, han sido abandonados por las izquierdas y han terminado por caer bajo la influencia de las fuerzas populistas de derecha en nombre, tremenda paradoja, de un soberanismo sin pueblo y sin Estado. La vida política y cultural se polariza y degrada; la desigualdad y la involución social se acentúa, los grandes poderes económicos determinan la agenda política y se imponen en una esfera pública uniformizada y de espaldas a las demandas populares.
Una clase política cada vez más cerrada, políticamente homogénea y dependiente de los que toman las decisiones fundamentales al margen de la soberanía popular. Las élites políticas se han ido convertido en “funcionarios del capital”, en agentes de las grandes empresas financieras-empresariales, de los grandes fondos de inversión; dedicados a la vieja tarea de mandar; especializados en el arte de legitimar y hacer pasar como buenas políticas que perjudican a las mayorías sociales, a los jóvenes, a los mayores, eso sí, siempre con la ayuda directa de la industria de manipulación de las consciencias, en manos de una estrecha coalición de grandes bancos y empresas.
Estas clases dirigentes han construido una Unión Europea funcional y conscientemente dependiente de los intereses estratégicos norteamericanos. No son capaces de concebir otra Europa posible, dotada de capacidades para definir autónomamente sus prioridades, en un mundo, además, que cambia aceleradamente. Basta ver, hace unos días, al Presidente de la Conferencia de Seguridad de Múnich, Christoph Heusgen, quejarse amargamente y llorar -sí, llorar en público- ante el cambio de prioridades de la nueva Administración norteamericana. Se trata de algo más que servidumbre voluntaria, es una clara y nítida cooptación por la potencia imperial. ¿Dónde está lo nuevo? ¿El dato fundamental? Que las políticas de Trump ponen de manifiesto el carácter subalterno de estas élites; el papel central de la OTAN en la definición de la política exterior y de defensa europeas y, sobre todo, la naturaleza real de las estructuras de poder de la Unión.
La crisis de la Unión Europea seguía estando ahí, al menos desde el 2008, latente unas veces, abiertas otras. El conflicto ucraniano ofrecía una posibilidad y fue aprovechada: unirse, fortalecerse frente a un enemigo creíble: Putin. Los viejos atavismos culturales frente al mundo eslavo-asiático, el recuerdo de la sombra amenazante de la URSS, la reconstrucción acelerada de un poder ruso y, lo peor, que trenzaba alianzas cada vez más estrechas con China e Irán, generaban las condiciones para justificar un nuevo impulso en la integración de la UE, esta vez basada en las políticas de seguridad, de defensa. La situación era propicia. Las mayorías sociales habían venido interiorizando inseguridad, miedo, temor al futuro. La pandemia agravó aún más viejos problemas relacionados con la precariedad, los recortes sociales, el incremento de las desigualdades y la inseguridad cultural. El miedo se ha ido convirtiendo en una segunda piel.
La maniobra ha sido, hay que reconocerlo, de grandes dimensiones: desplazar la atención de los problemas sociales, económicos y culturales creados por las políticas neoliberales impulsadas, precisamente, por la Unión Europea hacia el enemigo externo; transformar las demandas de orden, justicia, seguridad de las poblaciones en miedo organizado y dirigido, concretado en un mal absoluto (Rusia) que pone en peligro nuestros derechos, libertades, nuestras vidas. El discurso es disciplinario: demoniza al crítico y criminaliza al disidente. No hay debate posible: o se está con el bien (Occidente) o se está con el mal (la Rusia de Putin). Biden fue la gran oportunidad. Derrotado, por poco, pero derrotado (¡por fin!) el primer Trump, llegaba un nuevo Presidente con las ideas claras: defender el Orden Internacional y sus normas; fortalecer la OTAN y propiciar el alineamiento férreo de los aliados europeas. La historia es conocida. Ahora, de nuevo, Trump. Lo dicho, toca resituarse, crear un nuevo relato y ver cómo, poco a poco, una clase política es sustituida por otra más cercana a la nueva Administración norteamericana. En los imperios pasan estas cosas.
Hay un debate de fondo siempre eludido, impensable, prohibido: ¿Coinciden los intereses estratégicos de Europa con los de Estados Unidos? Para clarificar aún más esta cuestión, habría que plantear una segunda pregunta: ¿cuál será el papel de Europa en el Nuevo Orden Internacional Multipolar? ¿Tendrá alguno? ¿El que decidan los EEUU? El perspicaz lector habrá observado que hablo de Europa y no de la Unión Europea. No las confundo. La UE es un modo, a mi juicio fracasado, de construir Europa desde los intereses de los grandes poderes económicos y subalterna a los EEUU. Pensar y construir una Europa europea, exigiría un cambio de orientación fundamental, otras prioridades económicas, políticas, sociales y, lo fundamental, unas nuevas clases dirigentes comprometidas con la justicia social, la democracia sustancial, la paz y la solidaridad internacional.
Termino como comencé, citando al viejo socialdemócrata alemán:“Si queremos una Europa pacífica y mantenernos al margen de los conflictos entre las potencias nucleares, necesitamos la liberación de Europa de la tutela militar de los Estados Unidos mediante una política europea independiente de seguridad y defensa. Este objetivo debería ser nuestra máxima prioridad”.
Oskar Lafontaine escribió esto hace algo más de dos años. Ahora, es mucho más urgente tener en cuenta sus reflexiones. Aparentemente, sus argumentos pueden parecer similares o parecidos a otros que políticos y publicistas despechados gritan hoy entre lágrimas. No hay que confundirse. Si Europa quiere ser un sujeto activo, independiente y con autonomía política en el Nuevo Orden Internacional en gestación, debe comenzar por apostar por un tratado de paz, cooperación y desarrollo con Rusia, como condición para definir soberanamente sus prioridades estratégicas. Todo lo demás es seguir siendo protectorado político-militar estadounidense. En palabras de Chevènement: Europa habría salido ya de la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario