"(...) Y en el momento en el que las promesas del American Dream parecen más difíciles de cumplirse por la desaparición del American Way, aparece un personaje que encarna la imagen del triunfo americano con todo su esplendor y exceso.
Califico a Trump de personaje no porque pretenda descalificarlo, sino
por su condición pública en la cultura americana. Trump no es sólo una
persona de carne y hueso, es un fenómeno de consumo de la cultura
popular.
Un personaje televisivo hecho carne que aparece para resolver
los problemas del americano medio que lleva décadas familiarizándose con
él a través de la televisión. Y es que si en Europa el nombre de Trump
es relativamente nuevo, o sinónimo vagamente conocido de millonario, en
los Estados Unidos no hay apenas un americano que no conozca a Trump y
sus excentricidades.
Durante treinta y dos años Donald Trump ha protagonizado cameos en un
total de doce películas y catorce series de televisión. Que el formato
de aparición sea casi siempre el cameo es un dato relevante, ya que
subraya la voluntad de escenificar al personaje construido alrededor de
su figura.
Un personaje que no sólo ha aparecido en piezas de ficción
televisiva, sino que ha sido omnipresente en entrevistas, debates e
informativos, sin olvidar su propio programa de radio, Trumped!.
A esto hay que añadir la transformación de su apellido y efigie en una
marca de consumo. Además de las ya conocidas torres Trump, en el sector
inmobiliario, que supone uno de sus principales activos, podemos
encontrar hoteles, campos de golf y complejos residenciales con su
nombre.
Pero la cosa no queda ahí, entre la línea de productos Trump
podemos encontrar comestibles, bebidas alcohólicas, perfumes, una
universidad y hasta un juego de mesa con el que emular las aventuras
inmobiliarias del multimillonario.
Pero si hay que destacar dos indiscutibles éxitos de Trump en la
industria cultural estos son, primero, su programa de televisión The Apprentice,
que se mantuvo en el aire diez temporadas, llegando a ser durante su
primer año (2004) el séptimo programa de televisión más seguido con una
media de 24 millones de telespectadores.
Y en segundo lugar su libro The art of deal
(1987), escrito en colaboración con el periodista Tony Schwartz, un
libro mitad memorias, mitad libro de autoayuda financiera, del que se
estima que se han vendido un millón de copias. A lo que se añade una
lista de diecinueve títulos más escritos por él o en colaboración con
otros periodistas, tratando todos de sus perspectivas financieras y
políticas.
Y finalmente, aunque no por ello menos importante, Donald Trump ha
sido junto a sus tres mujeres/exmujeres, centro constante de atención
por parte de los medios del corazón, que llegan a un público que
generalmente no está en contacto con las noticias políticas. Además “ha
dirigido” agencias de modelos, de televisión, eventos deportivos,
incluidos espectáculos de lucha libre de los que se declara fan.
Una de
sus apariciones estelares fue durante una apuesta con el milmillonario
Vince McMahon en la llamada The billionaires battle, en donde
no sólo enfrentaron a sus paladines de la lucha libre, sino que Trump se
abalanzó sobre el otro milmillonario para partirle la cara en directo, y
finalmente humillarle rapándole el pelo.
Imagínense la escena, y luego piensen en Hillary Clinton ofreciendo
decenas de charlas remuneradas a todos los consejos de administración de
Wall Street. Durante décadas Trump se dedicó a aparecer en los medios y
situaciones que conectaban con la cultura popular estadounidense,
mientras que Clinton se movió por los círculos más elitistas de la
nación.
El propio Trump en una entrevista realizada a finales de los
años ochenta en la CNN reconocía que tenía mejor reputación entre los
taxistas y trabajadores de Nueva York que entre sus colegas millonarios.
En una entrevista realizada por Álvaro Guzmán para CTXT días antes de las elecciones en Pensilvania
una mujer de mediana edad se refería a Trump como “a blue collar
billionaire”, que se podría traducir como “un milmillonario de clase
obrera”, lo que en términos estrictos es un contrasentido, pero en
términos simbólicos apunta a una idea capital para entender la
identificación de muchos americanos con Trump. Trump es un hombre del
pueblo, de su cultura, que además es rico y un hombre de éxito. Es el
cumplimiento del sueño americano.
Y esa clave basta para que un hombre
que posee más de tres mil millones y medio de dólares que su rival,
Hillary Clinton, cuyo patrimonio se estima en treinta y un millones,
consiga que muchos votantes identifiquen a Hillary Clinton con el establishment antes que a él.
Este hecho, además, es una de las razones por las que a Trump no le
pasaron factura las innumerables salidas de tono que protagonizó durante
la campaña. Al igual que Paris Hilton, Trump pertenece a un estilo de
millonario showman y exhibicionista cuyas transgresiones no son
motivo de reprobación real de la población.
El americano medio les
criticará en público, pero la admiración que despiertan entre grandes
sectores de la población es mucho mayor. Esto es así porque su riqueza
sirve para asegurarles la impunidad de la reprobación moral. La sociedad
americana, en comparación con las europeas se encuentra imbuida de una
salvaje represión moral de corte comunitario, que censura todo lo que
escape a lo convencional.
Y en este contexto, una de las mayores
promesas del American Dream es que a través de la riqueza
puedes escapar del juicio social y ganar la impunidad para ser quien tú
realmente quieras. Por este motivo las provocaciones, la ostentación y
los excesos de estos millonarios hacen que sean admirados como el
cumplimiento de la promesa más profunda del sueño americano.
Hay otro aspecto de la retórica de Trump que conecta con esta idea. La
idea de que él es un ganador y que eso le cualifica para ser un líder.
Existe todo un discurso sobre la virilidad, la fuerza y el éxito que
forma parte del imaginario del American Way & Dream, que divide el mundo entre “winners” y “losers”,
y donde los ganadores cuentan con la patente de corso para hacer lo que
quieran, porque en el fondo se lo han ganado. Donald Trump siente una
necesidad compulsiva de hablar de sí mismo, y además en términos de
ganador, posiblemente el término autodefinitorio que más utiliza.
Y este
recurso egocéntrico no causa rechazo entre buena parte del electorado
americano. Primero porque es lo que se espera de un genuino ganador, y
en segundo lugar porque eso les transmite esperanza.
Muchos americanos
conciben sus problemas en términos de “losers”, y el hecho de
tener a un ganador de candidato les genera la ilusión de que con su
ayuda podrán dejar de ser perdedores. Esta mentalidad es el precio más
crudo de la cultura individualista americana.
Sobre esta base discursiva del American Dream, y a través de
utilizar su carisma para convertirse en un símbolo, Trump puso los
cimientos para su victoria. El resto lo fue construyendo con una campaña
que supo inspirarse en las dos victorias más genuinas del Partido
Republicano. Las dos más anómalas de la trayectoria de dicho partido.
No es ningún secreto que la campaña de Trump tomó inspiración en las
campañas de Nixon de 1968 y de 1972, en las que arrebató a los
demócratas primero el norte industrial, y luego el sur blanco en lo que
se conoció como la Southern Strategy (iniciada en realidad por Barry Goldwater, el padre de todos los ultraconservadores americanos).
La Southern Strategy
vinculó a los afroamericanos con el crimen, y al Partido Republicano
como el partido del orden y de la mano dura frente a unos demócratas hippies y licenciosos. Trump realizó su Great Lakes Strategy
en los mismos términos, añadiendo a los latinos a la lista de
criminales. Nixon conquistó el sur de por vida para el Partido
Republicano.
El reto de Trump es hacer lo mismo con los Grandes Lagos y
está por ver su suerte, aunque no cabe duda de que si consigue
transformar su ajustada victoria en esa región en una reconfiguración de
la coalición de votantes republicana, el partido será imbatible durante
décadas.
No resulta sencillo visualizar cuánto hay de estructural y cuánto de
ira pasajero en el cambio de voto de la clase trabajadora de los
Grandes Lagos. Ronald Reagan, la segunda fuente de inspiración de Trump,
fue pionero en la estrategia de arrebatar el voto obrero a los
demócratas, a niveles más profundos que lo que inició Nixon. Pero las
políticas neoliberales de su década devolvieron el voto trabajador al
Partido Demócrata con Bill Clinton.
Reagan y Trump son figuras fuertemente conectadas en un sentido simbólico y de liderazgo. Ambos son carismáticos exdemócratas y outsiders en
su nuevo partido con un mensaje revolucionario para América, el de una
revolución conservadora. Trump ha tomado de Reagan hasta el lema de su
campaña, pues el famoso “Make America Great Again” es una copia descarada del lema de campaña de Reagan del año 1980 (“Let's make America great again”); ironía de la vida, Bill Clinton también lo utilizó en el año 1992.
El carácter iconoclasta que Trump comparte con Reagan es mucho más
acentuado en el primero. De hecho, Trump ha llegado a pertenecer a tres
partidos a los que ha abandonado y vuelto de manera constante: Demócrata
(desde su juventud hasta 1987, volviendo en 2001-2009), Republicano
(1987-1999, 2009 al presente) y reformista (1999-2000).
Merece una
mención, aunque no pueda tratarlo con exhaustividad, el apoyo de Trump
al Partido de la Reforma del millonario populista tejano Ross Perot por
dos razones. En primer lugar, porque hay mucho del estilo, la retórica y
el espíritu de la política de Trump que están inspirados en Ross Perot.
En segundo lugar, porque este no es el primer intento de Trump por
alcanzar la presidencia.
En las elecciones del año 2000, en las que
George W. Bush se enfrentó a Al Gore, Trump exploró la posibilidad de
concurrir por el Partido de la Reforma, incluso comenzó unas primarias.
Pero al ver que competía con candidatos cuyo perfil abarcaba desde un
casi nazi a un casi comunista, no confió en la consistencia del partido y
se retiró.
Esta experiencia sin embargo es importante porque ya en ese momento
Trump expuso la mayor parte del que sería su programa político para la
campaña presidencial de 2016. En el año 2000 Trump propuso: revisar los
acuerdos de libre comercio con China y el NAFTA; endurecer la política
fronteriza, endurecimiento del control de la financiación de los
políticos por los donantes y lucha contra la corrupción en Washington;
reforma de la ley de sanidad del momento y creación de un programa de
lotería específico para financiar la lucha antiterrorista (antes del
11-S).
Esto muestra que Trump es más coherente de lo que se le suele
reconocer en los medios de comunicación, aunque abre la discusión a dos
interesantes preguntas.
1) ¿Por qué Trump con un mismo programa ha podido conquistar el
Partido Republicano y la presidencia, pero década y media antes no
atraía a más del 7% del electorado? (...)
Sobre todo si tenemos en cuenta que en el año 2000 existía una
derechización de la sociedad lo suficientemente marcada como para que, a
pesar de las trampas, existiera la legitimidad conservadora para que
fuera elegido Bush y nadie intentase impugnar el resultado.
Y es que en aquel momento ambos partidos se encontraban en la cúspide
de su poder, las contradicciones con su sistema de votantes aún no
habían estallado, y la etapa de crecimiento enmascaraba las enormes
contradicciones que se estaban gestando en ese momento álgido de la
globalización.
Sin crisis económica, crisis política, y, lo que es más
importante, sin el fracaso de la política institucional para resolver la
crisis económica desde una perspectiva social, un candidato como Donald
Trump no tenía nada que hacer. (...)" (Marcos Reguera, CTXT, 17/01/17)
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