"Se cumplen 10 años del peor momento de la Gran Recesión: en la única
circunstancia en la que el sistema aplicó de veras su máxima, que cada
palo aguante su vela, el Tesoro de Estados Unidos y la Reserva Federal dejaron caer a Lehman Brothers,
el cuarto banco de inversión norteamericano. A partir de ese momento
todo pareció posible.
La destrucción tuvo muy poco de creativa cuando el
miedo se convirtió en pánico y la capacidad autodestructiva de las
finanzas sacudió el corazón del sistema, Wall Street, y amenazó con
llevárselo todo, absolutamente todo, por delante.
El 15-S de 2008 ha
sido, poco más o menos, nuestra versión del crack de1929; sus
consecuencias siguen con nosotros y, de muchas maneras, marcarán para
siempre nuestras vidas. (...)
Cada calamidad económica deja una imagen impactante: en 1929 sí
saltaron al vacío los ejecutivos desde sus despachos; en esta crisis, en
cambio, los banqueros de las entidades quebradas se han llevado
suculentas indemnizaciones y el suicidio más sonoro fue muy diferente: el de un pensionista griego abocado a la miseria. (...)
La Gran Recesión puede leerse como un fracaso devastador del libre
mercado, y aun así casi nada ha cambiado: Wall Street sigue siendo
"densidad, inmensidad, complejidad", los mismos viejos vicios de la
economía siguen vigentes y, en todo caso, la crisis ha sido un
extraordinario catalizador para uno de las grandes preocupaciones de
estos tiempos, el auge imparable del populismo.
Quizá la quiebra, en
fin, haya llegado en la aparentemente indestructible democracia liberal,
que durante tantas décadas protagonizó un supuesto fin de la historia y
pareció inseparable del capitalismo. (...)
No había en el mundo banqueros más arrogantes y despiadados que los de
Lehman Brothers: de ahí la potencia visual de esas imágenes, esa cola de
jóvenes financieros cabizbajos llevándose sus pertenencias en cajas de
cartón.
Ese 15-S se abrió la caja de Pandora: "Estuvimos extremadamente
cerca de un colapso financiero global", ha escrito Ben Bernanke,
expresidente de la Fed (el banco central estadounidense) y una de las
personalidades fundamentales en la gestión de aquel caos.
La respuesta
fue, básicamente, no volver a dejar caer a nadie más: "Si no se afloja
la pasta, todo podría irse al infierno", advirtió el 24 de septiembre,
apenas nueve días después, un cariacontecido George W. Bush, supuesto
apóstol del libre mercado y a la sazón presidente de los Estados Unidos.
(...) el gigante asegurador American International Group (AIG) fue
nacionalizado; Merrill Lynch, el corredor de Bolsa más famoso de EE UU,
evitó el colapso vendiéndose a sí mismo a Bank of America (con montones
de dinero público, cómo no, de por medio); Goldman Sachs y Morgan
Stanley, los supuestos amos del universo, se convirtieron en bancos
regulados por la Fed para poder acceder a las garantías públicas; el
pánico alcanzó el mercado de fondos monetarios, con una fuga de
capitales que precipitó la congelación del mercado interbancario
internacional; la caja de ahorros más grande de Estados Unidos,
Washington Mutual, y el cuarto banco más grande del país, Wachovia, se
estrellaron envueltos en llamas y fueron adquiridos por una miseria por
el Estado; el secretario del Tesoro, Hank Paulson se puso –literalmente— de rodillas ante el Congreso
para activar un bazuka de 700.000 millones de dólares, al que le
siguieron estímulos fiscales y fuertes inyecciones de dinero público en
la banca en todo el mundo. Nadie había visto nada parecido.
Aquel
trimestre del diablo, el último de 2008, estuvo plagado de
nacionalizaciones bancarias practicadas en EE UU por un Gobierno (el de
Bush) plagado de políticos e ideólogos neocons, enemigos acérrimos de la
regulación y de la presencia del sector público en la economía.
Lo
mismo hizo la Europa de Angela Merkel, que después de salvar a los
bancos y tras un breve interludio de keynesianismo decretó recortes y austeridad
a una Europa en la que estuvo a punto de reventar el euro tras una
gestión de la crisis insuperablemente mediocre.
A algunos rincones, como
España, la crisis llegó con retraso: la burbuja inmobiliaria explotó a
cámara lenta, pero se llevó por delante la mitad del sistema financiero,
obligó a pedir un rescate y dejó a la economía española en medio de una
crisis oceánica –no solo económica— de la que solo ahora saca la
cabeza, y a duras penas.
(...) una superburbuja de casi 60 años hinchada a base de crédito, de deuda,
en la que cada vez que el sistema financiero se metía en problemas
aparecían los bancos centrales con nuevas fórmulas para estimular la
economía. Esa superburbuja se le acabó escapando de las manos al sistema
cuando las innovaciones financieras –subprime, derivados, CDO, CDS y
demás jerga imposible— se complicaron tanto que las autoridades ya no
parecían capaces de calcular los riesgos de los propios bancos.
"Que el señor bendiga este puto timo", decía un correo electrónico de
un ejecutivo de Standard & Poor's destapado en una investigación
del Congreso de EE UU para describir esas prácticas. Porque el timo fue
colosal: como en una versión moderna de aquel cuento infantil, los
grandes bancos se dedicaron a amasar enormes cantidades de paja
(préstamos hipotecarios de alto riesgo suscritos por pobres, inmigrantes
y desempleados), la tejían en una rueca algorítmica e industrial y
acababan convirtiéndola en oro (títulos financieros con la máxima
calificación de solvencia), según describe Matt Taibi en Cleptopía.
Para ello empleaban una técnica supuestamente prodigiosa denominada
titulización, que permitía –y permite: nada ha cambiado— hacerse con
hipotecas basura y convertirlas por arte de magia en inversiones
aparentemente tan seguras como la deuda de Microsoft o los bonos
alemanes, pero más lucrativos que ambos.
Hasta que un día esa magia se esfumó. A partir de septiembre de 2008,
todo lo que podía ir mal fue mal porque, al cabo, "el sistema
financiero está plagado de dogmas falsos, malentendidos e ideas
equivocadas: los mercados, dejados a su aire, no tienden al equilibrio
sino a hinchar burbujas", ha dejado dicho George Soros, unos de los más
grandes especuladores de los últimos siglos.
"La relación incestuosa
entre las autoridades y sus bancos acabó explotando", apunta Soros en La tormenta financiera. El resultado fue la crisis más grave desde la II Guerra Mundial. (...)
Y la música dejó de sonar de sopetón, por sorpresa, sin que
prácticamente ningún economista viera venir el silencio (hasta el punto
que se hizo célebre la pregunta de la Reina de Inglaterra a la flor y
nata de la profesión: "¿Por qué nadie lo vio venir?").
El despertador no
sonó verdaderamente hasta el 9 de agosto de 2007, cuando BNP Paribas,
un enorme banco francés, prohibió la retirada de capital de tres de sus fondos
que habían invertido en subprime, las hoy día celebérrimas hipotecas
basura estadounidenses.
Una vez sembrada la duda, el mercado
inmobiliario norteamericano inició un desplome a cámara lenta: empezó a
bajar la marea, y con ella empezó a verse quién había estado nadando
desnudo, según la feliz imagen del inversor Warren Buffett para
describir ese lío.
Tras los fondos de BNP, ese rey desnudo resultó ser Bear Stearns, un
banco de inversión de EE UU. Los mercados empezaron a oler sangre, a
buscar al antílope más lento, y Bear Stearns, empezó a experimentar problemas de liquidez
en marzo de aquel fatídico 2008.
Lo siguiente fue pura profecía
autocumplida: cuando los mercados creen que algo va a suceder, acaba
sucediendo indefectiblemente. Bear hizo aguas en apenas unos días. La
Reserva Federal buscó un comprador, J.P. Morgan, y accedió a hacerse
cargo de casi 30.000 millones en activos tóxicos: un rescate en toda
regla que despertó las iras de los ayatolás del riesgo moral. Ese
rescate fue tildado de "socialismo" por los republicanos
estadounidenses, que ni siquiera imaginaban lo que estaba a punto de
llegar.
Tras Bear Stearns, el Tesoro tuvo que gastar miles de millones en Fannie Mae y Freddie Mac:
"Lo más importante era salvarles el culo", ha escrito Hank Paulson en
sus poéticas memorias. Y, por fin, la siguiente víctima: Lehman. El
apocalipsis casis siempre defrauda a sus profetas, pero la lluvia
radiactiva provocada por la bancarrota de Lehman fue infinitamente peor
de lo que se preveía: tras intentar vender la entidad a un banco coreano
y a Bank of America, el Gobierno estadounidense y la cúpula de Lehman
iniciaron un interminable romance con el grupo británico Barclays.
Al
final, esa boda se fue al traste porque el Tesoro estadounidense decidió
no acudir al rescate con dinero público: en medio de una crisis, un
banco solo suele comprar otro banco si el Gobierno de turno saca la
chequera, como los españoles pudieron comprobar con el Popular.
En el
caso de Lehman, hubieran hecho falta apenas 50.000 o 60.000 millones
para evitar la bancarrota, según los cálculos de por aquel entonces de
un ejecutivo español de Lehman que después fue ministro y hasta banquero
central europeo.
Pero no: no hubo rescate de Lehman. Por el dichoso riesgo moral.
Porque se suponía que ese banco estaba menos interconectado al sistema
financiero internacional que otras entidades. Y porque seis meses
después de Bear también se suponía (el condicional es casi siempre una
pulcra maniobra de distracción cuanto se trata de bancos) que los
mercados "habían tenido tiempo suficiente para prepararse", según
aseguró Bernanke ante el Congreso de EE UU.
El error de cálculo fue mayúsculo. El mercado se había hecho a la
idea de que nadie iba a quebrar: los inversores creían que los Estados
no iban a permitirlo. Ese relato se hizo añicos con Lehman Brothers.
Pero el citado que cada palo aguante su vela duró apenas unas horas: los
rescates volvieron prácticamente de inmediato. Dio igual; para
entonces, la confianza ya se había deshecho como un azucarillo.
El resto
es historia: al margen de las consecuencias en EE UU, la crisis se hizo
global con Lehman. El caos no se limitó a Estados Unidos. Al poco
llegaron Fortis, Dexia, Hypo, los bancos irlandeses, Islandia entera:
los Gobiernos, por necesidad, intervinieron de la única forma posible
para minimizar los daños inmediatos garantizando de forma efectiva todo
el riesgo.
Los más débiles quebraron. En la eurozona, aún hoy mal
equipada para las crisis, los socios del euro se vieron obligados a
rescatar a media docena de Estados arrastrados por su sistema financiero
(salvo en el caso griego, la única crisis fiscal de campeonato que no
fue provocada por la banca sino por un déficit jupiterino maquillado
durante lustros).
La tormenta perfecta duró hasta bien entrado octubre de 2008: hasta que los ministros de Finanzas del G7 y el G20 formularon un compromiso inequívoco
para impedir la quiebra de las instituciones financieras sistémicas. No
más Lehmans, fue la consigna: en última instancia, a pesar del triunfo
de los apóstoles del libre mercado, solo la intervención decisiva y
globalmente coordinada de los Gobiernos y los bancos centrales detuvo el
pánico.
A pesar de eso, los paradigmas han cambiado poco o nada en las
procelosas aguas de la política económica: los sintagmas mágicas
preferidos por las autoridades en Europa eran y son austeridad expansiva
(sea lo que sea eso) y reformas estructurales. Los estadounidenses
leyeron mejor a Keynes y política fiscal y fueron más audaces con la
política monetaria. Europa sufrió mucho más: el BCE llegó tarde y Berlín
impuso una camisa de fuerza fiscal que ha alargado mucho la crisis. (...)
Fue una crisis de mil caras: financiera, económica, social, de deuda,
estadounidense, europea, de empleo, política, migratoria, de todo tipo.
Para detenerla, los líderes mundiales prometieron poco menos que una
refundación del capitalismo; la prioridad era embridar el sistema
financiero. (...)
No hubo tal refundación: "El sistema financiero actual es tan peligroso y
frágil como el que llevó a la crisis", asegura Martin Hellwig, del Max
Planck Institute.
Y nadie supo ponerle el cascabel al gato: el lobby financiero
(con 2.000 expertos en Washington y casi 1.500 en Bruselas, nada menos)
ha impedido reformar de veras las finanzas. Los rescates eran la
estrategia correcta a corto plazo y la estrategia equivocada a largo
plazo: Estados Unidos y Europa han intentado reforzar los colchones de
liquidez y capital, y han tratado de que la banca pague por sus
desmanes, pero el resultado final es limitado; desesperanzador. No ha
habido auténtica reforma (...)
"La banca internacional está insuficientemente capitalizada y
excesivamente endeudada. Los banqueros siguen cobrando bonus enormes e
injustificados. Los bancos centrales les siguen otorgando grandes sumas
de dinero a bajos tipos de interés.
El contribuyente sigue siendo el
accionista de último recurso de los bancos", denuncia John Kay en El dinero de los demás,
un libro imprescindible en el que justifica "la ira ciudadana contra
los banqueros y los políticos que les han protegido" y vaticina "otra
gran crisis financiera, porque nada ha cambiado". (...)
El modelo de negocio de Lehman era exactamente igual que el de la
gran banca actual: emplear tan pocos recursos propios como se pueda;
invertir en activos de alto riesgo; prometer una alta rentabilidad sobre
recursos propios no ajustada al riesgo; vincular los salarios a los
beneficios a corto plazo; asegurarse de que el contribuyente pagará la
cuenta en caso de catástrofe; enriquecerse rápidamente y todo lo que se
pueda. Ese es el maravilloso negocio de los banqueros.
La solución parece clara: más capital y recursos propios, más
liquidez, más control de riesgos, más supervisión, mejor regulación. Los
economistas coinciden al respecto. Pero no hay forma de ponerle el
dichoso cascabel al gato: "La capacidad del sistema financiero para
generar complejidad y fragilidad sobrepasa cualquier extremo en cuanto a
su alcance, escala y velocidad.
Las explosiones y burbujas son
formidables en los buenos tiempos (excesiva confianza, que termina en
créditos y deudas abultadísimos junto a comportamientos turbios o
abiertamente ilegales) e implosiones en los malos (pánicos, hundimientos
del crédito, búsquedas de cabezas de turco).
No creo que haya peligro
inminente, pero me siento incómodo: la regulación financiera no se ha
reforzado lo suficiente y la próxima crisis está esperando, inquietante,
en algún lugar", advierte Paul De Grauwe, de la London School. (...)
Algunos de los grandes villanos de estas crisis fueron los máximos
responsables de los bancos involucrados. James Cayne, de Bear Stearns,
era "un ejecutivo indolente y fumador de marihuana que prestaba más
atención al bridge que a su banco" (Y la música paró, genial libro de
Alan Blinder, de Princeton). Y Dick Fuld, el máximo responsable de
Lehman, era "un hombre intensamente competitivo y enjuto, con ojos
hundidos y temperamento inestable" (El valor de actuar, de Bernanke). (...)" (Claudi Pérez, El País, 09/09/18)
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