"... al fondo empieza a asomar el verde y blanco de la primera gran nave
comercial del polígono, la macroferretería Leroy Merlín. Al pasar a su
lado, discuten si es mejor hacer el recorrido “de abajo arriba” o “de
arriba abajo” y optan por esto último.
Así que pasan de largo Ikea, pero
ahí arranca un debate sobre si el perrito que piensan comer al acabar
su jornada cuesta un euro o solo 50 céntimos y el euro lo pagas cuando
el perrito lleva cebolla caramelizada –“con Coca-Cola es euro y medio,
eso seguro”, dice uno–.
Rebasan pasos de cebra y restaurantes de chapa y
aceras con el firme agrietado, hasta que llegan a Worten, un centro de
electrónica de consumo cuyo eslogan es “Aquí tu dinero vale más”.
Entonces abren sus mochilas, sacan el taco de hojas con sus currículos,
se abren las puertas mecánicas y cruzan el umbral en busca de un empleo. (...)
Pueden cambiar los nombres, las conversaciones y el escenario. Pero
esto, a grandes rasgos, es lo que están haciendo 930.000 jóvenes en
España, donde casi uno de cada cuatro menores de 25 años en edad de
trabajar (desde los 16) se encuentra a la caza de un hueco en el mercado
laboral, según la última Encuesta de Población Activa. La tasa de paro ronda en esta franja el 55%.
La más alta del país desde que existen datos y la más sonrojante de Europa: una
“vergüenza inaceptable”, en palabras de Martin Schulz, presidente del
Parlamento Europeo; una “emergencia social”, según José Manuel Durão
Barroso, su colega en la Comisión Europea.
Un dato crudo, impactante
y muy simétrico que, en el fondo, significa que al salir de Worten, uno
ha de meterse en Conforama, una superficie de menaje, y de ahí a Kiabi
(“la moda a pequeños precios”), y de Kiabi a Media Markt, y luego a
Nido, siguiendo las líneas de un guion que los tres conocen de memoria.
Las caras entre la solidaridad y el desdén de los dependientes.
El gesto
mecánico con el que dejan caer los folios en lo alto de la pila. “Los
cogen como churros”, dice bajo el sol de invierno Óscar Frías, de 20
años, gafas de sol y bufanda, experiencia de tres meses en una empresa
de tiempo libre, grado medio en Gestión Administrativa, sin carné de
conducir, con disponibilidad inmediata, no fumador. Hace un par de
semanas ya anduvo por este polígono de Alcorcón llamado Parque Oeste
probando suerte.
La pasada se pateó Xanadú, un centro comercial
mastodóntico de la periferia sur de Madrid. Y así, intercalando lugares,
dejando folios como quien siembra en una tierra estéril, hasta
retroceder al 21 de diciembre de 2011, cuando Frías y Noelia Sánchez, su
amiga de 19 años y flequillo caído como un telón sobre la frente,
compañera en este paseo a ninguna parte y también del curso de FP,
terminaron las prácticas.
Se paró el contador. El 30% de los
desempleados jóvenes lleva más de un año con las manos atadas a los
bolsillos; ellos, en breve, cumplirán año y medio. Ya no les sorprende
el letrero a la puerta de una tienda de Orange de la que les echan de
malos modos –“No se recogen currículos”–, ni se dejan engatusar por la
dependienta de un local de chucherías: “Aquí hay movimiento constante”.
Lo han oído antes. “Luego no llaman”. Fin de la excursión. Un perrito
barato en Ikea y vuelta al centro de Móstoles. (...)
Su vida en esta ciudad del sur
de Madrid tiene mucho de burbuja. Sin dinero ni independencia, apenas
cruzan sus fronteras. Van andando a todas partes. Echan horas en la
calle, “en la plaza, comiendo pipas, jugando a las cartas”. Han
aprendido a sobrevivir sin un duro.
Noelia vive en casa de sus abuelos
–“los dos tienen pensión, pero de las bajitas”– y comparte habitación
con su tía. Dejó la casa de su madre porque ahí vive su hermana pequeña y
ella se había convertido en “otra boca más”. Una vez al mes se pasa por
Cáritas a recoger una cesta de alimentos.
O se acerca a una iglesia
evangelista, donde “escuchas el sermón, pagas un euro, y te dan una
bolsa de comida. ¡Pero tienes que pagar el euro, eh!”.
La historia de Frías, en cuyo hogar solo entra la nómina del padre,
con un hermano parado y una madre inactiva, resulta similar: “Acabé de
estudiar y me dijeron que encontrara un curro para meter otro sueldo”.
Ambos ayudan con la compra y en la limpieza.
Antes de comer, van al
instituto y recogen a Jerónimo Sánchez, novio de Noelia (y tercer
acompañante de aquel paseo en busca de empleo), que estudia un grado
superior. “Nuestra vida es un poco aburrida”. Cada día se parece al
siguiente. Se conocen los mejores precios de Mercadona para aliñar un botellón
(“vodka blanco: 3,99 euros”) y han formado un equipo de voleibol,
bautizado La Plaza en honor al lugar donde matan el tiempo.
Entrenan dos
tardes por semana y juegan los domingos. De vez en cuando se pasan por
una gasolinera y recogen de las basuras los tiques de repostaje que
desechan los clientes. Con cada tique, tras rellenar un formulario online,
recibes 55 puntos. Con 190 puntos tienes una entrada de cine. Así
funciona la picaresca del siglo XXI. “Poco podemos hacer para salir de
esto”, dice Noelia sentada en un banco.
“Buscar trabajo. Poco más. No te
puedes plantear estudiar ni irte fuera de España. Eso solo se lo puede
plantear gente con ahorros o que su familia se lo puede pagar. Yo me
tengo que seguir quedando aquí”. Y Óscar, a su lado: “Yo me siento
excluido del sistema”. Como atrapado en una burbuja, concluye, “de la
que quieres salir, pero que no…”.
Hay muchas formas de ser joven y estar en paro. Pero la mayoría se pueden resumir en tres, según Juan José Dolado, profesor de Macroeconomía de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de los informes de los que se nutre la OCDE para diseccionar la precariedad española: “O están viviendo de sus familias. O trabajando en negro. O marchándose del país”.
La mayoría se ha creado una rutina para sobrevivir al desánimo. Envían
currículos, se apuntan a cursos, practican deporte. Son “asistentes” de
casa, como nos decía uno. Cuidan de sus mayores. O del huerto familiar.
Se encuentran a la espera. En estado latente. Con nivel mínimo de gasto.
Como una semilla cuando no hay agua.
“Yo no me dedico a la molicie”,
dice José Antonio Gómez, de 24 años, abogado sin empleo, con un máster
en Filosofía, dos posgrados en la Escuela de Práctica Jurídica y ninguna
experiencia laboral. Lo conocemos en el gimnasio Kiofu, donde entrena
yudo dos tardes por semana. “Aquí vienen a desfogarse”, lo presenta su
maestro. El abogado pelea con otro parado.
Lleva una mancha de sangre en
el quimono. Y en aquel local, asegura el dueño, la mitad de los socios y
alumnos están buscando trabajo. Como Leyber Castro, español de origen
ecuatoriano al borde de los 19 años.
Alumno aventajado de mixed martial arts,
un cóctel de artes marciales, mantiene un acuerdo con el propietario
que parece sacado de una película de boxeo: el chico tiene talento, pero
no puede pagar el gimnasio porque no lo contratan en ningún lado;
entrena a cambio de abrir por las mañanas y de fregar los vestuarios
cuando echan el cierre. (...)
Al abogado yudoca lo acompañamos también un domingo a su partida semanal
de ajedrez en la liga madrileña. Tras una apertura escocesa del
contrario, retoma la iniciativa y su enemigo deja caer la bandera
a dos movimientos del mate. José Antonio Gómez asegura que se siente
“un paria casi”, pero el ajedrez le permite pagarse algún “capricho”:
dos tardes por semana imparte clases en colegios.
Las mañanas las dedica
a leer. Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, tiene entre manos. Su vida recuerda a la de un monje oriental: ajedrez, estudios y ejercicio físico. (...)
A la puerta encontramos a Virginia Caparrós, de 24 años, gruesos
auriculares y pañuelo palestino. No se la suele ver por la calle. No
sale. No tiene ocio. “Respirar cuesta dinero”, dice. Como mucho, echa
“una partida a la play” por las tardes. Con un grado en
Peluquería, ha trabajado de todo y busca de lo que sea. Ha venido a
pedir información sobre los cursos de contabilidad.
Le gustaría que le
sucediera como a su amiga Raquel, que mañana empieza a trabajar de
administrativa y hace años estudió ese tipo de cosas. En el pasillo
abordamos a los aspirantes a los cursos de Control de Plagas y de
Gestión Fiscal para Emprendedores. Alexander Peña, de 25 años, tres de
ellos parado, “desde el petardazo”. Ha hecho cursos de carretillero y
manipulador de alimentos, de mantenimiento de edificios y soldador.
Sus
manos ayudaron a construir los túneles de la M-30. “A veces me veo bajo
un puente. Estás intentando buscarte las habichuelas y no te dan ni
una”. Daniel Élez, de 23. Rostro tranquilo. Se enteró del curso por su
padre, también en paro, que se acercó al centro a ver si le salía algo
para reciclarse. “Solo había para jóvenes. Me dijo que viniera”. (...)
Alejandra nos sube a un pequeño coche de segunda mano que pagó con su
finiquito. Trabajó cuatro años de administrativa en una empresa de
muebles. Arranca, atraviesa un polígono industrial y en los 40 Principales comienza a sonar un tema que dice: “And there’s no stopping us right now”
(ahora mismo no nos podrán detener), muy apropiado para explicar cómo
ha decidido aventurarse en el mundo del maquillaje:
“Empecé a investigar
técnicas por Internet. He conocido a gente que se dedica a ello. Puede
que seamos muchos. Pero no todos lo hacemos igual”. Detiene el coche en
el aparcamiento de un centro comercial. Del maletero toma un maletín
morado. Se adentra en el local Gherson R. Peluqueros, donde el dueño,
con el pelo afeitado a medio cráneo y un reflejo color cobalto en el
tupé, le deja practicar. Alejandra lo hace gratis. De momento.
En el
establecimiento también suele echar las tardes su amiga Sara.
Informática en paro, se las arregla dando clases particulares de
tecnología a personas mayores. A unos, cuenta, les enseña a manejar
Skype. Para que puedan hablar con su hijo, que se ha largado a buscarse
la vida en el extranjero. (...)
Al acabar la entrevista, Macías
nos habla de sus rutinas: “Echo las mañanas en la finca familiar. Cuido
el huerto y de los animales. Recojo tomates”.
El director de delegación, con
amplio trabajo de campo, nos habla del “rol de la abuela”, de familias
que hacen “virguerías” con 600 euros de pensión; de “los excluidos” que
llevan seis meses buscando y se sienten “desaprovechados por la
sociedad”; de la playa de Las Canteras, repleta de jóvenes; y del
deporte, una vez más:
“Les ayuda a mantenerse activos. Porque esto va
minando tu confianza. No te llaman y empiezas a pensar: ‘Estoy fallando
yo’. En la avenida marítima hay una zona para correr con cientos de
personas”. (...)
Pero allí (País Vasco) el deporte también se ha vuelto una constante. “No voy a estar
tirado en el sofá. No es bueno para el cuerpo. Ni para la mente”, dice
Mikel Bollain, de Vitoria, de 24 años, arquitecto técnico. Sin empleo
desde que se graduó, y después de unos meses en Londres, le tocó cuidar a
su abuelo, de 90 años.
Empezó a salir a correr. A ir al gimnasio. Un
poco de tenis. Algo de baloncesto. Desde enero combina el ejercicio con
un curso de empleo verde organizado por Lanbide-Servicio Vasco de Empleo sobre eficiencia energética de los edificios.(...)
Hace poco, la arquitecta gijonesa Isabel Mañana, ya citada, también
empezó a correr con regularidad, y otros tres días por semana se machaca
en el gimnasio. Su hermana les llama cariñosamente, a ella y a sus
amigos, “los gattacas”, por aquella película de ciencia ficción (Gattaca)
en la que jóvenes, guapos, atléticos, genéticamente perfectos y
mentalmente superdotados esperan un día tras otro, sin que les llegue,
el destino para el que fueron concebidos: viajar al espacio." (
Guillermo Abril , El País, 22 ABR 2013)
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