"La frustración
nacida de la estulticia de la Troika en la gestión de la crisis está
tan justificada como la crítica de los errores de diseño en la
construcción de la Unión Monetaria. Pero un regreso al parapeto
atrincherado de las monedas nacionales no ofrece solución ninguna.
Nadie debería sucumbir a la ilusión fatal de que eso permitiría poner
freno a la política económica y financiera neoliberal. Al contrario.
Mientras esté en vigor el Tratado de Lisboa suscrito en 2007, seguirá
el baile. El error intelectual cardinal en la gestión de la crisis del
euro consiste en confundir la Unión Monetaria con un recinto habilitado
para la actividad económica mundialmente competitiva.
Pero la
disolución del euro no alteraría eso para nada. Ni pondría fin a los
gravosos desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur de la UE. Que
una competición devaluatoria sacaría de la miseria a los países en
crisis, es cosa que sólo los ilusos pueden llegar a creer.
Los Estados
golpeados no se sustraerían a la crisis, y lo poco que de ella pudieran
ahorrase, no sería desde luego a cuenta de la devaluación monetaria.
De los shocks monetarios que seguirían a la
desintegración del euro sólo se alegrarían los especuladores
internacionales de divisas. Los gobiernos que devaluaran su moneda un
20%, un 30% o más, tendrían que atenerse sin demasiadas sorpresas a las
reacciones de los mercados financieros.
Quien devalúa, es castigado
con intereses y primas de riesgo más elevados. Eso debería tenerse ya
por bien sabido desde la prehistoria del euro. Los países en crisis de
la Eurozona, además, no se han endeudado en la propia moneda.
Puesto
que los patrimonios y las deudas exteriores de sus ciudadanos están
denominados en euros, la devaluación no puede sino provocarles
pérdidas: significa cerrar cualquier vía de escape a su actual
situación de servidumbre por deuda. (...)
También un país
como Alemania tiene que lidiar desde hace décadas con distintos
criterios económicos en distintas partes del país, lo que se equilibra
con una compensación financiera intraalemana, una especie de solidaridad
estatalmente organizada entre autonomías y regiones.
Esa solidaridad
falta en la Unión Monetaria, lo que, desde la erupción de la
eurocrisis, viene corrigiéndose de modo unilateral: merced a la
hegemonía alemana, toda Eurolandia ha sido metida en la camisa de
fuerza de una unión de austeridad: pacto fiscal más pacto de
competitividad.
Hay, pues, una política económica y monetaria común:
desgraciadamente, de todo punto falsa. En el camino de la política
acertada, por la que abogan incluso expertos económicos alemanes, se
atraviesan el miedo a la deuda y el miedo a la inflación, y naufraga por
causa del egoísmo nacional.
Y los alemanes, que son quienes más han
podido hasta ahora beneficiarse del euro, carecen de razones para
negarse a una comunidad de responsabilidades (eurobonos, o una unión de
transferencias). Desde luego que un cambio de rumbo le costaría algo a
la República Federal de Alemania, pero manifiestamente menos que una
recaída en una dispersión de pequeños Estados promovida y dominada por
el marco alemán.
Una Alemania
sin el euro tendría que contar con graves quebrantos económicos. No
bien de regreso el marco, los mercados de divisas lo reevaluarían, y no
precisamente poco (véase más arriba). Ni siquiera la Bundesbank
se alegraría demasiado con el poder recobrado. La salida del euro le
echaría a perder los balances, pues habría perdido el grueso de la
deuda activa que ella misma, el Estado alemán y la banca y las empresas
privadas alemanas tienen en la zona euro exterior.
De modo que,
saliendo del euro, habrían logrado lo que precisamente se quiere
evitar: una deuda pública harto mayor –de proporciones italianas o aun
griegas— en la patria de los histéricos de la deuda…" ('Las ilusiones fatales de quienes propugnan ahora una salida de la Eurozona' de
Michael R. Krätke, Sin Permiso, 26/05/2013)
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