"(...) Estamos otra vez en crisis con
Atenas porque a la canciller alemana, ya en mayo de 2010, los intereses
de los inversores le importaban más que una quita de la deuda para
sanear la economía griega.
En este momento se ha puesto en evidencia
otro déficit institucional. El resultado de las elecciones griegas
representa el voto de una nación que se defiende con una mayoría clara
contra la tan humillante como deprimente miseria social de la política
de austeridad impuesta al país.
El propio sentido del voto no se presta a
especulaciones: la población rechaza la prosecución de una política
cuyo fracaso ha experimentado de forma drástica en sus propias carnes.
Investido de esta legitimación democrática, el Gobierno griego ha
intentado inducir un cambio de política en la eurozona. Y ha tropezado
en Bruselas con los representantes de otros 18 Gobiernos, que justifican
su rechazo remitiendo fríamente a su propio mandato democrático. (...)
La comicidad involuntaria de su estrecho pensamiento nacional-estatal expuso con la mayor elocuencia ante la opinión pública europea qué es lo que realmente hace falta: formar una voluntad política ciudadana común en relación con las trascendentales debilidades políticas en el núcleo europeo.
Las negociaciones para llegar a
un acuerdo en Bruselas se gripan porque ambas partes culpan de la
esterilidad de sus negociaciones no a los fallos de construcción de
procedimientos e instituciones, sino a la mala conducta de sus socios.
El acuerdo no fracasa por unos cuantos miles de millones de más o de
menos, ni siquiera por uno u otro impuesto, sino únicamente porque los
griegos exigen hacer posible que la economía y la población explotada
por élites corruptas tengan la posibilidad de volver a ponerse en marcha
con una quita de la deuda o una medida equivalente; por ejemplo, una
moratoria de los pagos vinculada al crecimiento.
Los acreedores, por el
contrario, no cejan en el empeño de que se reconozca una montaña de
deudas que la economía griega jamás podrá saldar. Es indiscutible que
una quita de la deuda será irremediable, a largo o a corto plazo. No
obstante, los acreedores insisten en el reconocimiento formal de una
carga que de hecho es imposible pagar.
Hasta hace poco mantenían incluso
la exigencia, literalmente fantástica, de un superávit primario
superior al 4%. Es verdad que esta demanda se ha rebajado al 1%, que
tampoco es realista; pero, hasta el momento, el intento de llegar a un
acuerdo, del que depende el destino de la Unión Europea, ha fracasado
por la exigencia de los acreedores de sostener una ficción.
Naturalmente, los “países
donantes” tienen razones políticas para sostenerla, ya que a corto plazo
eso permite demorar una decisión desagradable. Temen, por ejemplo, un
efecto dominó en otros países deudores; y Angela Merkel tampoco está
segura de su propia mayoría en el Bundestag.
Pero está fuera de toda
duda la necesidad de revisar una política equivocada a la luz de sus
consecuencias contraproducentes. Por otro lado, tampoco se puede culpar
del desastre solo a una de las partes.
No puedo juzgar si a las
maniobras tácticas del Gobierno griego subyace una estrategia meditada,
ni qué hay que atribuir a imposiciones políticas, qué a la inexperiencia
o a la incompetencia de los negociadores. Estas difíciles
circunstancias impiden explicar por qué el Gobierno heleno pone difícil
incluso a sus simpatizantes discernir un rumbo en su errático
comportamiento.
La exigencia de una quita de
la deuda, bajo continuo de sus negociaciones, no basta para despertar en
la parte contraria la confianza de que el nuevo Gobierno va a ser
diferente, de que actuará con mayor energía y responsabilidad que los
Ejecutivos clientelistas a los que ha sustituido. Tsipras y Syriza
hubieran podido desarrollar el programa reformista de un Gobierno de
izquierda y “presentárselo” a sus socios de negociación en Bruselas y
Berlín.
La discutible actuación del
Gobierno griego no suaviza un ápice el escándalo de que los políticos de
Bruselas y Berlín se nieguen a tratar a sus colegas de Atenas como
políticos.
Aunque tienen la apariencia de políticos, solo se permiten
hablar en su condición económica de acreedores. Esa transformación en
zombis busca presentar la dilatada situación de insolvencia de un Estado
como un suceso apolítico propio del derecho civil, un suceso que podría
dar lugar al ejercicio de acciones ante un tribunal. Pues de este modo
es tanto más fácil negar una corresponsabilidad política. (...)
Como miembros de la troika, las instituciones europeas también se funden con este actor, de tal modo que los políticos, en la medida en que actúen en esta función, pueden retirarse al papel de agentes que se rigen estrictamente por normas y a los que no se les pueden exigir responsabilidades.
Esa disolución de la
política en la conformidad con los mercados puede explicar la
desvergüenza con la que los representantes del Gobierno federal alemán,
todos ellos personas sin tacha moral, niegan su corresponsabilidad
política en las devastadoras consecuencias sociales que han aceptado, en
tanto que líderes de opinión en el Consejo Europeo, como consecuencias
de la imposición de un programa neoliberal de austeridad.
El escándalo
dentro del escándalo es la obcecación con la que el Gobierno alemán
percibe su papel de liderazgo. Alemania debe el impulso inicial para su
despegue económico, del que todavía se alimenta hoy, a la generosidad de
las naciones acreedoras que en el Tratado de Londres de 1954 condonaron
más o menos la mitad de sus deudas." (
Jürgen Habermas , El País,
28 JUN 2015)
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