"En el momento que estamos gobernados por las derechas más corruptas e
incompetentes, las izquierdas están empeñadas en disimular lo más
posible para que no se noten sus inclinaciones. No se trata de repetir
las bobadas de que no hay derechas ni izquierdas, o aquella chuscada
orteguiana tan citada antaño por todo fascista español que se preciara:
ser de derechas o de izquierdas son dos maneras de ser idiota (cito de
memoria). (...)
Pero lo más llamativo fue la decadencia de una clase obrera que había
perdido absolutamente cualquier conciencia de clase y quería ser como
mínimo aristocracia sindical. Conforme gran parte de los obreros fueron
desapareciendo por los avances tecnológicos y se convirtieron en
dignísimas piezas de museo, cargadas de historias, de fracasos, de
estafas (algún día se explicará Asturias y su minería como un fenómeno
espectacular de laminación de aquella que fue, o había de ser, la sal de
la tierra), llegó la calma salpicada de rabia.
Los partidos o
grupos con aspiraciones a ser una alternativa al capital más feroz que
conocieron los tiempos no están formados por trabajadores asalariados,
que venden según el canon marxista su fuerza de trabajo, sino por
profesores. Si hay algo que caracteriza el final del ciclo
revolucionario que se abrió en 1917, y que ya antes cantaba
La
Internacional, que hoy suena a charanga de desvergonzados –“Arriba
parias de la tierra, en pie famélica legión…”–, tiene como un eco
sarcástico puesto en boca de miles de profesores, catedráticos… eso que
da ahora en llamarse enseñantes. Lo primero que habría que hacer es
inventarse un himno y dejar de burlarse de un pasado duro y sangriento, y
evitar La Internacional, que ya es canción para nostálgicos de la
derrota o funcionarios sin demasiados escrúpulos.
Con el final del
ciclo revolucionario se acabó La Internacional. Lo demás son payasadas.
¿Qué revolución se puede hacer con funcionarios del Estado? Hay que
variar el marco y el rumbo si el ciclo presuntamente revolucionario se
ha terminado.
Ahora, a lo más, transformaciones profundas y una ética
política de respeto ciudadano, que incluya no robar a los colegas, que
no otra cosa es estafar, tirar de comisiones por favores subterráneos, y
todas esas variedades que han ido creando los funcionarios de un Estado
corrupto; cuando más altos, más corruptos.
Que el más importante y
respetado líder sindical de la minería en Asturias, sede del mítico
SOMA-UGT, tenga cuenta en Suiza por valor superior al millón de euros se
traduce en muchas cosas, empezando por una puntilla mortal a un
sindicato que no comparta con la mafia métodos y ambiciones.
Ya no
hay obreros, salvo excepciones honrosísimas, que voten a la izquierda.
Se desplazan a la derecha, y en su mayoría a la radical extrema derecha,
porque la que antaño fue radical extrema izquierda se pasó de vueltas y
está copada por funcionarios, voluntariosos enseñantes, que se diría
ahora, que tienen todo garantizado –subida aquí, bajada allá–, pero un
Estado protector contra el que ellos en su mayoría lucharon.
En parte
les concedieron ese estado que ahora contemplan soberbios y admirados,
igual que las clases bajas, los restos obreros, aseguran una cierta
estabilidad frente a la tropa funcionarial que tiene muy lejos la idea y
hasta la ambición de “conquistar los cielos”. ¡Dejemos los cielos para
los curas y los ángeles, y peguemos los pies en tierra porque se acabó
la solidaridad fuera de las oenegés, que felizmente no son partidos
políticos!
No hace falta ser un lince para detectar signos de
decadencia en una izquierda, la española, cuyo ciclo inició su mortal
caída en 1982, cuando muerto el dictador –rodeado de los suyos–,
iniciada una invención académica de gran éxito entre la gente llana y
gran fortuna entre los que invertían en futuro, que se llamó transición,
la población –no me atrevería a decir ciudadanía, que es término muy
ligado a la libertad de criterio y a la conciencia crítica– decidió una
gran apuesta.
Llevar la izquierda al poder, aquel PSOE de Felipe y
Alfonso. Entre otras cosas no había opción posible que no fuera esa, o
un señor cuyo nombre no debería ser borrado de los anales de la inanidad
política, Landelino Lavilla. Gente seria y formada, funcionario del
Estado desde siempre y con muy alta calificación.
Todo se fue al
carajo, pero eso sí, muy risueños, porque el PSOE tenía la lección
aprendida y estaba advertido que el ciclo aquel de las revoluciones y
los cambios profundos estaba en la UCI del hospital de la historia.
El
ciclo apenas podía ya respirar arrollado por una derecha segura de que
tenía una larga extensión en el tiempo y que no había peligro en el
horizonte. No hay cosa más patéticamente divertida que un partidete,
Ciudadanos, que nació en Barcelona, por el que nadie daba un duro,
dirigido por un tal Albert Rivera, orador de concurso.
Empezó con un
puñado de notables y cándidos intelectuales, convencidos de que la
socialdemocracia no estaba bien representada en España. Tardó unos años,
pocos, para conseguir hacerse un figura respetable en un mundo político
como el español, poco inclinado a la respetabilidad. Pero lo logró y es
su mérito.
Lo primero que hizo en su reciente congreso es dejar
de ser socialdemócrata para definirse como liberal. ¿Qué otra cosa iba a
hacer un tipo ambicioso con ganas de tocar poder a costa de lo que sea y
que no se note que la política es trabajo que tiene mucho que ver con
la carnicería?
Si el ciclo aquel que se inició en 1917 en Rusia se fue
agotando hasta llegar a la pobreza y luego a la miseria caben dos
opciones: esperar tiempos mejores, y para ello se requiere tiempo (que
algunos ya no tendremos), y voluntad de poder. Lo demás son discusiones
semánticas con florete, arma especialmente inadecuada para la pelea en
campo abierto." (Gregorio Morán, La Vanguardia, en Rebelión, 13/02/17)
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