15.3.19

La izquierda no ofrece un horizonte, unas formas de identidad y cambios palpables en el terreno de lo cotidiano, una forma de hacer política propia... un treinta por ciento del censo —cifra mayor que el partido ganador de las generales— contempla lo político como un rumor de fondo a la hora del informativo. Empíricamente no ven cambios sustanciales a mejor en su vida de clase trabajadora, pero tampoco relacionan los cambios a peor con lo neoliberal. Ajenos a los procesos electorales son dados por la izquierda como imposibles...

"(...) la abstención no es un todo uniforme para la izquierda. En las dos últimas citas electorales, con la irrupción de Podemos y sus confluencias, mientras que se obtuvieron unos muy buenos resultados para un partido que se presentaba por primera vez, en torno a cinco millones de votos, que el PSOE se desplomara obteniendo un número similar hizo muy difícil formar gobierno.

 ¿A dónde fueron los votos del PSOE? Una parte a Ciudadanos, otra mayor a Podemos, pero sobre todo a la abstención, como ha vuelto a suceder en los recientes comicios andaluces.

La narración de que existe una izquierda radical que con su abstención por exquisitez frustra las aspiraciones del campo progresista se demuestra así no del todo cierta. Es verdad que hubo votantes tradicionales de IU que dejaron de votar a Unidos Podemos, como también es cierto que, sobre todo, el motivo de la derrota fue la alta abstención de los votantes del PSOE, que no encontraron otras opciones de izquierda con las que identificarse. 

Además hay que tener en cuenta que el sistema electoral español, la conocida como ley D’Hont, hace que el valor del voto crezca en provincias pequeñas donde Unidos Podemos obtiene resultados menos positivos que en las zonas urbanas, es decir, que el valor del abstencionista del PSOE es mayor.

¿Y qué hay de ese 20 a 30 por ciento de personas que en España no votan nunca? Parece exagerado atribuir que la totalidad de ese porcentaje, actualmente alrededor de diez millones de personas, sean anarquistas o comunistas que no comulgan con el parlamentarismo liberal. Si así fuera este artículo no tendría lugar porque estaríamos hablando acerca de colectivizaciones y por las calles se estaría escuchando el Hijos del pueblo.

Al margen de la exageración es muy difícil calcular cuántos ciudadanos no votan por un compromiso ideológico. Sumando el voto en blanco como opción protesta y considerando generosamente que tres cuartas partes de los nulos no lo sean por errores, tenemos alrededor de unas 300 000 personas. Viendo la exigua presencia pública de organizaciones que llaman a la abstención activa en, por ejemplo, manifestaciones, podríamos inferir, también siendo muy generosos, que la cifra alcanzaría el medio millón en todo el país. Nos quedarían aún nueve millones y pico de personas que se abstienen por otras razones.

Que el PSOE haya tenido en esta última legislatura 85 diputados no es culpa de una pandilla de atolondrados jóvenes que andan pensando en la revolución, sino posiblemente a que sus votantes tradicionales estaban desencantados con el periodo Rubalcaba y su ligera oposición a las medidas de austeridad impuestas por el PP. 

Que el actual presidente dimitiera de la secretaría general del PSOE en septiembre de 2016 no es culpa de los anarquistas, sino de eso que se dioo en llamar el "golpe de Ferraz", o las presiones de los poderes económicos y mediáticos a la ejecutiva del PSOE para no formar un Gobierno alternativo al de Rajoy. Puede que Iglesias se equivocara al no pactar con Sánchez en la breve legislatura tras las elecciones de 2015, lo que es seguro es que si Rajoy pudo volver a formar Gobierno fue gracias a este golpe. 

Un Gobierno que tuvo que ser desalojado por una moción de censura tras los graves casos de corrupción en los que judicialmente se vio envuelto el PP. Uno que nunca se tuvo que haber producido pero que el PSOE permitió aun a costa de abrasarse.

Más allá de estos hechos de nuestra historia reciente, ya sepultados entre el mar de banderas que vino un año después, podemos asumir que existen tres tipos de abstención: una minoritaria por rechazo frontal a lo parlamentario, aquella que se da entre los votantes de izquierda por sentirse desencantados y una de tipo estructural.

Respecto al primer tipo, aquella abstención por conciencia, poco más se puede comentar. El debate aquí estaría centrado en si entrar al juego parlamentario desactiva otros tipos de acción política o si tan sólo es una herramienta más. En todo caso y aunque el conflicto sea interesante es uno muy minoritario y poco fructífero en el terreno de las posibilidades actuales.

Con la abstención por desencanto tampoco hay mayor recorrido, ya que quien está convencido en votar a un partido rara vez cambia el sentido de su voto, sino que prefiere quedarse en casa como toque de atención. Los votantes de derecha, en este aspecto, tienen mayores tragaderas, ya que aquellos que votan a los conservadores, una mayoría por tradición o aspiración más que por interés de clase, lo hacen pensando en valores morales o ambiciones individuales y para esto da igual si los tuyos tienen un peculiar concepto de la legalidad.

 ¿O no? Quizá también la diferencia estriba en que los partidos de derechas nunca decepcionan por defecto a sus electores mientras que la izquierda, en el proceso de adaptación al neoliberalismo, decepciona continuamente a los suyos.

En el programa Negro sobre Blanco —cuando aún Dragó decía dedicarse a la literatura— se dio a principios de los dos mil un interesante debate entre Santiago Carrillo y Gustavo Bueno. A la pregunta de a dónde iba la izquierda en el siglo XXI, el exsecretario general del PCE contestó algo que les resultará conocido: "la izquierda será un movimiento más que un partido donde coincidirán gentes de procedencias y escuelas diversas preocupadas por la paz, los derechos humanos, el ecologismo...", a lo que el filósofo contestó que entonces el abanderado de la izquierda sería el Papa. 

El pasaje nos resume por qué a la izquierda, no sólo española sino europea, le cuesta cada vez más ser una fuerza electoral en este nuevo contexto: no ofrece un horizonte, unas formas de identidad y cambios palpables en el terreno de lo cotidiano, una forma de hacer política propia.

 Esta situación no sólo afecta a un cierto nivel de desencanto sino que es una de las causas principales del abstencionismo estructural. La persona que nunca vota no es que esté desilusionada con la izquierda, es que es ajena por completo a todo tipo de política, estando de hecho enajenada del propio concepto de ciudadanía.

 Este escenario es por tanto el ideal para un sistema parlamentario que ha quedado reducido a una mera comparsa de lo económico, es el óptimo para una democracia cuyo único valor es el cosmético. Que en Estados Unidos no vote algo menos de la mitad de la población no es un problema del sistema, es el propio sistema funcionando para garantizar su continuidad.  (...)

 Así nos encontramos la tormenta perfecta. De un lado un treinta por ciento del censo —cifra mayor que el partido ganador de las generales— que contempla lo político como un rumor de fondo a la hora del informativo. Empíricamente no ven cambios sustanciales a mejor en su vida de clase trabajadora, pero tampoco relacionan los cambios a peor con lo neoliberal. Ajenos a los procesos electorales son dados por la izquierda como imposibles. 

De otro un número creciente de votantes desencantados que además son acusados de exquisitos por vivenciar la progresiva falta de programa y valores propios en la izquierda. Por último un núcleo de votantes que contempla más que la acción política, las elecciones, como una manera de obtener réditos individuales y no como una herramienta de mejora colectiva.

 La abstención nunca ha sido un problema cuando la política mostraba su fortaleza para hacer frente a los poderes económicos, para proponer algún cambio sustancial en la sociedad, no con ilusión, campañas y marketing, sino estrechando los lazos comunes e implicando a la mayoría en su empeño.

Culpar al abstencionista es, en el mejor de los casos, culpar al síntoma, no a la enfermedad: una política que se puede adquirir sólo en periodo electoral, a menudo en rebajas, con unos componentes equívocos en la etiqueta y sabiendo que no vamos a tener manera de devolver lo comprado en varios años.
El abstencionismo puede parecer un capricho individual, la dejación del poder ciudadano, pero es un problema colectivo, el del estrechamiento del horizonte de la política hasta casi desaparecer. No se pregunten por qué la gente está dejando de votar, pregúntense por qué se dejó de hacer política."               (Daniel Bernabé ,VICE, 20 February 2019)

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