"(...) la abstención no es un todo uniforme para la
izquierda. En las dos últimas citas electorales, con la irrupción de
Podemos y sus confluencias, mientras que se obtuvieron unos muy buenos
resultados para un partido que se presentaba por primera vez, en torno a
cinco millones de votos, que el PSOE se desplomara obteniendo un
número similar hizo muy difícil formar gobierno.
¿A dónde fueron los
votos del PSOE? Una parte a Ciudadanos, otra mayor a Podemos, pero sobre
todo a la abstención, como ha vuelto a suceder en los recientes
comicios andaluces.
La narración de que existe una izquierda radical que
con su abstención por exquisitez frustra las aspiraciones del campo
progresista se demuestra así no del todo cierta. Es verdad que hubo
votantes tradicionales de IU que dejaron de votar a Unidos Podemos, como
también es cierto que, sobre todo, el motivo de la derrota fue la alta
abstención de los votantes del PSOE, que no encontraron otras opciones
de izquierda con las que identificarse.
Además hay que tener en cuenta
que el sistema electoral español, la conocida como ley D’Hont, hace
que el valor del voto crezca en provincias pequeñas donde Unidos
Podemos obtiene resultados menos positivos que en las zonas urbanas, es
decir, que el valor del abstencionista del PSOE es mayor.
¿Y qué hay de ese 20 a 30 por ciento de personas que
en España no votan nunca? Parece exagerado atribuir que la totalidad de
ese porcentaje, actualmente alrededor de diez millones de personas,
sean anarquistas o comunistas que no comulgan con el parlamentarismo
liberal. Si así fuera este artículo no tendría lugar porque
estaríamos hablando acerca de colectivizaciones y por las calles se
estaría escuchando el Hijos del pueblo.
Al margen de la exageración es muy difícil calcular
cuántos ciudadanos no votan por un compromiso ideológico. Sumando el
voto en blanco como opción protesta y considerando generosamente que
tres cuartas partes de los nulos no lo sean por errores, tenemos
alrededor de unas 300 000 personas. Viendo la exigua presencia pública
de organizaciones que llaman a la abstención activa en, por ejemplo,
manifestaciones, podríamos inferir, también siendo muy generosos, que
la cifra alcanzaría el medio millón en todo el país. Nos quedarían
aún nueve millones y pico de personas que se abstienen por otras
razones.
Que el PSOE haya tenido en esta última legislatura 85
diputados no es culpa de una pandilla de atolondrados jóvenes que
andan pensando en la revolución, sino posiblemente a que sus votantes
tradicionales estaban desencantados con el periodo Rubalcaba y su ligera
oposición a las medidas de austeridad impuestas por el PP.
Que el
actual presidente dimitiera de la secretaría general del PSOE en
septiembre de 2016 no es culpa de los anarquistas, sino de eso que se
dioo en llamar el "golpe de Ferraz", o las presiones de los poderes
económicos y mediáticos a la ejecutiva del PSOE para no formar un
Gobierno alternativo al de Rajoy. Puede que Iglesias se equivocara al no
pactar con Sánchez en la breve legislatura tras las elecciones de
2015, lo que es seguro es que si Rajoy pudo volver a formar Gobierno fue
gracias a este golpe.
Un Gobierno que tuvo que ser desalojado por una
moción de censura tras los graves casos de corrupción en los que
judicialmente se vio envuelto el PP. Uno que nunca se tuvo que haber
producido pero que el PSOE permitió aun a costa de abrasarse.
Más allá de estos hechos de nuestra historia
reciente, ya sepultados entre el mar de banderas que vino un año
después, podemos asumir que existen tres tipos de abstención: una
minoritaria por rechazo frontal a lo parlamentario, aquella que se da
entre los votantes de izquierda por sentirse desencantados y una de tipo
estructural.
Respecto al primer tipo, aquella abstención por
conciencia, poco más se puede comentar. El debate aquí estaría
centrado en si entrar al juego parlamentario desactiva otros tipos de
acción política o si tan sólo es una herramienta más. En todo caso y
aunque el conflicto sea interesante es uno muy minoritario y poco
fructífero en el terreno de las posibilidades actuales.
Con la abstención por desencanto tampoco hay mayor
recorrido, ya que quien está convencido en votar a un partido rara vez
cambia el sentido de su voto, sino que prefiere quedarse en casa como
toque de atención. Los votantes de derecha, en este aspecto, tienen
mayores tragaderas, ya que aquellos que votan a los conservadores, una
mayoría por tradición o aspiración más que por interés de clase, lo
hacen pensando en valores morales o ambiciones individuales y para esto
da igual si los tuyos tienen un peculiar concepto de la legalidad.
¿O
no? Quizá también la diferencia estriba en que los partidos de
derechas nunca decepcionan por defecto a sus electores mientras que la
izquierda, en el proceso de adaptación al neoliberalismo, decepciona
continuamente a los suyos.
En el programa Negro sobre Blanco —cuando aún Dragó
decía dedicarse a la literatura— se dio a principios de los dos mil un
interesante debate entre Santiago Carrillo y Gustavo Bueno. A la
pregunta de a dónde iba la izquierda en el siglo XXI, el exsecretario
general del PCE contestó algo que les resultará conocido: "la
izquierda será un movimiento más que un partido donde coincidirán
gentes de procedencias y escuelas diversas preocupadas por la paz, los
derechos humanos, el ecologismo...", a lo que el filósofo contestó que
entonces el abanderado de la izquierda sería el Papa.
El pasaje nos
resume por qué a la izquierda, no sólo española sino europea, le
cuesta cada vez más ser una fuerza electoral en este nuevo contexto: no
ofrece un horizonte, unas formas de identidad y cambios palpables en el
terreno de lo cotidiano, una forma de hacer política propia.
Esta situación no sólo afecta a un cierto nivel de desencanto sino que
es una de las causas principales del abstencionismo estructural. La
persona que nunca vota no es que esté desilusionada con la izquierda,
es que es ajena por completo a todo tipo de política, estando de hecho
enajenada del propio concepto de ciudadanía.
Este escenario es por
tanto el ideal para un sistema parlamentario que ha quedado reducido a
una mera comparsa de lo económico, es el óptimo para una democracia
cuyo único valor es el cosmético. Que en Estados Unidos no vote algo
menos de la mitad de la población no es un problema del sistema, es el
propio sistema funcionando para garantizar su continuidad. (...)
Así nos encontramos la tormenta perfecta. De un lado un treinta por
ciento del censo —cifra mayor que el partido ganador de las generales—
que contempla lo político como un rumor de fondo a la hora del
informativo. Empíricamente no ven cambios sustanciales a mejor en su
vida de clase trabajadora, pero tampoco relacionan los cambios a peor
con lo neoliberal. Ajenos a los procesos electorales son dados por la
izquierda como imposibles.
De otro un número creciente de votantes
desencantados que además son acusados de exquisitos por vivenciar la
progresiva falta de programa y valores propios en la izquierda. Por
último un núcleo de votantes que contempla más que la acción
política, las elecciones, como una manera de obtener réditos
individuales y no como una herramienta de mejora colectiva.
La abstención nunca ha sido un problema cuando la política mostraba su
fortaleza para hacer frente a los poderes económicos, para proponer
algún cambio sustancial en la sociedad, no con ilusión, campañas y
marketing, sino estrechando los lazos comunes e implicando a la mayoría
en su empeño.
Culpar al abstencionista es, en el mejor de los casos,
culpar al síntoma, no a la enfermedad: una política que se puede
adquirir sólo en periodo electoral, a menudo en rebajas, con unos
componentes equívocos en la etiqueta y sabiendo que no vamos a tener
manera de devolver lo comprado en varios años.
El abstencionismo puede parecer un capricho
individual, la dejación del poder ciudadano, pero es un problema
colectivo, el del estrechamiento del horizonte de la política hasta
casi desaparecer. No se pregunten por qué la gente está dejando de
votar, pregúntense por qué se dejó de hacer política." (Daniel Bernabé ,VICE, 20 February 2019)
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