"Una explicación habitual del ascenso de los demagogos de derecha en todo
el mundo es que muchas personas se sienten “olvidadas” por el
globalismo, la tecnología, la desindustrialización, las instituciones
pannacionales, etcétera. Piensan que las “élites liberales” las
abandonaron, y por eso votan por extremistas que prometen “recuperar”
sus países y “hacerlos grandes” otra vez.
Esta idea puede aplicarse a zonas decrépitas del este
de Alemania, a los tristes viejos pueblos mineros del norte de Gran
Bretaña o al “Cinturón Oxidado” del Medio Oeste estadounidense. Pero no
explica la gran cantidad de votantes populistas que son relativamente
prósperos; personas que por lo general ya pasan de la mediana edad, en
su inmensa mayoría blancas.
Es posible que ellas también se sientan
superadas por cambios que las desconciertan: el ascenso de potencias no
occidentales y la creciente prominencia de minorías no blancas (de allí
el odio al presidente estadounidense Barack Obama y la receptividad a
mitos –difundidos por Trump, entre otros– de que en realidad no nació en
Estados Unidos).
Más difícil de explicar es el éxito extraordinario de un nuevo partido de ultraderecha en los Países Bajos. El Forum voor Democratie
(Foro para la Democracia, FvD) ni siquiera existía hace tres años, pero
obtuvo alrededor del 15% de los votos en las recientes elecciones
provinciales, lo que lo convirtió en una de las facciones más grandes de
la cámara alta. Las encuestas sugieren que pronto podría llegar a ser
el mayor partido del país.
En comparación con la mayoría de los lugares, incluida
Europa occidental, los Países Bajos son extremadamente ricos y, en
general, bastante tranquilos y pacíficos. Habrá algunos votantes del FvD
que se sientan relativamente marginados, pero muchos están en tan buena
posición como el muy educado y urbano líder del partido, Thierry
Baudet. Ni él ni muchos de sus seguidores más apasionados son
provincianos descontentos (...)
En opinión de Baudet, los inmigrantes (especialmente
los musulmanes) diluyen la pureza de las poblaciones nativas y debilitan
las culturas occidentales con sus extrañas costumbres. Piensa que
además la civilización europea enfrenta otra amenaza igual por parte de
los “marxistas culturales”, a los que hay que purgar de escuelas e
instituciones nacionales. Quiere proteger la identidad nacional sacando a
los Países Bajos de la Unión Europea. Y como Trump, a quien admira,
considera que el cambio climático es mentira.
¿Cómo es posible que esto atraiga a tanta gente en un
país tan estable y próspero? ¿Y qué lleva casi automáticamente a
políticos preocupados por la inmigración y la decadencia nacional a
negar el cambio climático? Una posible respuesta la hallé no en
Ámsterdam, sino en Londres, donde hace unas semanas me manifesté con
cientos de miles de ciudadanos británicos contra el Brexit.
Era aquella una multitud extremadamente civilizada,
hasta podríamos decir distinguida, de la que emanaba un aire de
superioridad moral. Flotaba en el ambiente un supuesto mayoritariamente
tácito: que los partidarios del Brexit no sólo están errados, sino que
son intolerantes y xenófobos. Tal vez muchos de ellos sean así, y
especialmente algunos de sus voceros oficiales más ruidosos.
Personalmente, mis sentimientos coincidían con los de los manifestantes.
Pero puede que este supuesto de superioridad entre quienes se
consideran progresistas ayude a explicar la popularidad de los
agitadores de derecha, así como el vínculo entre la hostilidad a los
inmigrantes y la negación del cambio climático.
Antes los partidos de centroizquierda representaban
los intereses económicos de la clase trabajadora industrial. Pero en las
últimas décadas del siglo XX el foco de la izquierda se desplazó a la
raza, el género y la ecología. El antirracismo, la defensa de la
igualdad de derechos para las mujeres y las minorías sexuales, el
interés por el planeta, todos ellos objetivos loables, inyectaron en el
progresismo un fuerte sentido de superioridad moral: sabemos lo que es
mejor para la gente, y el que se nos oponga ha de ser estúpido o
malvado.
Es una actitud difícil de tolerar, especialmente cuando va acompañada de privilegios sociales y educativos, como suele ocurrir. (...)
La reacción a esta clase de paternalismo, por más que
en general fuera sensato y bienintencionado, llegó en la forma de un
populismo petulante. Como un chico que se niega a comer espinaca
precisamente porque su madre le dice que es bueno para la salud, los
partidarios de Trump, del Brexit o de Baudet se mofan de la política
moralista. Por eso a Nigel Farage (principal promotor del Brexit) le
gusta que lo fotografíen con un vaso lleno de cerveza y un cigarrillo
encendido: si la élite moralista nos pide beber menos y dejar de fumar,
pues venga otra copa y dame fuego.
Y esa rebelión personal pronto se traslada a la
política. Si “ellos” nos dicen que lo mejor es quedarse en Europa,
entonces nos vamos. Si dicen que hay que aceptar a los inmigrantes, los
rechazamos. Si dicen que el cambio climático es una amenaza grave, lo
negamos. Cualquier cosa, al parecer, es mejor que admitir que los
expertos tienen razón. Es así en el país de Trump, y también en los
apacibles y ricos Países Bajos." (
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