"Y dijo Trump “súbase el gasto en defensa al 5% del PIB”, y ahí estamos de inmediato todos los miembros europeos de la OTAN abocados a cumplir con un objetivo que no estaba inicialmente en nuestros planes. Desde una visión realista, alejada por tanto de posiciones extremas que no ven la necesidad de contar con un último recurso de fuerza para garantizar el bienestar y la seguridad de la población, así como la integridad territorial, es sobradamente reconocido que, sin la cobertura militar que Washington nos lleva proporcionando desde hace décadas, ni la Unión Europea ni ninguno de sus miembros cuentan hoy con unas fuerzas armadas capaces de hacer frente por sí mismas a las amenazas que nos afectan. Pero de ahí al ¿imparable? proceso de militarización en el que ya estamos metidos media un trecho que no deberíamos recorrer tan acríticamente.
Es cierto que nuestra privilegiada posición como el rincón del planeta que goza de mayor prosperidad y seguridad está amenazada de forma muy directa por actores que buscan ganar posiciones a nuestra costa. Rusia es, sin duda, el primero de la lista, con un Vladímir Putin empeñado en revisar el marco de seguridad continental —crecientemente desequilibrado en su contra desde el final de la Unión Soviética—, sin respetar las normas básicas del derecho internacional y con la intención clara de garantizarse un área de influencia propia, aunque para ello tenga que utilizar la fuerza bruta contra sus vecinos. También lo es que con Donald Trump de regreso en la Casa Blanca cabe esperar que el vínculo trasatlántico se debilite aún más, poniendo en cuestión el grado de compromiso de Estados Unidos en la defensa de sus aliados europeos. Y tampoco es menor el efecto que tiene en la actual apuesta militarista el grave deterioro del marco institucional supranacional y el creciente desprecio del derecho internacional, falsamente convencidos de que solo la fuerza puede frenar a los violentos.
En principio, parecería bastar con esos tres factores para entender la necesidad de reforzar nuestras capacidades defensivas comunes, aspirando a una autonomía estratégica de la que todavía estamos muy lejos. A fin de cuentas, como ya señaló en su día Josep Borrell, nuestra dependencia de otros —energéticamente de Rusia, industrialmente de China y militarmente de EEUU— es, por definición, una debilidad indeseable. Una debilidad de la que surge la conveniencia o, más aún, la necesidad de plantear una Europa de la defensa que disponga de los medios precisos para proteger nuestros legítimos intereses.
Actualmente, ya solo quedan cinco países europeos miembros de la OTAN que todavía no cumplen el compromiso adquirido en Gales hace 10 años de dedicar el 2% de su PIB a la defensa. Al mismo tiempo, y sobre todo como reacción a la invasión rusa de Ucrania, los Veintisiete han dado pasos que resultaban impensables hace poco tiempo para revitalizar la Agencia Europea de Defensa y para aprobar fondos dedicados específicamente a muscular militarmente al conjunto (incluyendo no solo el Fondo Europeo de Apoyo a la Paz, sino también las facilidades crediticias del Banco Europeo de Inversiones). Parecería, por tanto, que ya estamos avanzando en la dirección correcta. Sin embargo, contemplando el camino recorrido en estos últimos 10 años (los mismos que han pasado desde que Rusia se anexionó Crimea), el panorama dista de ser óptimo.
Por un lado, se constata que hoy el 78% de todo el material de defensa adquirido por los Veintisiete procede del exterior, con Estados Unidos absorbiendo el 63% del total, mientras que las compras conjuntas solo suponen el 18% del total de adquisiciones. Es todo un reto para la nueva estrategia industrial de defensa aprobada en marzo pasado modificar esa pobre imagen; más aún cuando existen notorias reticencias nacionalistas internas por parte de los que perciben que los principales beneficiarios de esas medidas serán Francia, Alemania e Italia, dado que sus empresas representan prácticamente el 70% de la capacidad industrial del sector a escala comunitaria. A esto se suma que hasta ahora no se ha logrado traspasar el umbral nacionalista en el enfoque dominante en política de seguridad y defensa, de tal modo que los aumentos de presupuesto que cada uno de los Veintisiete decide por separado no se traducen automáticamente en beneficio del conjunto, sino que en muchas ocasiones terminan por provocar más redundancia en algunas categorías de equipo, material y armamento, mientras que otras siguen sin cubrirse adecuadamente, a pesar de tantos planes de desarrollo de capacidades ya aprobados en el marco de la Política Común de Seguridad y Defensa.
A lo anterior se añade que muchas de las amenazas y riesgos que nos afectan no tienen respuesta efectiva por vía militar, sea la crisis climática, la disrupción tecnológica, las pandemias, el terrorismo internacional o el auge de la ultraderecha en nuestras propias sociedades. De ese modo, el aumento del gasto en defensa resulta no solo improductivo, sino que provoca un creciente rechazo social al ver desatendidas otras políticas públicas no menos vitales para garantizar la paz social en nuestras calles.
Seamos claros. El gasto militar del conjunto de los Veintisiete el pasado año alcanzó los 326.000 millones de euros, casi cuatro veces el que Moscú dedicó a ese mismo capitulo. Con sus capacidades actuales, si todas ellas estuvieran al servicio de una agenda común, la Unión Europea sería la segunda potencia militar del planeta. ¿Cuánto más tenemos que aumentarlo para sentirnos seguros? ¿Cuánto más para disuadir definitivamente a Putin y para contentar a Trump (contando con que Washington dedica el 3,7% de su PIB a la defensa), deseoso de aumentar aún más su condición de principal suministrador de armas a Europa? ¿Hasta dónde podemos tensionar la asignación de recursos, poniendo en mayor riesgo la financiación de las políticas que permiten contar con un Estado de bienestar digno de ese nombre sin hacer peligrar la paz social?
La Unión Europea es un proyecto de paz y antimperialista. Un proyecto de potencias medias y pequeñas que nace del convencimiento de que la guerra conduce al debilitamiento mutuo y de que nos enfrentamos a desafíos que superan nuestras capacidades individuales. En un momento en el que los imperialismos estadounidense, chino y ruso vuelven a mostrase sin tapujos y en el que las armas recobran protagonismo por encima de la prevención de conflictos y la construcción de la paz, la tentación de seguir la senda militarista es enorme. Pero debe ser evitada. Lo que necesitamos no es gastar más en defensa, considerando que este es el último escalón del proyecto europeo, sino activar la voluntad política que permita completar la unión política. Y asumir que eso implica poner al servicio de una agenda común lo que hasta ahora se sigue planteando en clave estrictamente nacional.
De ese modo, sin caer en el error de pensar que un determinado porcentaje de gasto en defensa garantiza nuestra seguridad, podremos dotarnos de una sola voz en el escenario internacional tanto para hablar con nuestros aliados (EE UU incluido) como con nuestros rivales. No se trata de renunciar a dotarnos de capacidades de defensa creíbles en todo el espectro de posibles amenazas de naturaleza militar, sino de convencernos de que las armas no sirven para todo y de entender que las posiciones nacionalistas han quedado definitivamente trasnochadas. Y todo ello en un momento en el que el antieuropeísmo cobra fuerza en nuestras sociedades, sin olvidar que tan importante es defendernos de enemigos exteriores como garantizar el consenso social sobre lo que nos une. Una tarea para la que los cañones no sirven o no bastan, por muy potentes que sean y diga Trump lo que diga."
( Jesús A. Núñez Villaverde , codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH). El País, 28/01/25)
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