26.11.25

La publicación del fallo que condena al fiscal general del Estado es un auténtico bombazo contra la esencia de la idea misma de justicia. Sumada a otras tropelías recientes –como la negativa a aplicar determinadas leyes aprobadas por el Parlamento–, el Tribunal Supremo está socavando uno de los principios esenciales de cualquier democracia: la confianza en la justicia... Se trata de una decisión tan burda que resulta inevitable plantearse si oda nuestra judicatura ha entrado en un estado tal de decadencia y podredumbre moral que normaliza la arbitrariedad... Es terrible y absurdo que tengamos fallo sin argumentación. Cuando terminen de construir esta, no tengan duda de que tampoco será convincente para ningún jurista medianamente independiente... Sobre ella por ahora solo podemos formular hipótesis. Quizás el Supremo se descuelgue basando la condena en la nota de prensa que anteriormente dijo que no era delictiva y sobre la que no se argumentó en ningún momento en el juicio. Si es así, puede que sea un atentado al derecho de defensa... Quizás, por contra, se base en el famoso borrado de mensajes que hizo el fiscal antes de que nadie le exigiera guardarlos o entregarlos. Si fuera así surgirán dudas sobre el respeto al derecho a la presunción de inocencia... No basta con que vean posible que fuera él, ni con que íntimamente estén convencidos de que fue él, sino que tienen que saberlo sin lugar a dudas. Lo contrario, de nuevo, atenta contra los derechos fundamentales que protegen a la ciudadanía frente a la arbitrariedad... uno se pregunta estos días si el problema es del Supremo o de toda la judicatura española... viendo las furibundas declaraciones de muchos jueces en activo en redes sociales y medios de comunicación uno pensaría que tenemos un problema sistémico. Muchos de nuestros magistrados se están convirtiendo en tertulianos. Han olvidado su obligación de aplicar la ley y basta leerlos para entender que se han convertido en hooligans que creen que el derecho es simplemente el maleable bate de béisbol que utilizan para arrearle a quien no piense como ellos... la falta de profesionalidad entre los miembros de nuestro poder judicial suscita gravísimas dudas sobre su capacidad de actuar como jueces democráticos sujetos al imperio de la ley (Joaquín Urías Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional)

 "En el imaginario popular asumimos que en alguna ocasión podemos encontrarnos ante una situación en la que sea necesario preguntar si hay algún médico presente que pueda atender una emergencia. Viendo las últimas decisiones del Tribunal Supremo casi sería tranquilizador ver a los magistrados preguntando si hay cerca algún juez de verdad que pueda actuar del modo que ellos no son capaces.

La publicación del fallo que condena al fiscal general del Estado es un auténtico bombazo contra la esencia de la idea misma de justicia. Sumada a otras tropelías recientes –como la negativa a aplicar determinadas leyes aprobadas por el Parlamento–, el Tribunal Supremo está socavando uno de los principios esenciales de cualquier democracia: la confianza en la justicia. Se trata de una decisión tan burda que resulta inevitable plantearse si de verdad no hay auténticos jueces en el Supremo o, peor aún, toda nuestra judicatura ha entrado en un estado tal de decadencia y podredumbre moral que normaliza la arbitrariedad. 

El fallo condena a Álvaro García Ortiz por un delito de revelación de datos reservados a dos años de inhabilitación, específicamente para el cargo de fiscal general del Estado. La condena parece hecha a medida por un sastre de la ley. Básicamente, el Supremo echa de su cargo a ese señor que tanto les ha molestado desde que fue nombrado. Y lo echa por lo que queda de legislatura, para que el felón Pedro Sánchez no tenga la tentación de volverlo a nombrar. No lo envía a la cárcel, que sería algo que los jueces conservadores más moderados difícilmente habrían aceptado. Además, le permite seguir siendo fiscal, porque se ve que la posibilidad de filtrar documentos que custodias es algo que solo te impide actuar como el jefe de todos ellos. En fin, una condena adecuada que le permite alcanzar su objetivo político sin provocar una rebelión en sus propias filas o una tormenta en las calles. Y hasta ahí podemos contar, porque todo da a entender que, desafiando la esencia misma de la idea de justicia democrática, los magistrados primero han afinado al detalle la condena que les parecía adecuada y después han encargado a alguien que busque la manera de justificarlo legalmente.

La publicación de un fallo sin argumentación es una aberración. Es algo que en ocasiones ya ha hecho el Tribunal Constitucional y que desafía la idea misma de jurisdicción. Que lo haga un órgano judicial, desafiando el mandato del artículo 120 de la Constitución de que sus sentencias deben ser siempre motivadas, y que lo haga precisamente en el caso en el que más dudas sociales hay sobre tu imparcialidad es simplemente inexplicable. El fallo, además, se ha publicado tan rápido que virtualmente parece del todo imposible que, en el momento en que se divulgó, el Tribunal hubiera tenido tiempo de discutir la ponencia anterior, rechazarla y redactar una nueva. Todo lleva a pensar que ha habido decisión sin argumentación. Y eso es algo que ningún juez democrático puede hacer nunca. Los jueces bíblicos y los del antiguo régimen dilataban sentencias justas, aplicando la equidad. El juez democrático no debe ser justo y equitativo, sino aplicar la ley.

Y cualquiera que haya redactado una sentencia sabe que aplicar la ley solo puede hacerse escribiendo y sopesando de manera racional una fundamentación jurídica que te lleve a su propia conclusión lógica. 

Por supuesto, quienes creemos en el derecho sabemos también que prácticamente todo se puede justificar de modo jurídico. Si no fuera así no habría en los juicios abogados de ambas partes. Pero precisamente por eso es tan importante saber que detrás de cada decisión hay siempre jueces neutrales e independientes, capaces de abstraerse de su ideología y sus intereses personales. En esta ocasión es legítimo preguntarse si ha sido así.

Es terrible y absurdo que tengamos fallo sin argumentación. Cuando terminen de construir esta, no tengan duda de que tampoco será convincente para ningún jurista medianamente independiente. Porque cuando una decisión es evidentemente inventada y contraria a derecho, las costuras siempre acaban por saltar. La fundamentación necesariamente tendrá fallas que evidencien que descansa en la nada.

Sobre ella por ahora solo podemos formular hipótesis. Quizás el Supremo se descuelgue basando la condena en la nota de prensa que anteriormente dijo que no era delictiva y sobre la que no se argumentó en ningún momento en el juicio. Si es así, puede que sea un atentado al derecho de defensa, aunque eso le importe poco a quienes han firmado este fallo. Al fin y al cabo, la sentencia la dicta un tribunal contaminado por haber participado en la instrucción y que es primera y única instancia. O sea, que nadie puede revisarla. Y tan panchos.

Quizás, por contra, se base en el famoso borrado de mensajes que hizo el fiscal antes de que nadie le exigiera guardarlos o entregarlos. Si fuera así surgirán dudas sobre el respeto al derecho a la presunción de inocencia. La ausencia de pruebas no puede entenderse como una confesión so pena de violentar frontalmente la Constitución. Más allá, uno se resiste a creer que todos los jueces que apoyan la condena estén convencidos “más allá de toda duda razonable” de que fue el fiscal general quien filtró los correos a los medios de comunicación. No basta con que vean posible que fuera él, ni con que íntimamente estén convencidos de que fue él, sino que tienen que saberlo sin lugar a dudas. Lo contrario, de nuevo, atenta contra los derechos fundamentales que protegen a la ciudadanía frente a la arbitrariedad.

En fin, ante un tribunal en el que parece que no hubiera jueces de verdad, uno se pregunta estos días si el problema es del Supremo o de toda la judicatura española. Viendo las furibundas declaraciones de muchos jueces en activo en redes sociales y medios de comunicación uno pensaría que tenemos un problema sistémico. Muchos de nuestros magistrados se están convirtiendo en tertulianos. Han olvidado su obligación de aplicar la ley y basta leerlos para entender que se han convertido en hooligans que creen que el derecho es simplemente el maleable bate de béisbol que utilizan para arrearle a quien no piense como ellos. El nivel de crispación y la consiguiente falta de profesionalidad entre los miembros de nuestro poder judicial suscita gravísimas dudas sobre su capacidad de actuar como jueces democráticos sujetos al imperio de la ley.

No sé si el fiscal general será o no culpable. Estoy muy contento de que no me corresponda a mí decidirlo. Pero viendo el descaro irresponsable con el que actúan quienes tienen tal responsabilidad, empiezo a sentir la necesidad de irrumpir preguntando si hay algún juez en la sala." 

(Joaquín Urías, exprofesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional. CTXT, 24/11/25)

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