Es tedioso, aterrador y deprimente. Al principio parece que funciona, te hace sentir mejor, más sociable, más echado para delante y con más éxito, y confortable. Pero, al final, la cuestión es que tienes suerte si no te mata o no mata a cualquier otra persona. Te dices que nunca más volverás a probarla una y otra vez. Cada mañana en la que te levantas enfermo, dices ‘nunca más’.
Hay momentos terriblemente humillantes y descorazonadores, momentos clave, como presentarte delante de tus hijos totalmente drogado o quedarte dormido en una cena de Acción de Gracias por efecto de las drogas o el alcohol, o levantarte por la mañana y tener que dedicar tres horas a buscar tu coche porque no tienes ni idea de dónde lo has aparcado.
Mi momento clave fue con la metadona: cuando tienes que viajar, te dan la cantidad necesaria. Recuerdo que tuve que hacer un viaje a Japón y, una semana antes de marchar de gira, me dijeron que la ley allí impedía introducir ninguna sustancia. No podía cancelar la gira. Me armé de valor y viajé sin la metadona. No podía comer nada, tenía convulsiones, como un animal enjaulado y loco en la habitación. Fueron dos semanas de mono y ahí lo supe. Ahora estoy recuperado”. (Manuel Cuellar: El rock agridulce de James Taylor. El País Semanal, 20-01-08, pp. 15)
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