"Entre 1976 y 1991, el plomo prácticamente desapareció de la gasolina utilizada por los coches en Estados Unidos, a lo que pronto siguió un drástico descenso en las concentraciones atmosféricas de plomo que se respiraban en vastas zonas del país. Son hechos bien cuantificados, como lo es -pero casi nadie lo sabe- que pronto descendieron las concentraciones sanguíneas de plomo de la población norteamericana; en los niños de entre 1 y 5 años disminuyeron un 80%.
Pero hay más, pues la contaminación interna por sustancias tóxicas como el plomo, el mercurio y ciertos policlorobifenilos es un condicionante probado de la inteligencia. Así, a finales de los años noventa el promedio del coeficiente de inteligencia de los niños norteamericanos en edad preescolar era entre 2,2 y 4,7 puntos más alto (en una de las escalas en que se mide) que dos décadas antes. Sí, los niños sin plomo en las venas y el cerebro son más inteligentes y tranquilos. ¿Cómo medimos y, por tanto, ayudamos a visualizar e interiorizar los ingentes beneficios que ello supone?, ¿en términos de rendimiento escolar, concordia familiar, delincuencia... productividad?
Pues bien, economistas y epidemiólogos americanos cuantificaron entre 110.000 y 319.000 millones de dólares anuales la ganancia que ha supuesto el aumento de la inteligencia de los niños por el descenso de sus niveles de plomo... solo en términos de mayor productividad. De modo que primero se aplicó una intervención industrial, ambiental y de salud pública de gran calado, un ejemplo fantástico de "salud en todas las políticas".
Y a continuación se consiguieron mejoras en la salud, la calidad de vida y la economía. Muchos de estos beneficios siguen sin cuantificarse, sobre todo los que más atañen a la justicia ambiental y a la capacidad de desarrollarnos como personas y sociedades." (MIQUEL PORTA SERRA: Ver lo que nos sale a cuenta. El País, ed. Galicia, opinión, 10/06/2010, p. 31)
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