"Salí de casa con entusiasmo y dispuesto a conquistar el mundo, y he
tenido que volver para que el mundo no me aplastara. No por elección,
sino por necesidad. Cuando dije a mis padres que, a los 30 años, para
llegar a fin de mes, me veía obligado a volver bajo su techo, me invadió
una mezcla de sentimientos contradictorios: por una parte, un
sentimiento de fracaso y humillación, por otra, la tranquilidad de saber
que había dado lo mejor de mí mismo pero que había chocado con un
periodo histórico complicado.
Así que recuperé una pequeña habitación en
la buhardilla de la casa en la que me crié, donde tengo mi propio baño,
mientras que la cocina y la entrada son comunes. No es fácil volver a
acostumbrarse a no ser dueño de tu espacio y tu tiempo.
Ni a convivir
con tus padres, que te siguen viendo como su niño y, por tanto, como es
inevitable, te regañan si llegas tarde a cenar, te preguntan dónde has
estado la noche anterior con los amigos o te lanzan miradas de reproche
si sales a la terraza a fumar un cigarrillo.
No, no es fácil
acostumbrarse de nuevo a todo eso sobre todo después de haber saboreado
la independencia, el poder vivir por tus propios medios. (...)
Llegué a ganar 2.000 euros al mes: una cifra que no me permitía
vivir en el lujo pero sí alquilar un apartamento de una habitación en la
ciudad, matricularme en la especialidad y mantenerme si tener que pedir
ni un euro en casa.
Para 2007, el periodo anterior a la crisis, y
durante un par de años tuve la verdadera sensación de que estaba
construyéndome el futuro. Sin embargo, no era más que una ilusión, humo.
La coyuntura económica cerró las obras y, de golpe, todo se volvió
más difícil. La disminución del trabajo desencadenó una competencia
implacable cuya consecuencia inmediata fue la bajada de tarifas y
honorarios. Los peces gordos, los grandes estudios, empezaron a acaparar
todo el trabajo, sin dejar ni una brizna a los pequeños. Y pagando
cifras ridículas a los colaboradores.
Al mismo tiempo, empezó a subir el
coste de la vida de forma irremediable. Se volvió imposible vivir con
la misma cifra con la que hasta unos meses antes hacía la compra, pagaba
la gasolina y los recibos.
Hacia mediados de 2010 un colega y yo decidimos compartir piso, para,
por lo menos, repartirnos los 1.000 euros del alquiler: encontramos un
pequeño loft en un barrio de la periferia, y la idea era
dedicar parte del espacio a trabajar en él. Sin embargo, al cabo de unos
meses, al ver las cuentas, tuvimos que renunciar a nuestro proyecto, y
en lugar del estudio pusimos otras dos camas para subarrendarlo.
Me dio
la impresión de que, 10 años después, había vuelto al punto de partida:
cuatro personas en un apartamento, compartiendo la habitación con otro
para llegar a fin de mes. No era precisamente el proyecto de vida que me
había imaginado.
De modo que, a comienzos de este año, con una licenciatura, un máster
y en pleno doctorado, hice las maletas y pedí a mis padres que me
acogieran. Un regreso que pretendía ser una bocanada de oxígeno, un
nuevo comienzo: y la verdad es que en el pueblo, en la provincia, además
de la seguridad económica que me dan mis padres, he encontrado, por
sorprendente que parezca, las oportunidades que no me estaba dando la
ciudad.
Puse el cartel de arquitecto bajo el timbre de casa y empecé a
ofrecerme por todo el territorio, presentarme: si en la metrópolis no
era más que uno de tantos, aquí se me han abierto perspectivas
inesperadas y, gracias a la crisis, clientes que buscan la calidad, la
cercanía, la confianza y una relación más personal." (El País, 17/10/2012)
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