"Islandia es la solución!”, cantaban los manifestantes en los albores del
15-M. En esa primavera del 2011 Islandia había dado un viraje político y
económico radical bajo la presión del movimiento social de protesta
contra la crisis financiera y los partidos que la causaron. Una
coalición de socialdemócratas y verdes ganó las elecciones desbancando a
los partidos tradicionales que habían controlado el país desde 1927.
Los bancos fueron nacionalizados, algunos banqueros fueron juzgados y
encarcelados, el primer ministro fue llevado ante los tribunales,
ciudadanos y Gobierno se negaban a pagar la deuda externa derivada de la
especulación bancaria. Y una nueva Constitución debatida y enmendada
por la ciudadanía a través de internet iba a ser aprobada por el
Parlamento.
Ahora, en las recientes elecciones, esos mismos partidos
tradicionales, el Partido de la Independencia y el Partido Progresista,
han obtenido la mayoría absoluta. Socialdemócratas y verdes se han
hundido. ¿Retorno a la sensatez abandonando sueños irreales de
democracia participativa? En realidad es otra historia.
Los
socialdemócratas, que llegaron al poder prometiendo acceder a las
demandas del movimiento, incumplieron sus promesas tras unas primeras
medidas de urgencia. No aprobaron el texto de la Constitución elaborada
por iniciativa popular. Y aunque nacionalizaron los bancos y
establecieron el control de capitales, se entregaron en manos del FMI,
que prestó 1.500 millones a cambio de un duro programa de ajuste.
Tampoco reformaron las cuotas de pesca, manteniendo privilegios de las
pesqueras más poderosas. Ni denunciaron la deuda extranjera como quería
la población, que rechazó en dos referéndums pagar a los acreedores del
especulador banco Icesave. El Gobierno de izquierda negoció con el Reino
Unido y Holanda la compensación de los acreedores. Paradójicamente, el
conservador Partido de la Independencia se opuso a pagar la deuda,
incrementando su apoyo electoral.
El Tribunal Europeo de la Asociación
de Libre Comercio reconoció el derecho islandés a no responder de la
inversión de quienes se habían arriesgado con un banco cerrado por
operaciones cuestionables. Pero el factor decisivo en la derrota de la
socialdemócrata Jóhanna Sigurdardóttir ha sido el endeudamiento
hipotecario de las familias, que llega al 109% del PIB y que no hace
sino crecer por estar las hipotecas indexadas según inflación y
vinculadas a moneda extranjera.
El Gobierno pidió a los bancos que
condonaran parte de la deuda, pero lo que la gente quiere es desvincular
el pago de estos índices incontrolables que condicionan todo su futuro.
Los conservadores han prometido renegociar las hipotecas y esa
esperanza movilizó a votantes frustrados y desencantados por diversos
motivos.
O sea, que no es el programa de reforma radical el que llevó a
la derrota al gobierno salido del movimiento del 2009, sino el
incumplimiento de dicho programa y la aceptación de la imposición de
política económica por el FMI y países extranjeros, algo muy resentido
en una cultura tan orgullosa de su idiosincrasia como la islandesa.
A eso llamo el síndrome islandés: la contradicción entre las
propuestas generadas por los movimientos sociales contra la crisis y la
respuesta política de los partidos de izquierda que se benefician del
descontento popular para después volver a los cauces del respeto a los
intereses tradicionalmente dominantes en la economía y en las
instituciones nacionales e internacionales.
Un síndrome que puede marcar
la evolución sociopolítica de distintos países en Europa en la medida
en que la crisis se profundice, las protestas se incrementen y la
política institucional tenga que procesar las demandas de una ciudadanía
exasperada. De ahí la importancia de dicho síndrome más allá de
Islandia. Por ejemplo, en Italia.
La supuesta solución de la crisis
política italiana es ilustrativa de la deriva democrática en el contexto
de la crisis económica actual. Recuerden. Se produce una movilización
de la opinión pública italiana contra la clase política (“la casta”) y,
para una mayoría de ciudadanos, contra la vergüenza de la perpetuación
de Berlusconi en el poder.
La expresión electoral de este doble
descontento es, por un lado, el surgimiento del Movimiento 5 Estrellas
de Beppe Grillo, convertido en el primer partido en voto directo. Por
otro lado, el triunfo, a duras penas, del Partido Demócrata, abanderado
de la izquierda y heredero del eurocomunismo, mediante la promesa de
acabar con el dominio de Berlusconi y abrir la posibilidad de que se
haga justicia con quien tiene pendientes casos de corrupción y abuso de
menores.
Tras semanas de negociación e incertidumbre, el resultado es un
Gobierno de concertación en el que el viceprimer ministro y ministro
del Interior es Angelino Alfano, el hombre fuerte de Berlusconi. Puede
imaginarse la indignación de los votantes, y aún más de los militantes
del PD que han acabado eligiendo un gobierno genuinamente constituido
mediante mangoneos de la casta, apadrinados por los poderes fácticos
internacionales, que mantiene la hipoteca de Berlusconi sobre la
política italiana.
Se acusa a Grillo de haber provocado dicha situación
por su intransigencia en pactar. En realidad, cualquiera que sea la
opinión sobre Grillo, el contubernio del Gobierno actual lleva agua a su
molino y profundiza el abismo entre ciudadanos y políticos.
Porque la
prioridad no parece ser la representación de la voluntad popular, sino
un semblante de institucionalidad para tranquilizar a los mercados. Así
se va minando la credibilidad de la política, por los suelos según las
encuestas en la mayor parte de los países europeos.
El síndrome islandés no es la expresión de la crisis de legitimidad
política, algo constatado tiempo ha. Es la contraposición entre las vías
de regeneración ética y política abiertas en la sociedad y su
agostamiento en estructuras partidarias que siguen cerradas a toda
renovación.
Dicha cuestión también se plantea en España en el momento en
que los movimientos sociales buscan la articulación política de sus
proyectos. La experiencia apunta a la incapacidad de la izquierda para
deshacerse de sus ataduras sistémicas. La salida social de la crisis
parece exigir la innovación política." (Manuel Castells, LA VANGUARDIA 4/5/2013, en El Arriero, 09/05/2013)
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