"(...) Déjenme darles sólo un dato. Según una investigación reciente, realizada por los profesores Emmanuel Saez, de la Universidad de California, y Gabriel Zucman, de la London School of Economics,
el 0,01% más rico de los estadounidenses posee ya más del 11 por ciento
de la riqueza total de la nación. Es la cuota más alta que dicho grupo
acapara desde 1929, justo antes de la Gran Depresión.
¿Por qué hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo hemos permitido como
sociedad la infiltración de las élites corporativas en la acción
política? ¿Cómo es posible tanta insensibilidad, semejante indecencia?
En realidad, la superclase, además de invertir en jets personales, yates gigantes, obras de arte, áticos de lujo, también compra voluntades políticas.
En Estados Unidos,
por ejemplo, su “inversión” en política ha crecido más rápidamente que
sus gastos en cualquier otro bien. Ha estado creciendo incluso más
rápidamente que su riqueza.
De acuerdo con un estudio realizado por los profesores Adán Bonica, Nolan McCarty, Keith Poole, y Howard Rosenthal,
en el ciclo electoral de 2012, el último para el que contamos con
buenos datos, las donaciones de la superclase representaron más del 40
por ciento de todas las contribuciones de campaña. Se trata de un enorme
aumento desde 1980, donde “solo” representaban el diez por ciento del
total de las contribuciones de campaña.
Y no les quepa ninguna duda que “sus inversiones políticas” dan sus frutos, vamos, que son muy rentables. Cada día estos grupos gozan de impuestos más bajos, tanto ellos como sus negocios. Si hace falta, sin ningún tipo de rubor, porque ellos se lo merecen, exigen y consiguen subsidios a sus corporaciones y conglomerados; logran que con deuda pública se rescaten sus desaguisados.
Respecto a los procesos judiciales, mejor ni hablamos, las empresas niegan los hechos y sus ejecutivos no van a cárcel. Se legisla estableciendo reglamentos a su medida, y además no se aplican las leyes antimonopolio a aquellos grupos que impiden la libre competencia.
Las élites gerenciales dominantes y sus brazos políticos, hace tiempo
que vienen distorsionando multitud de conceptos económicos, políticos y
sociales, no por accidente, sino intencionadamente, con el fin de
acomodar posiciones de conveniencia para determinados grupos.
Crearon el
intervencionismo del mercado en nombre del no intervencionismo, y
puestos a exigir, pidieron y piden que el gobierno no interfiera para
proteger al ciudadano en situaciones límites como la actual. Corrompen
el gobierno y luego piden un gobierno pequeño.
Vivimos de facto en una especie de dictadura corporativa. El enorme filósofo político Sheldon S. Wolin la bautizó como totalitarismo invertido, concepto que ya hemos desarrollado ampliamente desde estas líneas.
La situación es muy dura. Los mecanismos internos que una vez hicieron
posible una reforma gradual son ahora totalmente ineficaces.
El poder
corporativo mantiene su estrangulamiento sobre nuestra economía y la
gobernanza, incluyendo nuestros cuerpos legislativos, el poder judicial y
los medios de comunicación. Y no se cortan un pelo, estas fuerzas
corporativas son capaces de utilizar el aparato de seguridad para
criminalizar la disidencia.
La superclase va a intentar conservar su poder. Pero para ello necesita consolidar su control sobre el sistema global de la deuda. Por eso para la ciudadanía es vital, por un lado, una profunda reconversión de un sistema financiero sobredimensionado,
a costa de gerencia y acreedores. Pero por otro, debemos exigir además,
como única reforma estructural real, en aras de nuestra libertad, una reestructuración de la deuda, mediante las correspondientes quitas.
Si eso ocurriese, automáticamente la superclase se arruinaría y perdería
el control del poder. Y es aquí donde deberíamos ser proactivos y
presionar hasta que emerja con fuerza una nueva clase política que asuma
estas medidas." (Juan Laborda, Vox Populi, 19/11/2014)
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