"(...) Bien es cierto que la recomposición de un movimiento mundial de
protesta fue inusitadamente rápida y apenas ocho años después tuvo lugar
la contracumbre en Seattle. Pero no menos cierto es que entre la
necesidad y la premura se olvidaron demasiadas cosas que habían sido
útiles y se aceptaron otras muchas con la candidez del huérfano
reciente.
Ya en el momento actual se observan con asiduidad
extraños debates dentro de los movimientos de protesta que son
descriptivos de los resultados de aquella apresurada recomposición:
activistas feministas teorizando sobre el burka o la prostitución como
empoderamiento para la mujer, activistas LGTB defendiendo los vientres
de alquiler, activistas animalistas comparando un matadero con los
campos de concentración, activistas de lo precario interesándose por la
economía colaborativa, activistas culturales reivindicando expresiones
de vertedero como populares, activistas de la salud oponiéndose a las
vacunas, activistas étnicos tratando la poligamia con respeto o
activistas ecologistas capaces de asumir la muerte por desnutrición
antes que aceptar avances tecnológicos en los cultivos.
Este
gigantesco despropósito, hablemos claro de una vez, no solo es trágico
en sí mismo por el daño que hace a cada una de las reivindicaciones
mostrándolas ante la sociedad como marcianadas inasumibles, no solo es
contraproducente por la enorme desorientación que provoca, es dramático
especialmente en un contexto donde la ultraderecha presenta a los
ciudadanos un programa centrado en cuestiones inmediatas y tangibles
como el empleo, la seguridad o la lucha contra la corrupción y
fácilmente admisibles desde el siempre conservador sentido común como el
nacionalismo o lo identitario (otra cuestión es la verdadera agenda de
los ultras). (...)
Significa que todos los epígrafes anteriores han sido afectados por
el posmodernismo y lo neoliberal hasta un punto donde algunas de sus
reivindicaciones empiezan a ser contradictorias con sus objetivos
iniciales, de una forma tan sutil que los propios activistas no son
conscientes de la espiral autodestructiva en la que están inmersos.
Por
otro lado determinadas expresiones del feminismo, lo LGTB o el
ecologismo no están mucho peor que la gastronomía, la literatura o la
ciencia. La dolencia no es propia de unos colectivos o un pensamiento,
la dolencia es un mal de época, consustancial a un sistema económico y
beneficiosa para las minorías que detentan el poder.
Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? (...)
La consecuencia, además de la poca operatividad, era paradójica, ya
que no era raro acabar en una conferencia impartida por un activista de
Torrelodones, con un gran conocimiento sobre la deforestación del
entorno de las comunidades mapuches que desconocía por completo cuáles
eran las condiciones laborales de las trabajadoras del servicio
doméstico en su ciudad. Aquello de piensa globalmente, actúa localmente
pareció no querer entenderse nunca del todo.
La anécdota, además
de para revelar la edad de quien escribe, es sintomática de algo que ha
quedado fijado en la cultura de la protesta: la especialización del
activista. Mientras que en el mundo del siglo XX existía la figura del
militante, adscrito a una organización política o sindical, con
aspiraciones de cambio general y ligada fuertemente a un territorio o
una rama de lo laboral, en el siglo XXI existen activistas que dedican
gran energía por un corto espacio de tiempo a temas sobre los que su
labor tendrá un nulo impacto.
Cuando los temas, por contra,
resultan cercanos, su especificidad les lleva a perder por completo la
visión general del conflicto. ¿Es por tanto todo esto un problema de
actitud, de cortedad de miras, de falta de organización?
Puede serlo.
Pero sobre todo se trata de un problema ideológico, aquel que surgió
cuando los filósofos franceses de cuello vuelto fueron adoptados con
entusiasmo por las élites progresistas académicas norteamericanas, muy
influyentes en el ámbito teórico y en los consensos en torno al
tratamiento del conflicto, pero totalmente inanes en la resolución del
mismo y la política inmediata.
Si hay cuatro factores que se
repiten en el actual movimientismo son la falta de materialidad en los
análisis, el relativismo cultural, la aceptación inconsciente de valores
neoliberales y la sobrevaloración del lenguaje y lo simbólico. Si hay
uno que manda sobre todos es la falta de crítica a las contradicciones e
inconsistencias que se producen. (...)
Es notorio que para poder seguir una discusión sobre género haya que
controlar un glosario de anglicismos inabarcables y cambiantes que ni
los propios expertos en el asunto son capaces de normativizar.
Es
sintomático que exista un debate en torno a la precariedad laboral y se
exprese sin rubor que la economía colaborativa, el último invento para
transformar al trabajador en una unidad de producción sin derechos y
atomizada, sea una oportunidad que da la tecnología. Parece normal que
exista polémica en torno a las formas de alimentación y su impacto en la
salud y el entorno, no tanto que se tache de genocida a un señor que
vende filetes.
Parece sorprendente que en la discusión sobre los
transgénicos se centre la cuestión en conspiraciones absurdas y no en su
utilización como herramienta de control económico. Es doloroso que
nadie parezca capaz de articular un discurso contra el integrismo
religioso desde la laicidad.
Todos estos ejemplos, y las formas de
análisis a las que los asociamos previamente, no son el problema en sí
mismo, sino el resultado de algo que podríamos llamar la trampa de la
diversidad. Asumir que existen conflictos paralelos al del
capital-trabajo no es lo mismo que asumir que esos conflictos son
independientes y estancos los unos de los otros. (...)
Mientras que los movimientos revolucionarios del siglo XX se
esforzaron por buscar qué era lo que unía a personas diferentes, el
activismo del siglo XXI se esfuerza por buscar la diferencia de las
unidades.
Así, mientras que el concepto de clase es un intento de,
basándose en un análisis de una situación material, buscar algo
profundamente transversal que atraviesa nacionalidades, géneros y razas,
el movimientismo actual parece empeñado en crear un sistema de análisis
donde los individuos son poseedores de privilegios o receptores de
opresiones que intercambian al margen de su posición en el sistema
productivo.
La cuestión no es negar, obviamente, que las personas
tienen problemas específicos asociados al género, la raza o la
orientación sexual, sino que esos problemas están estrechamente
relacionados o bien con necesidades del sistema económico o bien con la
estructura ideológica que lo justifica. Así mismo, esas personas no se
enfrentarán de la misma forma a esos problemas al margen de la clase
social a la que pertenezcan.
Si el capitalismo sabe de algo es de
apropiaciones, de triturar con su gigantesca maquinaria de sentidos
comunes ideas en apariencia radicales para devolverlas envasadas y
desactivadas. (...)
El líder de la ultraderecha holandesa es homosexual, la líder de la
francesa una mujer. Hace no mucho me contaban cómo en una empresa de
economía colaborativa, donde la mayoría de sus trabajadores son falsos
autónomos, habían instalado retretes unisex para luchar contra la
discriminación de género.
Hace poco leía un texto donde se
explicaba cómo en una cadena de montaje de un país centroeuropeo, con
una precariedad delictiva, había un comedor con productos respetuosos
con las prohibiciones religiosas alimentarias. Algunas multinacionales
se han mostrado solidarias con el refugees welcome.
Se diría que
mientras que nos arrojan por la borda lo hacen siempre muy atentos a
nuestras especificidades y creencias, a nuestra excluyente diversidad.
Lo peor es que lo empezamos a asumir como una victoria." (Daniel Bernabé, Socialismo 21, 02/04/17)
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