"Íñigo Errejón, Secretario de Análisis Estratégico y Cambio Político de
Podemos, ha vuelto desde hace unos meses a la primera línea política. La
semana pasada le entrevistaron en Le Figaro* para abordar la situación de la izquierda en España y en Europa. (...)
Usted es uno de los teóricos del populismo que está
detrás de la estrategia de Podemos. La etiqueta "populismo" sirve a
menudo para juntar a la extrema derecha con la extrema izquierda. ¿Qué
diferencia a estos dos populismos?
Hay todo un conjunto de fenómenos
nacionales que se está produciendo en Europa. Tenemos que tomar esto en
cuenta para comprender lo que está pasando: en todo el continente, y
especialmente en la Europa del sur, vivimos un 'momento populista'.
Es una reacción al hecho de que los actores políticos y económicos
tradicionales han dejado de integrar o de encarnar las necesidades de la
mayor parte de la población para preservar las necesidades del sistema.
Hoy en día, aunque la mayor parte de los países europeos hayan
mantenido sus gobiernos, asistimos a una crisis profunda de horizontes.
Esta crisis se expresa esencialmente a través del sentimiento que
experimentan muchos europeos de estar abandonados sin ningún tipo de
protección. El proyecto europeo tal y como lo hemos conocido ha
fracasado porque no ha logrado suscitar la suficiente tranquilidad,
confianza y adhesión en el grueso de las poblaciones europeas.
En todas partes, frente a la política
de desregulación a la que se entrega una élite cosmopolita (que es una
verdadera ley de la jungla que consiste en decirle a los privilegiados
que pueden hacer lo que quieran y ganar cada día aún más dinero) se
escuchan voces que reclaman que el Estado vuelva a hacerse responsable de los ciudadanos.
Hay mucha gente que exige que las ideas de comunidad y pertenencia se
refuercen, y que eso se traduzca en un reequilibrio de los derechos y
obligaciones que rigen una sociedad. Este contrato, el pacto social que
sale de la II Guerra Mundial, está en nuestros días roto. Las minorías
privilegiadas, situándose por encima de todo control democrático, han
contribuido a esta ruptura.
Esto es lo que caracteriza el "momento
populista" que atraviesa hoy Europa. Añadiría que Dani Rodrik, un economista progresista, ha recordado recientemente en el New York Times hasta qué punto el New Deal en Estados Unidos fue percibido en su época como un movimiento o incluso una “pulsión” populista.
Existe cada vez más la impresión de que hay un divorcio entre el país
real y el país oficial. El país real reclama que las instituciones
vuelvan a estar a su servicio, y que vuelvan a estar bajo su control.
Exige políticas adecuadas para el conjunto de la población, y por tanto
que se creen lazos nacionales (laxos pero extensos) que sustituyan a la
pertenencia de clase. El país real agrupa a la inmensa mayoría de los
perdedores de las políticas llevadas a cabo estos últimos años, que
permanecen unidos en cuanto pertenecen a una comunidad nacional.
El
populismo, en cuanto forma política, depende de la genealogía de un
pueblo; esto es, de la definición que le demos. En los populismos
democráticos o progresistas el pueblo no es una comunidad identificada
por una esencia, prisionera de la historia, sino que reposa en una
adhesión cívica renovada de forma permanente. Somos españoles, franceses
o italianos porque decidimos serlos. Reconocemos que compartimos un
pasado común, pero que, por encima de todo, tenemos un futuro común que
compartir.
Pertenecer a un pueblo tiene que ver con una decisión cívica que debe renovarse continuamente.
No es algo cerrado, no depende de la raza, del nombre o del lugar de
nacimiento. Por el contrario, las construcciones populares o populistas
de signo reaccionario se refieren a una forma de identidad esencial y
fija en la historia. En ese caso, el pueblo está cerrado, ya está
constituido para todo el mundo, lo quiera o no.
En el primer caso el pueblo se piensa dentro de la idea republicana de
construir una comunidad de trascendencia, de gente que pertenece a algo
más que a su propia individualidad. Como el pueblo no
existe, su construcción es una batalla cultural y política permanente,
inseparable del pluralismo político y del equilibrio institucional
republicano.
En el segundo caso, todo lo que tiene que ver con el
pluralismo político y los contra-poderes se convierte casi en una
molestia. Es la diferencia fundamental que divide en dos la pulsión
populista que atraviesa Europa.
Hoy en día en Europa la cuestión central
es: ¿hacia qué tipo de populismo se inclinarán los países? ¿Hacia un
populismo democrático, preocupado por la mejora del gobierno y
respetuoso de las instituciones republicanas, o hacia un populismo
reaccionario que ponga a luchar a los perdedores de la crisis contra
aquellos que son aún más perdedores? Esa es la batalla política de
nuestra época.
Las últimas elecciones italianas han sido testigos del
éxito de dos fuerzas políticas: los populistas del Movimiento Cinco
Estrellas y la Liga Norte. ¿Cómo analiza usted la política italiana y el
triunfo de estos dos movimiento?
A mi modo de ver la primera lección se encuentra en la suerte que han corrido las formaciones políticas sumisas al diktat de Bruselas,
ese poder que sólo es indirectamente democrático. En segundo lugar es
una reactualización de la idea según la cual las personas normales ya no
están protegidas y son dejadas de lado por las élites políticas y
económicas tradicionales. Esta idea ha tomado un cariz claramente
conservador y reaccionario que es muy preocupante en el voto a Matteo Salvini.
Al lado de esto, el Movimiento Cinco Estrellas
ha sabido jugar sobre diferentes tableros. Su programa contiene
propuestas progresistas en términos sociales y, al mismo tiempo,
propuestas claramente regresivas en materia de derecho penal o
inmigración.
En Italia se dibuja un escenario de transición: el sistema actual no va a durar. Lo que ocurre actualmente es el resultado de la desaparición de los grandes partidos políticos italianos y vamos a asistir a la lenta formación de otro sistema.
La cuestión fundamental es identificar quién sabrá verdaderamente
preocuparse de esta sensación que tienen muchos italianos e italianas de
estar abandonados o sentirse maltratados por el sistema político
tradicional.
Pero esta cuestión no es solamente italiana, sino que está
presente en toda Europa. E, insisto, muy particularmente en los países
del sur sobre cuyas espaldas pesa la carga de una línea
político-económica de austeridad acusada totalmente absurda.
Usted defiende habitualmente la idea de que las
revoluciones son también momentos conservadores. ¿Qué quiere usted decir
con esto?
Que contrariamente a la idea, de
origen liberal (muy corriente también en la izquierda), según la cual la
historia sería lineal e iría siempre hacia delante, hacia un mayor
grado de progreso, las grandes movilizaciones tienen
más bien vocación de defender conquistas sociales, instituciones o
derechos pre-existentes, antes que a conquistar nuevos.
Por supuesto
que también existen movilizaciones para reclamar nuevos derechos, pero
pienso que la mayoría de las movilizaciones que más han triunfado son
aquellas donde hay una ruptura entre lo que se obtiene y a lo que la
gente piensa que tiene derecho.
Es decir, una ruptura entre lo que se
espera y lo que se produce realmente. Y esto aparece de una manera aún
más cruel cuando los que tienen las riendas de un país se muestran
incapaces de satisfacer las esperanzas que ellos mismos han hecho
crecer.
Esto significa que en política es
siempre más fácil defender que atacar. Hablo de defender instituciones,
derechos, conjuntos jurídicos de los que la población se siente
legítimamente heredera porque ya ha evaluado los beneficios que le
comportan, antes que batirse por cosas nuevas
Incluso las utopías más
avanzadas en términos de reparto de la riqueza y del poder político se
han apoyado siempre sobre mitos o confesiones que ya existían en el
imaginario y en la cultura popular. Me refiero, por ejemplo, a la
similitud entre ciertas metáforas obreras o socialistas e ideas
profundamente enraizadas en el pensamiento cristiano.
Un cierto pensamiento liberal se ha autorizado demasiado a creer que el progreso debía ser lineal,
sin lazos con el pasado. Ahora bien, cuando apelamos a sentimientos,
ideas, prejuicios o mitos que están ya en el imaginario colectivo,
entonces incluso las revoluciones más rupturistas se vuelven posibles.
Las revoluciones son siempre una negociación con el pasado, incluso
cuando quieren hacer tabla rasa con lo que las ha precedido.
¿Por qué las fuerzas progresistas deberían apropiarse de las aspiraciones conservadoras?
Yo no creo que haya una dicotomía
entre el progresismo y el conservadurismo. El neoliberalismo ha
implicado en todas partes una desorganización masiva de los modos de
vida y de los proyectos de vida de la gente.
Los jóvenes tienen
dificultades para planificar su futuro o para fundar una familia porque
se ha hundido la vieja idea de la meritocracia. El desequilibrio es tal
que en nuestros días, mucho más que en la época de nuestros padres, ser privilegiado desde la cuna asegura casi con certeza un futuro cómodo, mientras que nacer en un entorno modesto predestina a un futuro como mínimo complicado.
El neoliberalismo ha provocado una
desorganización masiva de nuestros países en todos los niveles. La gente
ya no puede proyectarse y ha sido despojada de toda identidad sólida
proveedora de certidumbres, de ese sentimiento de pertenecer a algo más
grande que uno mismo.
Nuestras pertenencias sociales están altamente
fragmentadas y quebradas. Frente a esta desorganización que no beneficia
más que a una ínfima minoría, el mayor cambio que puede haber es el del
orden. Poner orden significa recuperar nuestras antiguas certezas,
aquellas sobre las que nuestros padres y madres se construyeron. Esto no
impide poner en cuestión la forma patriarcal de la sociedad que,
evidentemente, es muy discutible.
Pero al mismo tiempo nadie puede
imaginarse un retorno puro y simple a los tiempos del Estado del
Bienestar, porque no todas las políticas que se pusieron entonces en
marcha funcionarían ahora. En este momento la búsqueda de nuestro
bienestar no puede basarse únicamente en nuestra relación con el trabajo
asalariado.
Tiene que pasar también por mecanismos de
redistribución de una parte de la riqueza creada cada vez con menos
trabajo a causa de la digitalización y de la robotización. Nos hacen
falta políticas públicas diferentes con el mismo objetivo: recuperar la
capacidad del orden y de la estabilidad para la gente normal.
Los
privilegiados tienen relaciones, tienen dinero y tienen la capacidad de
ejercer la violencia. Así que nadie necesita más del orden, de la ley y
de las instituciones que las personas modestas.
Usted reivindica la idea de encarnar el orden frente
al "desorden neoliberal". Sin embargo la idea de orden está muy asociada
a la derecha. Algo parecido ocurre con las banderas y los símbolos
nacionales. ¿Por qué ir al terreno del adversario?
Es un error de las fuerzas
progresistas haber dejado a los conservadores el monopolio de la idea de
orden, de estabilidad social y de continuidad. Porque, en mi opinión,
este orden es inseparable de la lucha contra las desigualdades sociales.
Las sociedades más desiguales
económicamente son las menos eficaces, las menos productivas en términos
de creatividad social y las más conflictivas desde el punto de vista
democrático. Esto significa que las sociedades más ordenadas son aquellas en las que prevalece un ideal que se parece mucho al ideal republicano francés.
Es el orden entendido en el sentido de comunidad. Una comunidad
espiritual de destino, de ciudadanos que saben que pertenecen a algo más
grande y más viejo que ellos mismos, y que desean conservar. Gracias a
esta voluntad nacen instituciones que permiten articular una comunidad
de hombres libres e iguales, garantizar la buena organización del
territorio, garantizar que exista una escuela pública que asegure la
igualdad de oportunidades, asegurar una sanidad pública para todo el
mundo o que existan acuerdos sociales en el ámbito del trabajo.
En suma,
es gracias a esta voluntad como puede nacer un Estado responsable y
emprendedor que asuma la misión de desarrollar el conjunto de la fuerza
productiva de un país. El liberalismo ha tejido una serie de mentiras
que han sido particularmente perniciosas.
Nos han dicho que todo
proyecto colectivo es una utopía sistemáticamente condenada a
transformarse en totalitarismo. Es mentira: la Constitución de los
Estados Unidos comienza afirmando We, the people, y no Nosotros, los individuos. Enuncia un horizonte, una comunidad de pertenencia trascendental. Porque sin trascendencia no hay sociedad.
Nos han dicho también que hacía falta
primero pensar en uno mismo para triunfar en la vida, dejando de lado
toda solidaridad cívica, toda cohesión y cooperación. Esto ha destruido y
empobrecido nuestra sociedad. Hay que recuperar estas nociones de
pertenencia y comunidad a través de instituciones democráticas y de la
soberanía popular.
En cuanto a los símbolos nacionales
no me parece que haya que demonizarlos ni dejárselos a la extrema
derecha, en parte porque las naciones se forman como conjuntos
democráticos frente a los defensores de los privilegios. En el corazón
de la nación se encuentra una voluntad democrática. Por el hecho de nacer aquí y de vivir juntos, somos iguales en derechos.
En una época en la que los centros de trabajo ya no son proveedores de
identidad y donde la suma un tanto disparatada de identidades
fragmentadas suministradas por las redes sociales y la sociedad de
consumo ha mostrado sus límites, la gente experimenta un cierto deseo de
pertenencia.
La gente necesita que la identidad encontrada se integre
en una sociedad que se preocupa por sus miembros, tanto en los buenos
como en los malos momentos. Sin una idea fuerte de bien común, tenemos
la pulverización y la atomización aseguradas.
Hay algo potencialmente popular y democrático en la reunificación de
las pertenencias nacionales, con dos matices:
1) el pueblo no es una
comunidad de esencia sino un proyecto en construcción perpetua dirigido
hacia el futuro, cívico y no romántico,
2) hacen falta instituciones
para conservar, proteger y mantener el pluralismo político. En estas
condiciones podemos hacer la apuesta de una renovación europea, de un New Deal
verde, puesto que la transición energética y ecológica de nuestras
economías es también necesaria.
Pero esta Europa no podrá construirse
más que a partir de un retorno a la soberanía popular." (Entrevista a Íñigo Errejón, Gilles Boutin y Alexandre Devecchio / LE FIGARO, en Público, 04/04/18)
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