"Estados Unidos ha declarado una guerra a las compañías detrás de la sangría de muertes por el consumo de opiáceos. Más de 400 ciudades,
condados y organizaciones han interpuesto una demanda conjunta contra
los fabricantes y distribuidores de los potentes analgésicos. Casi todos
los Estados han lanzado investigaciones a la industria farmacéutica y
varios de ellos tienen previsto unirse al litigio colectivo.
El Gobierno
federal apoya esa hoja de ruta y no descarta presentar su propia
denuncia. Se acusa a empresas gigantescas de publicidad engañosa y de
ocultar a los consumidores el potencial de adicción de las pastillas de
opiáceos. De ser cómplices de una feroz epidemia
que abruma a EE UU: cada día mueren por sobredosis más de 150 personas.
El proceso evoca la ofensiva judicial en los años noventa contra los
gigantes de la industria del tabaco.
“Es una crisis, es una epidemia. Todo el
mundo lo sabe, todo el mundo lo siente, así que creo que todos debemos
empezar a trabajar conjuntamente”, dice en una entrevista telefónica el
juez Dan Aaron Polster. Temido por las poderosas compañías
farmacéuticas. Admirado por quienes conocen de primera mano la sangría
de muertes por el consumo de opiáceos. Polster tiene uno de los trabajos
más difíciles de EE UU.
En su mesa en el juzgado federal del Distrito
Norte de Ohio, en Cleveland, se acumulan 434 demandas contra la
industria. “Mi objetivo es cambiar la trayectoria de esta crisis. No
dije que fuera o fuéramos a solucionarla este año pero tenemos que dar
algunos pasos. Más gente se está volviendo adicta. Es inaceptable”,
clama.
Polster, de 66 años, ha optado por un
enfoque heterodoxo desde que en diciembre una comisión judicial decidió
agrupar en su tribunal casi todos los litigios en EE UU relacionados con
las prescripciones de opiáceos. El juez ha comunicado a las partes de
que su objetivo es lograr un acuerdo en vez de iniciar un largo y
agresivo juicio, lo que ha soliviantado a la defensa de los grandes
fabricantes, distribuidores y vendedores de fármacos.
La estrategia se
ha comparado con el acuerdo de 1998 que llevó a las grandes tabacaleras a
pagar una compensación millonaria (206.000 millones de dólares) por los
efectos nocivos del tabaco. El pacto también incluyó prohibiciones a la
publicidad de cigarrillos y advertencias públicas sobre sus riesgos
para la salud.
Las estadísticas son escalofriantes. En 2016, el último año con cifras completas, murieron alrededor de 64.000 estadounidenses por sobredosis.
Tres cuartas partes fueron provocadas por el abuso de pastillas
analgésicas, heroína o fentanilo. Los récords se rompen año tras año. La
estimación provisional de 2017 alcanza las 66.000 muertes.
Para hacerse
una idea del alcance del drama, más de 58.000 estadounidenses
fallecieron en toda la Guerra de Vietnam, 55.000 lo hicieron en
accidentes de coche en 1972, un año récord, o 43.000 durante el pico de
la epidemia de Sida en 1995. La crisis de los opiáceos ha costado al
Gobierno estadounidense cerca de un billón de dólares desde 2001.
De fondo, subyace una poderosa conexión
entre fármacos y heroína. Cuatro de cada cinco nuevos consumidores de
heroína aseguran haber abusado antes de pastillas contra el dolor.
Cuando se quedan sin recetas para comprarlas, la desesperación les lleva
a pincharse. Y muchas miradas apuntan a la actuación de médicos,
farmacéuticos y dispensarios: en 1992, se prescribieron 79 millones de
recetas de opiáceos en el país, en 2012 fueron 217 millones.
El Gobierno de Donald Trump ha declarado la crisis de los opiáceos una emergencia
de salud pública. Y el juez Polster apunta a la raíz de la tragedia. Su
objetivo es lograr soluciones tangibles a corto plazo que no solo
impliquen compensaciones económicas sino transformaciones en el sector.
“Cuando das algunos pasos luego puedas dar otros más. En general, así es
cómo uno soluciona un problema muy complejo. No te quedas sentado
esperando a que alguien haya encontrado una gran solución para todo”,
esgrime.
La presión ante una industria vigorosa pero
que se sabe en el ojo del huracán está empezando a dar frutos. A los 10
días de una de las sesiones judiciales, Purdue Pharma, fabricante de
OxyContin, el más conocido de los opiáceos, anunció en febrero que
dejaba de promocionar sus pastillas a médicos y recortaba por la mitad
su equipo comercial.
Greg Williams, vicepresidente de Facing
Addiction, una organización que ayuda a adictos, lo considera un paso
insuficiente. “Ellos y otros fabricantes y distribuidores de opiáceos
deben a nuestras comunidades miles de millones de dólares en
reparación”, sostiene.
“Necesitamos financiación para educación pública,
profesionales de la salud, prevención y tratamiento”.
Anna Lembke, una experta en adicciones de
la Universidad de Stanford que ha comparecido ante el juez de Cleveland,
coincide en que el anuncio de Purdue supone una “gota en el océano” del
conjunto de la crisis de los opiáceos.
Pero subraya que “simbólicamente es muy importante” porque encarna,
tras años negándolo, una admisión implícita de la farmacéutica de su
impacto sobre qué recetan los doctores.
En la megacausa judicial, se acusa a Purdue
y a otros fabricantes, como Johnson & Johnson, de publicitar
durante años sus opioáceos pese a conocer perfectamente su potencial
adictivo. A las compañías distribuidoras se las denuncia por enviar
cantidades ingentes de fármacos sin avisar a las autoridades; y a las
farmacéuticas de no advertir lo suficiente a los pacientes del producto
que estaban comprando.
Todos alegan que los fármacos han sido autorizados por el Gobierno y que son los médicos quienes los recetan.
Sin embargo, los críticos argumentan que no se informa suficientemente a
los doctores sobre los riesgos.
Y las compañías han financiado a lobbies médicos que minimizaban los posibles problemas de las pastillas, según un informe del Senado.
De hecho, Purdue se declaró culpable en
2007 ante un juez federal de engañar a médicos y pacientes sobre el
riesgo de adicción y el potencial de abuso de OxyContin tras una
investigación que terminó en 2001.
Pagó una multa de 600 millones de
dólares. El diario Los Angeles Times reveló en
2016 que, durante dos décadas, Purdue conocía que su fármaco podía tener
un efecto más corto del anunciado, lo que aviva el riesgo de adicción,
pero lo ocultó para no perder cuota de mercado. OxyContin supone el 80%
de las ventas de la compañía por un valor de 1.700 millones de dólares
en 2017.
Lembke enfatiza que la solución a la adicción rampante de opiáceos
llevará “años sino décadas en llegar”. Pide actuar en múltiples ámbitos,
más allá de atajar la influencia del sector farmacéutico, y abordar
asuntos incómodos, como lo que llama “medicalización de la pobreza” o la
estigmatización del dolor, que contribuyó a que a partir de los años
noventa proliferaran las prescripciones de opiáceos ideadas contra las
dolencias crónicas. Lo que nadie imaginaba es que de esa intención
inicial se pasaría a la pesadilla actual.
Los orígenes de Purdue Pharma, el
fabricante del opiáceo OxyContin, están en una pequeña compañía
científica impulsado por la familia Sackler. Los Sackler son conocidos
por su riqueza y sus generosas donaciones a museos y universidades. Pero
en los últimos años la epidemia de muertes por consumo de opiáceos los
ha colocado ante un espejo incómodo.
Por ejemplo, la fotógrafa Nan
Goldin, una antigua víctima de la adicción de OxyContin, lideró el
pasado fin de semana una protesta en un ala del museo Metropolitan de
Nueva York que lleva el nombre de la familia. Los manifestantes
exhibieron carteles, como “Vergüenza en los Sackler”, y otros que pedían
que el clan financie programas de rehabilitación.
Los herederos de Arthur Sackler aseguran
que él murió antes de que se desarrollara OxyContin y que ellos no se
han beneficiado económicamente del fármaco. Pero una de las hijas,
Elizabeth Sackler, ha elogiado el activismo de Goldin y ha considerado
“moralmente aberrante” el papel de Purdue en la crisis de los opioáceos." (Joan Faus, El País, 17/03/18)
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