"Rodrigo Rato Figaredo (Madrid, 1949) es el español que ha ocupado un puesto de mayor rango internacional:
director gerente del FMI, con tratamiento de jefe de Estado. Llegó a él
en 2004, con la aureola de haber sido ministro de Economía durante la
época de mayor prosperidad en la reciente historia de España.
Hubo quien
llamó a aquello “el milagro español”, aunque el tiempo demostró que en
los éxitos de entonces hubo mucho gato encerrado. Ahora, tras su condena por las llamadas tarjetas black de Caja Madrid, está a un paso de entrar en prisión.
A Rato y a su presidente, José María Aznar,
no les importó recurrir a cualquier ardid con tal de meter a España en
el euro. Dos obstáculos se interponían en su camino: el elevado nivel de
déficit público y la amenaza de la inflación. Para que las cuentas
fueran aceptables por Europa, se dedicaron a hacer caja con la venta de empresas públicas boyantes (Argentaria, Tabacalera).
En el control de los precios se
mostraron más creativos, e inventaron un artificio diabólico, que
permitía diferir el impacto sobre la inflación de la subida de la
electricidad: el “déficit de tarifa”. Pasarán años, antes de que los
consumidores podamos pagar ese dislate.
Mientras en la sala de máquinas del Ministerio de Economía
se empleaban toneladas de comésticos para que España saliera guapa en
la foto previa a la entrada en el euro, otros departamentos gestaban
planes que a la larga tendrían resultados devastadores.
Siempre bajo la supervisión de Rato, que era vicepresidente, y por supuesto de Aznar, el Ministerio de Fomento alumbró una Ley del Suelo
de cariz liberalizador, de efectos inmediatos sobre la actividad
inmobiliaria. El crecimiento se aceleró apoyado en la construcción,
también lo hizo obviamente el empleo, y la banca contribuyó a la fiesta
con una temeraria barra libre de crédito.
La consiguiente burbuja
permitió al PP presentar una hoja de servicios económicos aparentemente
inmejorable, que convirtió a Rato en el hombre mejor situado para
suceder a Aznar, cuando llegó el momento de que éste cumpliera su
promesa de no permanecer más de ocho años al frente del Gobierno.
Después se ha sabido que el presidente así se lo propuso por dos veces,
pero que Rato declinó la oferta otras tantas con desgana, quién sabe si
porque no se la planteó con suficiente insistencia.
El caso es que a la postre el elegido fue Mariano Rajoy,y a Rato le tocó el nada desdeñable premio de consolación de acceder por la puerta grande a la dirección del FMI,
gracias en buena medida a los apoyos internacionales recabados a su
favor por el Gobierno de un recién llegado José Luis Rodríguez Zapatero.
Curiosamente, una vez instalado en Washington, su estrella se fue apagando,
quizás porque en realidad nunca refulgió tanto como aseguraban sus
muchos palmeros de la época. El “mejor ministro de Economía de la
democracia”, en palabras del banquero Emilio Botín, apenas supo lucir el cargo de relumbró al que le habían encumbrado.
De su época en el FMI (2004-2007) sólo se recuerda que no vio venir la crisis que se cernía sobre la economía mundial,
aunque algunos informes internos del organismo, que aparecieron con
posterioridad, sostienen que no fue por miopía sino porque hubo quien
prefirió mirar para otro lado.
Para sorpresa de propios y extraños, Rato puso fin abruptamente a su presencia en el FMI tres años antes de tiempo.
El político ambicioso, que no parecía pararse ante nada ni ante nadie,
el único capaz de decirle a Aznar que se equivocaba al secundar la
invasión de Irak, regresó a Madrid amparándose en timoratas “razones
personales”.
Mucho se especuló sobre aquella dimisión: la lejanía de sus
hijos, que se habían quedado en España con su madre; las dificultades
de su nueva pareja para adaptarse a la vida en la capital
estadounidense; la falta de interés del propio Rato en una función que
coartaba sus dos grandes pasiones: batirse el cobre en la política y
ganar dinero… Pero, sea lo que fuere, el caso es que volvió para alegría
de quienes no acababan de creer en las posibilidades de Rajoy de
recuperar el poder para el PP.
Rato, sin embargo, se refugió en el
mundo de los negocios, donde había dejado contactos de primer nivel tras
ocho años dirigiendo la política económica. El banco de inversión Lazard, la Caixa y el Santander decidieron contratar sus servicios, a los que se dedicó hasta que en enero de 2010 le hicieron el peor favor de su vida al ofrecerle la Presidencia de Caja Madrid.
Fue en medio de una de las muchas
disputas entre Rajoy y Esperanza Aguirre, entonces al frente de la
Comunidad de Madrid, que quería colocar allí a su número dos y hombre de
plena confianza, Ignacio González. Rajoy señaló a Rato y mató dos pájaros de un tiro:
alejó aún más de la política a quien un día podía convertirse en
adversario suyo y dejó con dos palmos de narices a la lideresa del PP.
Lo que pasó a continuación es de
sobra conocido.
Presos de un ataque de pánico, el Gobierno y el Banco de
España promovieron un proceso de concetración, que debía culminar con
la práctica desaparición de las cajas de ahorros, dramáticamente dañadas
por los excesos crediticios cometidos durante el boom del ladrillo.
A Caja Madrid le tocó emparejarse con otras seis entidades, entre ellas la valenciana Bancaja, una de las más dañadas de España. La fusión dio paso a una nueva marca, Bankia, que buscó en el mercado de valores los fondos necesarios para evitar su quiebra, mediante una salida a Bolsa que los tribunales están investigando si fue un engaño en toda regla a los 300.000 inversores que acudieron a ella.
Hubieran sido o no hinchadas las
cuentas para facilitar el éxito de la operación, lo cierto es que sólo
un año después el castillo de naipes se vino abajo. Bankia anunció unos beneficios de 305 millones de euros en 2011, pero Deloitte se negó a firmar el informe de auditoría al haber detectado un desfase patrimonial de 3.500 millones.
Rato presentó un plan de recapitalización, que requería una inyección del FROB
de 6.000 millones de euros, pero el nuevo Gobierno del PP se lo rechazó
y le pidió la dimisión por boca del titular de Economía, Luis de Guindos, antiguo subalterno suyo en el Ministerio.
La llegada de su sustituto, José
Ignacio Goirigolzarri, y la nacionalización de Bankia en mayo de 2012
permitieron que afloraran la verdadera situación de la entidad y algunas
prácticas abochornantes de su cúpula. Para evitar la quiebra, el Estado tuvo que pedir un rescate financiero, del que se emplearon 24.000 millones.
Pero lo que más irritó a la opinión pública fueron las tarjetas black, que
Miguel Blesa estableció en Caja Madrid como forma opaca de retribución a
sí mismo y a sus directivos y que Rodrigo Rato mantuvo hasta el último
día. Él solo dilapidó casi 100.000 euros en ropa, perfumes, bebidas
alcohólicas y restaurantes de lujo, aparte de retirar cuantiosas sumas
de dinero en efectivo a través de la red de cajeros. En total, usaron
esas tarjetas 86 personas, que se fundieron con ellas más de 15 millones
entre 1999 y 2012.
Sin embargo, las responsabilidades juidicales de Rato no acaban en las black, sobre las que el Supremo se ha pronunciado ahora. La Audiencia Nacional tiene abierta una causa por el falseamiento de las cuentas de Bankia para la salida a Bolsa, que pudieron constituir un fraude a los inversores, porque “no reflejaban la imagen fiel de la entidad”.
Además, Rato afronta un tercer
proceso por haber escamoteado al fisco 6,8 millones correspondientes al
IRPF y al Impuesto de Sociedades entre 2004 y 2015, aunque en parte
están prescritos. También se le culpa de haber aprovechado la aministía fiscal de 2012 para blanquear capitales procedentes de paraísos fiscales
como Panamá, donde ya tenía oculto dinero cuando formaba parte del
Gobierno; del cobro de comisiones por los contratos de publicidad de
Bankia, y de alzamiento de bienes.
Su momento más crítico tuvo lugar el 17 de abril de 2015, cuando permaneció detenido ocho horas, mientras efectivos de la Agencia Tributaria, por orden de la Fiscalía de Madrid, procedían al registro de su domicilio y de su despacho.
La imagen de Rato siendo introducido en un vehículo policial dieron la
vuelta al mundo, pero no debieron de debilitar su ánimo durante mucho
tiempo.
A partir de entonces, tomo la iniciativa de su defensa y se dedicó a arremeter contra todos los que, a su juicio, eran responsables de lo que le estaba pasando.
El Ministerio de Economía y el Banco de España, que en tiempos de
Zapatero alentaron cuanto hizo para reflotar Bankia; pero también sus
antiguos compañeros del PP (él se dio de baja en el partido en 2014,
después de 30 años de militancia).
Esa estrategia tocó techo en enero de 2018, cuando compareció ante la comisión de investigación sobre la crisis financiera constituida en el Congreso.
Rato no dejó títere con cabeza y desplegó la arrogancia de la que
tantas veces hizo gala en la misma cámara siendo diputado. Se encaró con
los representantes de la oposición, atribuyó las consecuencias de la
restructuración bancaria poco menos que al destino (“es el mercado, amigo”) y salió de la sala tan crecido como si allí hubieran quedado todos sus males.
La justicia, sin embargo, es harina de otros costal y de ella no se puede escapar con la misma soltura que cuando uno llega al puesto más alto que nunca pudo soñar." (Vicente Clavero, Público, 21/06/18)
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