"La socióloga Jennifer M. Silva publicará el
mes próximo su libro 'We’re still here. Pain in politics in the heart of
America' (disponible ya en versión digital), un recorrido por las
percepciones, los sentimientos y las visiones de la clase obrera de
Pensilvania.
Estructurado a través de entrevistas en profundidad a
personas de diversas razas y de distintas edades, el libro ofrece un
retrato cualitativo de una sociedad que arroja numerosos elementos de interés político, máxime cuando las entrevistas se realizaron en la época de las elecciones presidenciales que dieron el triunfo a Trump.
Es
fácil limitar el clima social que percibió Silva a un entorno
geográfico,y a una clase social concreta, y que, por tanto, carece de
traslación a otros países. Sin embargo, muchos de los elementos que
aparecen en las entrevistas están presentes en el Occidente
contemporáneo, con traducciones políticas obvias.
Sobre este asunto han existido muchas posturas encontradas,
porque el triunfo de Trump se atribuyó a los votos de la clase
trabajadora blanca, que se había alejado por completo de los
progresistas, lo cual fue negado por investigadores progresistas, una
discusión que ya había tenido lugar con el Brexit, y que se extendió
internacionalmente con el crecimiento electoral de Le Pen o de 5 Stelle, así como con las extremas derechas en Europa.
“Una feroz desconfianza”
Más
allá de ese enfangamiento académico, Silva se preocupa por comprender
cuál es la mentalidad de las personas que tiene frente a ella, en qué
creen y cuál es el clima en el que viven. Y lo más inmediato y
destacable es el ambiente anómico en que se desenvuelven.
Como asegura
en ‘The Conversation’: “Entrevisté a blancos, latinos y negros y en
todos había una feroz desconfianza y odio hacia los políticos, así como
la sospecha de que la política y las grandes empresas básicamente
estaban trabajando juntas para acabar con el sueño americano”.
Silva
no acogió esa idea tan extendida de que el voto a Trump era de los
paletos mentalmente limitados que atacaban sus propios intereses, sino
que entendió cómo el alejamiento radical de las instituciones,
sustentado en una lectura bastante realista sobre el entorno en que se movían y las posibilidades que les quedaban dentro de él,
había afectado a su compromiso político y a las opciones que escogían.
“Casi todos creían que el sistema estaba manipulado para que perdieran
los pobres. Que todo lo que importa ahora es el dinero. Si lo tienes,
vives bien y puedes comprar cualquier cosa. Pero si no, el sistema está
en tu contra. Me lo dijeron blancos viejos y mujeres negras jóvenes. Y
no es falso. Si matas a alguien y eres rico, es mucho más probable que
no vayas a la cárcel”.
La traición
En ese escenario, en el
que lo único que importa son los recursos y el poder, tampoco
encuentran respaldo en lugares de los que típicamente esperaban ayuda:
“Hay una sensación de traición por parte de varias instituciones sociales (educación, el lugar de trabajo, el ejército), en las que ellos pensaron que podían confiar pero que, por una razón u otra, les terminaron decepcionando”.
Su
percepción es que todas las mediaciones sociales han desaparecido y
que, por tanto, han sido abandonados a su suerte. Nada hay ahí fuera
para ellos, nadie les va a ayudar, con lo que carece de sentido la
participación política, pero también el voto.
La
certeza en que el sistema no les deja un espacio, junto con la
desconfianza en las articulaciones colectivas que podrían servirles como
defensa y apoyo, les conduce a responsabilizarse de sí mismos de un modo mucho más acuciante de lo que textos tan banales como ‘Hillbilly’, de J.D. Vance
sugieren: “Nadie estaba realmente buscando estrategias colectivas que
cambiaran el mundo. Muchos querían simplemente demostrar que no tenían
que depender de otras personas. Tenían la sensación de que cualquier
tipo de redención únicamente podría salir de su esfuerzo”.
Tiene
su lógica: si las cosas no funcionan y el juego está trucado para que
salgan perdiendo, los únicos en los que pueden confiar es en sí mismos.
Políticamente, la traducción primera es evidente; no ir a votar tiene
todo el sentido, porque de otro modo estarían participando en esa farsa
en la que no creen.
Y cuando se activan y apuestan por un candidato, son
aquellos que se salen del sistema. El pequeño porcentaje de
entrevistados por Silva que pusieron su papeleta en la urna apostó por
Trump, convencido por “su personalidad, su agresividad y por el hecho de
que no le importen las reglas”. El otro candidato que les atraía era Bernie Sanders, de quien apreciaban su autenticidad, pero no concurrió a las elecciones presidenciales.
Hay traslación
Podríamos
entender las características descritas por Silva como fruto de un
entorno desestructurado, cuya validez se agota en él, y por tanto
difícilmente trasladable al nuestro. Sin embargo, esto supondría
malentender cómo funcionan las cosas en un sistema tan interconectado
geográfica y políticamente como el nuestro.
El giro del capitalismo
hacia la financiarización ha generado una sociedad de doble dirección,
en la que una pequeña parte ha aumentado su capital y su poder mientras
el resto ve declinar su nivel de vida. Dependiendo del lugar que se
ocupe en esa escala social, las consecuencias serán más graves o menos, pero la tendencia es general.
Y ocurre lo mismo con la desconfianza que
describe Silva: esa sensación de que la política no funciona, de que las
instituciones cada vez nos dejan más solos y de que cada cual tiene que
salir adelante como pueda es un lugar común en toda la sociedad. Hay partes de ella que lo celebran,
aquellas cuyas interconexiones y sus recursos les permiten evadir el
freno que suponían las mediaciones, otras lo lamentan, porque entienden
que esa pérdida les afecta sustancialmente, otras simplemente se
indignan, y a otras les da ya igual, como a las clases trabajadoras de
Pensilvania.
Pero todas ellas comparten la sensación de que el sistema
está torcido, de que las instituciones tienen un funcionamiento
defectuoso, de que el dinero es lo que importa, de que la política no es
una solución (como mucho, un parche) y de que cada cual tendrá que
buscarse la vida como pueda. La diferencia no es de percepción, sino de grado.
Esas ideas están presentes en la clase media occidental, en buena parte
de las clases altas, y también en las trabajadoras. La descreencia en
las instituciones va en aumento.
Contra el otro
Por eso
cada vez el voto es más fragmentado y volátil, y por eso crecen opciones
extrasistémicas con candidatos diferentes, por eso el descontento
aparece con mucha frecuencia. No pueden comprenderse ni los chalecos
amarillos, ni el Brexit ni el voto a Trump sin este suelo social, pero
tampoco podemos entender sin él cómo opera la política institucional en
los últimos años. España es un buen ejemplo: el PSOE ganó las
elecciones gracias a Vox, es decir, gracias al temor que generó entre
sus votantes potenciales de que la derecha radical llegase al poder,
exactamente igual que el PP de Rajoy logró gobernar porque
transmitió a sus simpatizantes el miedo a que Podemos acabase en el
Gobierno. Se vota mucho más para evitar un mal mayor que por la
confianza que nos merezcan los partidos o la misma democracia.
Este
es el entorno en el que nos estamos moviendo, y tiene consecuencias
diversas. Por una parte, y como es obvio, se produce un regreso hacia lo
privado, hacia el espacio personal, que suele derivar en cinismo y
desaliento; en otros casos, se vuelve la mirada hacia el entorno
familiar, el único seguro en época de desarraigo, pero también hacia
algunos símbolos que representan las únicas fuentes de colectividad en
un mundo quebrado.
El regreso del nacionalismo es lógico en este terreno,
como contrapartida a ese mundo global sin trabas pero también sin
tablas a las que agarrarse. También es frecuente, como hacían algunos de
los entrevistados por la socióloga, responsabilizar a los inmigrantes
del deterioro social, y derivar las esperanzas hacia líderes fuertes, de
esos que hacen que las cosas funcionen. Todo esto lo sabemos, pero
centrarnos en ello sería tomar las consecuencias como causa.
El problema
de fondo es precisamente que tienen mucha razón en lo que dicen, que
apenas tienen dónde asirse, y que cada vez la política piensa menos en
los miembros de su sociedad; que cada vez cuenta más el dinero, que la
posición social es determinante y que los valores —la 'common decency'
que mencionaba Orwell— se están desvaneciendo. Bastaría con
cambiar eso para que la percepción de desamparo comenzase a diluirse y
otra política tuviera lugar.
El asesino de El Paso
Mientras
eso no ocurra, y no hay muchos signos en Europa de que las cosas vayan
por ese camino, seguirán produciéndose cambios acelerados, y se ahondará
en la fragmentación, la polarización y el desapego institucional. Pero también asistiremos a fenómenos nuevos, y el ejemplo de la matanza de El Paso es muy pertinente.
El asesino da unas cuantas pistas para entender la profundidad de esta transformación en un texto
que colgó antes de la matanza. En él aparecía la misma idea de una
política corrupta, de la alianza entre Washington y las corporaciones
para obtener beneficio a costa del común de los ciudadanos
estadounidenses, la misma sensación de haber abandonado a los ciudadanos
de un país a su suerte que se refleja en ‘We’re still here’.
Patrick
Crusius, como algunos de los entrevistados por Silva, identificaba la
inmigración como un problema grave, ya que estaban robando el trabajo a
los suyos, solo que iba más allá, y anticipaba que las cosas se pondrían
mucho peor cuando la automatización y la robotización avanzasen y
eliminasen muchos más puestos de trabajo. Nada cabía esperar de las
instituciones, y menos aún del partido demócrata, cada vez más volcado
hacia los inmigrantes como fuente de voto.
De modo que, sin salidas
políticas, sin instituciones comunes, sin esperanzas en el cambio y ante
lo que percibía como un declive difícilmente reversible, encontró una
salida perversa: alguien tenía que hacer algo para defender su país. En
su cabeza, la solución era “ofrecer incentivos” a los mexicanos para que
regresasen a su hogar y él se los iba a dar.
Como si fuera un pistolero
del Oeste, un héroe solitario en defensa de la comunidad, llenó de
sangre inocente un centro comercial, esperando encender una mecha. Cierto, es EEUU, las armas están al alcance de la mano y en Europa no, pero el atentado revela un tipo de sentimiento que puede cobrar cuerpo aquí si no actuamos a tiempo." (Esteban Hernández, El Confidencial, 09/08/19)
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