"Poco después de la reunión del Eurogrupo de los ministros de Finanzas de
la eurozona el 27 de junio de 2015, me topé con un Mario Draghi de
aspecto preocupado. El presidente del Banco Central Europeo me preguntó:
“¿Qué diablos está haciendo Jeroen?”, en referencia a Jeroen
Dijsselbloem, el entonces presidente del Eurogrupo. “Perjudicando a
Europa, Mario. Perjudicando a Europa”, respondí. Draghi asintió con la
cabeza, con un aire consternado. Tomamos el ascensor hasta la planta
baja y nos separamos en silencio.
A los periodistas les resulta natural suponer que Draghi y yo teníamos
una relación hostil durante el enfrentamiento de 2015 entre Grecia, a
quien yo representaba, y el BCE. Pero el impasse en el que estábamos
atascados no había sido causado por un choque de personalidades, y no
implicaba ninguna recriminación mutua. En todo caso, reflejaba un
fracaso institucional del cual nunca responsabilicé personalmente a
Draghi.
La hostilidad entre nosotros era innecesaria, y por lo tanto no
existía. Este intercambio fugaz me vino a la mente cuando Draghi
recientemente desocupó la silla eléctrica en medio de muchas
especulaciones sobre la futura dirección del BCE bajo su sucesora,
Christine Lagarde. Me recordó la impotencia no reconocida del presidente
del BCE, quien lidera una institución poderosa que es mucho menos
independiente en la práctica que en la teoría. Lagarde ahora tendrá que
convivir con esa impotencia al dirigir al BCE en un mar de peligros
deflacionarios.
Durante 2015, Draghi por momentos tomó decisiones en detrimento tanto
del pueblo griego como del interés común de Europa. Una se produjo el 4
de febrero. Esa mañana, luego de una reunión que había tenido en Londres
el día anterior con financistas a quienes presenté mis planes para una
reestructuración moderada de la deuda, el índice de la bolsa de Atenas
se disparó un 13%, liderado por un alza de más del 20% de las acciones
de los bancos griegos.
Con ese viento en mis velas, volé a Fráncfort
para reunirme con Draghi por primera vez. Uno podría pensar que un
ministro de Finanzas recientemente nombrado de la eurozona, que acababa
de impulsar los activos financieros de su país de manera significativa,
sería ayudado por su banquero central. Por el contrario, la junta
directiva del BCE decidió ese mismo día cortar el acceso de los bancos
griegos a una liquidez en euros. Como era de esperarse, las acciones de
las empresas y los bancos griegos se desplomaron, aniquilando las
ganancias del día anterior. En cualquier otro país, la postura del
banquero central sería insostenible.
La competencia de un banco central
es ayudar a los gobiernos en sus esfuerzos por estabilizar las finanzas y
respaldar la economía. En la eurozona, por el contrario, las
limitaciones políticas obligan al banco central a infligir el tipo de
daño que el BCE de Draghi infligió a nuestra bolsa esa tarde de febrero.
Bajo la conducción de Draghi, el BCE violó la razón de ser de un banco
central en otras ocasiones. Entre febrero y fines de junio de 2015,
Draghi atizó repetidas corridas bancarias en Grecia. Mientras que
cualquier banquero central en cualquier otra parte habría garantizado un
total respaldo del sistema bancario en esas circunstancias, Draghi hizo
lo contrario: reveló su miedo a los cierres de bancos y amplió la
especulación sobre los controles de capital inminentes al anunciar
regularmente pequeños aumentos de liquidez ofrecidos al banco central
nacional de Grecia. Era algo así como si un capitán de bomberos gritara
en un espacio abarrotado de gente: “Se van a quemar. Voy a reducir
gradualmente el suministro del cañón de agua hasta que sólo salga un
hilito. ¡Corran y sálvense!”
Dados estos intentos calculados por parte de nuestro banquero central de
controlar una corrida de depósitos bancarios y acciones, era fácil
sentir resentimiento hacia él. Yo me resistí a la tentación porque
entendía las limitaciones de Draghi. Sabía que, contrariamente a la
propaganda oficial, era el banquero central menos independiente del
mundo desarrollado.
Necesitaba la aprobación del Eurogrupo
–esencialmente la del ministro de Finanzas alemán- para prestarle dinero
a los bancos en quiebra en Italia, España y por cierto Francia y
Alemania contra la garantía que la crisis del euro había tornado inútil.
Para obtener ese permiso, tenía que hacerlo como le habían dicho que
hiciera con Grecia. Y eso significaba estrangular hasta la sumisión a un
gobierno griego que insistía en discutir lo que el gobierno alemán no
quería que se discutiera: una restructuración sensata de la deuda.
Desde
este punto de vista, la decisión de Draghi de recortar la liquidez a
los bancos de Grecia parecía casi lógica. Sucedió lo mismo con su
postura unos meses después, cuando se sentó en silencio en la reunión
del Eurogrupo y escuchó al ministro de Finanzas alemán ordenarle al
resto que la expulsión del euro era el precio a pagar por negarse a
niveles de austeridad que, en definitiva, pondrían la meta de inflación
del BCE fuera de alcance. También explica por qué, ese sábado de junio,
cuando Dijsselbloem violó cada protocolo de la UE, Draghi no dijo nada y
expresó su enojo conmigo sólo en privado.
Más allá del caso de Grecia,
bajo la conducción de Draghi, el BCE adoptó instrumentos que
intencionalmente desviaron enormes cantidades de dinero público.
Consideremos el alivio cuantitativo (QE) que lanzó en marzo de 2015. Sin
QE, que implicaba crear aproximadamente 2,7 billones de euros (3
billones de dólares) para ayudar a países como Italia a refinanciar su
deuda pública y quedarse en la eurozona, el euro hoy no existiría.
De todos modos, es absurdo que por cada euro que imprimió el BCE de
Draghi para comprar deuda pública italiana, creó dos euros para comprar
deuda pública alemana. No había ninguna razón económica para comprar
bunds cuando el excedente presupuestario de Alemania los tornaba
escasos.
Al seguir comprándolos en grandes cantidades, el BCE creó una
escasez de bunds, llevó las tasas de interés a territorio negativo y, en
el proceso, infligió un enorme daño a los fondos de pensiones y a las
compañías de seguros de Alemania, para no mencionar el prestigio de la
canciller Angela Merkel entre los ahorristas conservadores.
¿Draghi fue negligente? Por supuesto que no. Trabajó dentro de
limitaciones políticas absurdas impuestas por instituciones destinadas a
hacer que a un banco central le resulte imposible hacer bien su
trabajo. El único objetivo de la regla de la “clave de capital”, que lo
obligó a comprar deuda alemana e italiana en una relación de dos a uno,
fue permitirles a los políticos en Berlín simular que el BCE en realidad
no estaba refinanciando deuda italiana estresada –exactamente lo que se
necesitaba para salvar al euro.
Draghi no merece ni hostilidad ni
adulación por la manera en que condujo al BCE. Demostró ser adepto a
trabajar en el marco de limitaciones ridículas que lo obligaron a hacer
cosas que ningún banquero central debería hacer –y no sólo contra
Grecia-. Tal vez un hombre más valiente se habría negado a hacer esas
cosas. Pero nadie puede enojarse con otra persona porque no es un héroe.Lo
que importa hoy es que Lagarde tendrá que trabajar exactamente dentro
de las mismas limitaciones ridículas. Los europeos sensatos deberían ser
hostiles a esa realidad." (Yanis Varoufakis , Project Syndicate, 28/11/19)
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