"(...) En momentos de crisis como el presente suele hablarse de regreso al
keynesianismo, a esa presencia estatal imprescindible para ayudar a que
los problemas se solucionen. Todo el mundo coincide en la necesidad de la acción institucional,
aunque en los grados, duración y dirección de la misma suele haber
divergencias.
El sector empresarial, por ejemplo, es absolutamente
partidario de ella, pero siempre que tenga lugar como paréntesis
selectivo.
Esta semana, el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, afirmaba que las empresas no quieren una nueva normalidad
tras la pandemia, sino la de siempre y bien sujeta al rigor
presupuestario. Pero esa vieja normalidad no es posible, precisamente
porque se está actuando para combatir la crisis.
Demandar rigor
presupuestario implica consecuencias presentes que deberían ser
explicadas: cada euro que se dé a las empresas españolas, por una u otra
vía, va a tener un coste muy elevado en el futuro cercano, ya que
provocará que aumente nuestra deuda, y la factura que nos van a pasar
los mercados puede ser demasiado elevada. Si se fuera consecuente con la
intención de mantener un presupuesto equilibrado cuyo objetivo fuese
reducir la deuda, la acción lógica sería no ofrecer ningún tipo de ayuda que implicase coste económico. No estoy seguro de que esa sea la opción preferida por quienes abogan por la frugalidad.
Además, esa visión austera ha estado ligado a un concepto, "riesgo moral",
que se hizo muy popular en la anterior crisis: no era pertinente
prestar dinero a Estados que se habían endeudado irresponsablemente y no
habían realizado las reformas adecuadas en los buenos tiempos, pero que
pretendían en las recesiones que otros les ayudasen. Dado que habían
incurrido en una actitud irresponsable, debían pagar las consecuencias.
Es una actitud que vemos cómo se repite hoy, y en Europa está muy instalada en los países del norte.
Pero si esta perspectiva fuera la correcta, tendría sentido aplicarla
íntegramente, y esta crisis sería un buen momento. Desde el punto de
vista del equilibrio presupuestario, no tendría sentido que los Estados
gastasen grandes cantidades de dinero en ayudar o rescatar a muchas
grandes empresas que están en dificultades, ya que se endeudaron para ofrecer enormes cantidades a sus accionistas a través de dividendos y recompras de acciones.
Esa es la causa principal, con la ligazón que la une al sector
financiero, de esta crisis, por lo que supondría un tremendo riesgo
moral aliviar sus cuentas: las compañías que han sido mal gestionadas,
gastaron irresponsablemente y no pensaron en guardar para tiempos
difíciles, no tendrían que ser recompensadas con ayudas públicas. Por los mismos motivos, si los Estados del norte no quieren dar ni un euro a los del sur, tampoco deberían hacerlo con las empresas que llevan su bandera: que hubieran hecho los deberes.
Si no se hace de este modo, estaríamos inyectando dinero a las empresas más grandes para que ajustasen sus cuentas de resultados, para que después la factura de la deuda se distribuya entre los ciudadanos. Pero eso no sería austeridad, sino trasladar los resultados de una mala gestión privada a las arcas públicas. Desde el punto de vista de la economía ortodoxa, algo así sería intolerable.
Lo curioso no es que Garamendi o los países del norte insistan en la
austeridad sin tener en cuenta la contradicción de solicitarla en estos
instantes, sino que sea un lugar común entre la gran mayoría de nuestros
expertos económicos. El gobernador del Banco de España, Hernández de Cos, ha defendido el gasto público que ha impulsado el Gobierno para hacer frente a la pandemia, pero también ha
señalado que habría que trazar rápidamente una estrategia para reducir
los niveles de déficit y deuda públicos generados por la crisis.
Ha alertado, además, de que deberían existir cautelas frente a medidas
como la renta mínima, ya que ha provocado en otros países "trampas de
pobreza" que pueden desincentivar la búsqueda de empleo. Quizá le falte
algo de coherencia a sus declaraciones, porque, en ese caso, también
sería conveniente acercarse con mucha cautela a las ayudas públicas a
las empresas que ha concedido el Gobierno: podrían generar "trampas de
riqueza", ya que al acudir el Estado a su rescate, se desincentivaría a
los propietarios y directivos de las empresas para que las gestionasen
bien, las hicieran rentables y guardasen para los malos tiempos.
Es sorprendente tal carga de banalidad, y no solo por el escaso peso
empírico de las trampas de pobreza, sino por la insistencia en la
austeridad como mecanismo esencial de gestión de la economía. Sabemos que no funciona, y lo llevamos comprobando bastante tiempo: llevamos dos rescates masivos
en solo una década; en el plano interno ha generado mucha desigualdad
en los países occidentales y ha debilitado enormemente a las pymes, los
autónomos y los trabajadores; y en lo externo, la austeridad occidental
ha beneficiado sustancialmente a China.
Es llamativo el anclaje de
nuestras élites económicas en un sistema que no funciona, en especial
cuando están exigiendo que ahora, en los malos momentos, se abandone
temporalmente esa perspectiva. Si la frugalidad es la solución, no debió
variarse ni en la crisis anterior para rescatar a los bancos, ni en la
actual para rescatar a las grandes compañías endeudadas. Aplicar el
keynesianismo para unos y el neoliberalismo para otros, que en eso ha
consistido nuestra gestión de la economía desde hace demasiado tiempo, y la forma en que se ha diseñado el Quantitative Easing del BCE es la mejor prueba, no es una receta económica, es hacer trampas en el juego. (...)" (Esteban Hernández, El Confidencial, 31/05/20)
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