" (...) Un hecho poco estudiado es el aumento del número de suicidios en
diferentes países en crisis.
Una investigación publicada en febrero de
este año por el psiquiatra y profesor de medicina legal Michel Debout,
especialista en suicidios, demuestra que entre finales de 2008 y 2011,
periodo en el que el auge del paro en Francia llegó a los 6.480.000
parados, hubo también 759 suicidios directamente vinculados con este
aumento. Esa cifra afecta sobre todo a los que se encuentran entre 35 y
65 años.
El movimiento al alza parece ineluctable: mientras el número de
suicidios bajaba desde 1987, ha vuelto a subir desde comienzo de la
crisis: 10.127 en 2007; 10.353 en 2008; 10.499 en 2009.(...)
¿Por qué no se organiza un apoyo médico y psicológico a los parados?
La sociedad mostraría así a esa gente que todavía cuenta. Un parado se
suicida porque ya está socialmente muerto, y porque ya no tiene más
sitio”.
El problema es que —tal y como lo pregonaba Margaret Thatcher
alabando el hecho— para el liberalismo la “sociedad” no existe: lo que
hay son individuos aislados, a menudo opuestos, y autoridades públicas
organizando restricciones. El sistema político tiende, aceptando la
lucha de todos en contra de todos, a volverse solo penal, “vigilante
nocturno” del capitalismo liberal. Y la solidaridad, sacrificada sobre
el altar de la “competitividad”, es un deseo piadoso.
Sabemos que la crisis actual es del mismo o quizá peor tamaño que la
de 1929. Sus efectos se pueden medir cuantitativamente en número de
parados, empleos precarios, bajada de sueldos, aumento de la
competitividad entre los asalariados que sufren el chantaje al empleo. (...)
Pero lo que se mide más difícilmente y sin embargo está directamente
ligado a la crisis, es la dimensión subjetiva, humana, psicológica, de
la crisis sobre los seres humanos. Ya en los años treinta, el gran
sociólogo austriaco Paul Hartzfeld publicó una investigación, Los
parados de Marienstrasse, que ha quedado como una obra maestra sobre los
daños del paro en la identidad personal del parado.
Sus características
son invariables: el paro de larga duración provoca el desprecio de uno
mismo, la distancia respecto a (y a menudo de parte de) los demás, la
devaluación del estatus en el seno de la familia, la pérdida de
confianza y el debilitamiento en la competición social, la aceptación
cada vez más resignada de la degradación de las condiciones de vida.
Lo
más importante es el sentimiento de derelicción, esto es, de desamparo,
abandono, inutilidad social, que invade al ser humano así humillado. Lo
más duro es el despertar diario sin nada que hacer; el vivir otro día
más el fracaso social, no ver el fin del túnel, el fin del ser nada. Lo
más indigno es pedir ayuda, cobrar el paro, cuando uno quiere trabajar.
Las consecuencias políticas de tal situación también pueden a veces
ser desastrosas para la civilización: la exclusión social puede llevar
al auge de movimientos antidemocráticos, xenófobos, y, sobre todo, a una
batalla encarnizada en contra de los que tienen un empleo.
Y eso no es
por casualidad, sino más bien porque los responsables de la crisis hacen
todo para desviar la cólera de las víctimas dirigiéndola en contra de
los “privilegiados”, funcionarios públicos, familias asistidas,
trabajadores inmigrantes.
Las políticas asistenciales de los poderes públicos son cada vez más
restrictivas, y ahora en Europa ya hay cientos de miles de parados
echados a la calle, sin ayuda ninguna. El desamparo: esa es la categoría
psicosocial más adecuada para definir la patología dominante en esta
crisis.
Los parados europeos, tanto como, en adelante, la población
activa, no tienen a menudo más que un tema de movilización: “¡Basta, no
podemos más!”. No es un grito de reivindicación, sino de extenuación,
salvo si uno se deja invadir por lo peor: desaparecer." (
Sami Naïr
, El País 25 FEB 2012)
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