"Existen populismos de derechas y de izquierdas, pero en algo
coinciden: la globalización está detrás del progresivo empobrecimiento
de las clases medias de los países ricos. Es decir, de buena parte de su
electorado.
La receta que se propone es similar. Las naciones
deben recuperar parte de su soberanía perdida en aras de enfrentarse a
dos de los grandes problemas económicos que el mundo tiene por delante:
el impacto de las nuevas tecnologías sobre el empleo (y los salarios) y,
en el caso de los países avanzados, la deslocalización industrial, que
supone trasladar a países con bajos costes gran parte de la producción.
Ambos
fenómenos actúan en paralelo. Y la consecuencia, como parece evidente,
es un ensanchamiento de las desigualdades y del malestar social,
agravado por la pérdida de credibilidad de los políticos que pertenecen a
los partidos tradicionales. Sin duda, porque para millones de familias,
su política de prioridades está clara.
El malestar de las clases
medias explica el triunfo de Trump. Pero también cambios sociales en la
estructura demográfica de EEUU que han modificado el mapa político.
Difícilmente
puede preocupar en los hogares el cambio climático, la corrupción
intelectual de los nuevos populismos o la demagogia cuando lo urgente es
llegar a fin de mes. Davos, el espíritu de la élite empresarial y
política que cada año se reúne en la montaña mágica suiza, ha empezado a
perder la batalla. Gana lo más prosaico: el empleo y el salario digno.
(...) porque la deslocalización industrial expulsa del mercado laboral no
solo a quienes trabajaban en las grandes fábricas. También, a las
pequeñas y medianas empresas que conforman el tejido industrial y hasta
el alma de un determinado territorio.
De esta manera, el mundo se
encuentra atrapado en una paradoja. Es evidente que el comercio mundial
favorece el crecimiento económico porque abarata bienes y servicios y
permite abrir nuevos mercados, pero, al mismo tiempo, perjudica a
amplias capas de la población que se sienten muy vulnerables por la
competencia de países que no respetan los derechos humanos, contaminan
de forma irresponsable, no soportan los elevados costes del Estado de
bienestar o financian a sus empresas en condiciones ventajosas.
Sin
contar el desprecio de los derechos laborales. China es el paradigma.
El mundo, en este sentido, parece atrapado por una pinza política que
convierte a la globalización en pieza de caza mayor. Hasta el punto de
que está detrás del auge de los nacionalismos, que primero son de
carácter económico (aumento del proteccionismo) y, posteriormente,
derivan en una respuesta política. (...)
Esta ralentización en el crecimiento es lo que puede explicar, en
parte, el malestar en una sociedad acostumbrada a las certidumbres, y
que siempre ha tenido garantías de que sus hijos vivirían mejor que sus
padres.
Bajo crecimiento y menor cohesión social forman un cóctel
demasiado explosivo como para pensar que el modelo Davos de crecimiento
no iba a tener consecuencias políticas.
El mundo, por decirlo de
una manera directa, cada vez tiene menos que repartir por los escasos
avances en productividad, lo que unido a la pérdida de credibilidad de
los sistemas políticos (corrupción o proliferación de élites extractivas
que controlan los grandes medios de comunicación), genera un formidable
desafío.
Máxime cuando la política de tipos cero de los bancos
centrales beneficia, sobre todo, a la industria del dinero.
Precisamente, la que llevó al mundo al borde la catástrofe. Y perjudica,
paradójicamente, al ahorrador. Ese célebre 1% que posee la misma
riqueza que el 99% restante y que se beneficia de la inexistencia de
cláusulas sociales o de reciprocidad comercial en las transacciones
internacionales. Pero que recibe dinero barato para sus inversiones
financieras, lo que explica que Wall Street esté en máximos históricos. (...)
Un reciente estudio de dos profesores californianos, Laura Tyson y
Lenni Medonca, ha demostrado que entre 2005 y 2014 el ingreso medio de
dos tercios de los hogares en 25 economías desarrolladas se mantuvo
estable o descendió en términos reales.
Y sólo después de las
transferencias públicas -a través de subvenciones, deducciones o bajada
de impuestos- los perdedores de la globalización han podido mantener su
nivel de vida.
Unos perdedores que, como han admitido economistas
poco sospechosos de ir contra la globalización, como José Luis Feito*,
se pudieron beneficiar en el pasado de los aumentos del gasto público y
de su capacidad para redistribuir la renta mediante la política fiscal.
Una especie de compensación por los males que genera la globalización. (...)
Es decir, que el gasto público ha jugado un papel fundamental para
compensar los efectos adversos del desarme arancelario y del posterior
declive industrial que se está produciendo en las economías más
avanzadas.
Sin embargo, y aquí está la paradoja, muchos gobiernos
atacan, precisamente, las fronteras del Estado de bienestar con recortes
y políticas de ajuste, lo que supone dejar en la intemperie a millones
de trabajadores que se sienten desprotegidos ante la globalización. En
España, apenas el 44% de los parados (en relación a la EPA) percibe
alguna prestación pública, ya sea de carácter asistencial o
contributiva. (...)
Este es el caldo de cultivo del que se nutren los populismos. Muchos
ciudadanos observan a su alrededor ciudades que antes eran prósperas y
hoy son una ruina. En las que crece la delincuencia y el analfabetismo
tecnológico.
Los empleos no cualificados son los más vulnerables a
la globalización, y de ahí que el voto, para muchos, sea el único
instrumento de defensa contra los ataques a su estatus social y
económico. La influencia de las redes sociales y de las televisiones,
que permiten a los ciudadanos tener más información sobre lo que sucede,
hacen el resto.
Hoy, la política ha dejado de ser una cuestión de
minorías influyentes (por eso la prensa tradicional está desdibujada)
para convertirse en un espectáculo mediático. Donald Trump y Pablo
Iglesias surgen, de hecho, desde programas de televisión, y aunque las
soluciones que proponen sean distintas, las causas de su aparición son
las mismas.
Esta ceguera de muchos políticos ante lo que está
pasando explica el triunfo de Trump o, en el futuro, de Le Pen, cuyos
votantes no pertenecen al suburbio o al lumpen social. Son honrados
padres y madres de familia que pagan impuestos y que observan con
incredulidad lo que sucede a su alrededor: trabajo precario, bajos
salarios, pérdida de derechos laborales o degradación de las políticas
públicas en sanidad, educación o pensiones. Y que sufren las
consecuencias de una competencia desigual.
Las clases medias no
tienen acceso a muchas prestaciones sociales, por ejemplo guarderías o
vivienda pública, porque los beneficiarios –los recursos son limitados–
son inmigrantes de muy bajos ingresos. Lo que indudablemente produce
tensiones sociales y comportamientos xenófobos. (...)
Las manifestaciones de Seattle en 1999 fueron la primera advertencia de
que algo se estaba haciendo mal con un alocado proceso que ha llevado al
mundo a que un personaje como Trump vaya a dirigir la primera economía
del planeta. No es su éxito, es nuestro fracaso." (Carlos Sánchez, El Confidencial, 13/11/16)
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