“Aquí me presento ante ustedes. Solo. Pero no lo
estoy”, dijo Geert Wilders el 23 de noviembre, de pie ante el tribunal
que lo declararía culpable de haber incitado a la discriminación contra
los inmigrantes marroquíes en Holanda. “En 2012, me votó casi un millón
de neerlandeses”, prosiguió el acusado, dirigiéndose directamente a los
jueces.
“Según las encuestas más recientes, [en marzo] puede que sean 2
millones. Ustedes seguramente conocen a esas personas, excelencias. Se
topan con ellas todos los días. … Puede que se trate de su chófer, su
jardinero, su médico o su asistenta; la novia del secretario judicial,
su fisioterapeuta, la enfermera que trabaja en la residencia de sus
padres o el panadero de su barrio. Es la gente común. Son los
neerlandeses de a pie. Es la gente que tanto orgullo me inspira”.
La imagen que quiso pintar el líder del Partido por la
Libertad (PVV) era la de una mayoría silenciosa; un ejército de
ciudadanos normales, ni locos ni extremistas, que ven a Wilders como el
único que entiende sus miedos y representa sus intereses.
Pero para gran
parte del país su descripción sugirió más bien una trama de película de
horror, de ésas donde los humanos son subrepticiamente poseídos por
seres extraterrestres y donde cualquier conocido puede haber caído
víctima de la usurpación.
Porque Wilders no yerra en su pronóstico. Una
quinta parte del electorado de Holanda —país que siempre se ha
enorgullecido de su progresismo y tolerancia, su creatividad y sentido
común— está dispuesta a apoyar a una formación política que demoniza el
islam, aborrece a las “élites progresistas” y pretende salir de la
eurozona.
Según todas las encuestas, en marzo, cuando se
celebren elecciones parlamentarias, el PVV se convertirá por primera vez
en el partido más votado del país, acaparando unos 30 escaños de los
150 que componen la Segunda Cámara.
Mientras tanto, de los tres grandes
partidos que dominaron la política nacional durante la segunda mitad del
siglo XX —el liberal (VVD), el socialdemócrata (PvdA) y el
cristiano-demócrata (CDA)— sólo el VVD sobrevive. Bueno, es un decir:
puede perder más de un tercio de su apoyo, quedándose en un 16 por
ciento.
Los cristiano-demócratas se tendrían que contentar con un 10 por
ciento. El PvdA, por su parte —el partido obrero centenario del puño y
de la rosa que integró varios gobiernos nacionales en los años 70, 80 y
90 y gobierna el país hoy en coalición con los liberales—, está por
perder más de dos tercios de su apoyo electoral. Se quedaría con un mero
8 por ciento, por detrás de seis otros partidos, incluida la Izquierda
Verde (GroenLinks).
¿Qué está pasando en Holanda?
(...) “El gran reto para la derecha populista en Europa ha sido verter su
discurso en formas que sean digeribles para la población de sus
respectivos países”, dice Koen Vossen, politólogo de la Universidad de
Nimega que ha seguido al PVV desde sus comienzos. “Y eso Wilders lo ha
sabido hacer muy bien para el contexto holandés.
Ha sido muy efectiva,
por ejemplo, la idea de centrar el debate en el tema de la libertad de
expresión. También lo es que el PVV haga su llamamiento por limitar la
inmigración islámica en nombre, precisamente, de valores progresistas.
Para Wilders y sus seguidores, la situación es clara. Estamos viviendo
otra guerra contra el fascismo, contra la ideología totalitaria que es
el islam. Y ellos son los únicos que se atreven a luchar contra él. En
ese marco, los demás somos Chamberlain, mientras Wilders se ve a sí
mismo como Winston Churchill”. (...)
“Los asesinatos de Fortuyn y Van Gogh fueron como sendos choques
eléctricos al cerebro colectivo holandés”, recuerda Vossen. “El
politólogo Ron Eyerman, en su libro sobre asesinatos políticos, los
define como eventos dislocadores. Tiene razón. Fortuyn solía
afirmar que era el único que se atrevía a romper los tabúes
políticamente correctos sobre el problema que suponía la inmigración
masiva de musulmanes, y que ya le castigarían por ello.
Para parte de la
ciudadanía de a pie, su muerte llegó a demostrar que tenía razón”. El
efecto del asesinato de Van Gogh fue diferente: logró atraer al campo
antiinmigrante a una parte importante de la élite intelectual
capitalina, empezando por los amigos desolados del propio cineasta. Con
ello, la crítica del islam logró una nueva legitimidad.
Al mismo tiempo,
se normalizó la idea de que la política migratoria había fracasado y
que la presencia de inmigrantes en el país, sobre todo de Marruecos y
Turquía, constituía un problema —una amenaza no sólo en términos de
seguridad sino económica y cultural— que pedía algún tipo de solución
drástica. Mano dura. (...)
Como consecuencia, sus términos clave se han colado en el debate
político, naturalizándose. Se trata de conceptos como “islamización”,
“inmigración masiva” y “aficiones izquierdistas” (islamisering, massa-immigratie, linkse hobby’s),
que sirven de base para un marco narrativo alarmista de gran tirón
electoral.
Según Wilders y Bosma, el flujo masivo de inmigrantes
musulmanes está a punto de convertir Holanda en una nación islámica, con
la complicidad directa de las élites culturales y políticas del país,
en su mayoría progresistas, aupadas al poder en la estela de los 60.
Estas élites, en lugar de atender a las necesidades de sus conciudadanos
holandeses, dedican su tiempo —y el dinero público— a satisfacer sus
manías: los subsidios públicos al arte y la cultura; la defensa de la
multiculturalidad; la ayuda a países en vías de desarrollo; la acogida
de refugiados; o filosofías pedagógicas modernas que erosionan la
calidad de la educación.
Además, obedeciendo a los mandatos
económicos de Bruselas, sacrifican el bienestar de su propio pueblo.
Recortan los servicios públicos para la ciudadanía holandesa al mismo
tiempo que miles de refugiados —desagradecidos, malcriados y peligrosos—
reciben comida, ropa y techo gratis. Mientras tanto, el pueblo holandés
está siendo arrollado y marginado en sus propios barrios por las hordas
musulmanas.
“El PVV sigue al pie de la letra las lecciones de Ernesto
Laclau”, dice Vossen, refiriéndose al teórico argentino del populismo.
“Han conseguido forjar una cadena de equivalencias entre el islam y la
izquierda, contra la que oponen los intereses del pueblo”. (...)
De todos los líderes de la nueva derecha europea es, además, el que
mayor perfil internacional tiene. Goza de excelentes relaciones con el
entorno inmediato del presidente Donald Trump (...)
La ironía no puede ser mayor: envalentonados por el triunfo de Trump,
Wilders, Le Pen y demás están forjando una alianza europea para acabar
no sólo con la Unión Europea sino con los valores de solidaridad que la
inspiraron. Saben que todavía no han alcanzado su techo electoral.
Mientras tanto, las izquierdas —divididas e impotentes— se desviven en
busca de una nueva vacuna antifascista." (Sebastián Faber, CTXT, 25/01/17)
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