"Mi liberada: Hace algunos años, mientras escribía la historia sobre
los héroes de la embajada española en Budapest, Stephen Vizinczey me dio
una aguda explicación sobre la dócil y confiada entrega de muchos
judíos a sus captores: «El error es suponer que en esa actitud hay un
rasgo étnico particular. Los judíos hicieron lo que habrían hecho muchos
no judíos.
Ahora nos cuesta mucho imaginar hasta qué punto la
obediencia a la autoridad era entonces rigurosa». No sólo con los judíos
y no sólo cuando el Holocausto. La autoridad se manifestaba en ejemplos
infinitamente más triviales.
En los años 60 mi padre era el portero de una finca urbana en un
barrio alto de Barcelona y los galones que llevaba en su uniforme,
grueso paño azul en invierno y tergal marrón en verano, le daban un
severo empaque de coronel.
Con el tiempo no sólo desaparecieron los
galones, sino también los uniformes; y hasta el portero mutó en
automático, más o menos coincidiendo con mis primeras, aunque moderadas,
desobediencias. No creo que sea ceder a una tentación carcamal sostener
que la Historia puede también leerse como un implacable debilitamiento
de la autoridad que culmina en Donald Trump, cuadragésimoquinto
presidente de los Estados Unidos de América.
No se ve así. De hecho se ve más bien como todo lo contrario. Para la
mayoría de análisis la elección de DT supone la vuelta del hombre
fuerte, de cierta autoridad vertical después de años de pensamiento
débil y flexibilidad posmoderna. Pienso al revés: DT es la apoteosis de
la posmodernidad y el último y más espectacular bajón de la autoridad.
La señal televisiva que siguió durante toda la mañana la ceremonia de
proclamación eligió combinar la actividad iniciática y final de los dos
protagonistas y sus familias. El que se iba era un presidente
americano: articulado en la palabra, en el gesto y en el vestir. El que
venía era alguien que iba a hacer de presidente americano: su ceño de
tipo que está faroleando en el póquer, su rudo cromatismo, del pelo a la
corbata, y su esfinge esposa, una piba de avatar.
Toda la autoridad, lo
que queda de autoridad en nuestro mundo, estaba del lado del que se
iba. Acepto que la política pueda ser un circo, pero en tal hipótesis
Obama era un brillante jefe de pista, con chistera y sin látigo, y DT un
payaso desabrochado, torpe y secundario.
Las palabras pronunciadas por DT han causado preocupación. Se
comprende. Describen los peores ismos de la política, empezando siempre
por el peor de todos, que es el nacional. Al poco de que acabara el
discurso un amigo me enviaba dos párrafos del discurso de Hitler en
1933, cuando fue nombrado canciller, y otros dos del de Trump. Donde
Hitler hablaba de los campesinos arruinados por Weimar, Trump hablaba de
los blancos pobres esquilmados por Washington.
Y concluía mi
corresponsal: «Volk, people, you… el viejo mundo de Zweig en su eclipse
final». Le pasé los fragmentos a otro amigo, compulsivo lector de los
papeles de las dos grandes dictaduras del siglo XX. No se inmutó: «Y Fu
Manchú, no te olvides de Fu Manchú».
En efecto: DT se limitó a tirar de fondo de armario. Volk, people o
you son palabras que funcionan en el cerebro de las masas como el azúcar
en el de los niños. (...)
Hasta ahora la carrera hacia el poder obligaba a determinados
políticos a hacerse de vez en cuando los estúpidos. Pero la estupidez
era un mero vector. El cambio que trae DT es la constatación de que la
estupidez no sólo sirve para alcanzar el poder. La estupidez es ya el
poder. Hay una obvia y crucial diferencia entre hacerse el estúpido y
serlo. La consecuencia principal es que la autoridad está recorriendo
los últimos metros de una larga decadencia.
La autoridad política ha cedido después de que lo haya hecho la
intelectual, socavada por décadas de posmodernidad más o menos
manifiesta y noqueada casi definitivamente por el trastorno digital. El
Brexit fue la irrevocable prueba conceptual de que el fenómeno había
llegado a la política.
Durante muchos años, Michael Gove, que había sido
ministro de Educación, luego lo fue de Justicia y ahora es
entrevistador de DT, ocultó al mundo sus inequívocas y secretas
credenciales. Estallaron el 3 de junio de 2016 cuando declaró al
Financial Times que los ciudadanos británicos estaban hasta la coronilla
de los expertos.
Pero hasta DT nunca había llegado al poder su antónimo. El exhibido y
orgulloso antónimo del experto. No quiero eludir los calificativos. Lo
difícil en castellano es elegir: el aprendiz, el ignorante, el incapaz,
el incompetente, el indocumentado, el inepto, el novato, la nulidad. Ha
llegado al poder sin engañar a nadie: ni un solo ciudadano de América
puede, ni podrá, llamarse a engaño respecto a su nuevo presidente.
El
más cruel, pero el más profundo epitafio político de Barack Obama es
recordar su discurso de toma de posesión, que sólo el tiempo ha
mejorado, en el invierno de 2009 del que los titulares de los periódicos
dedujeron el inicio de una Era de la Responsabilidad. Tenían motivo.
Obama había dicho:
«Los valores de los que depende nuestro éxito –el
esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la
curiosidad, la lealtad y el patriotismo– son algo viejo. Son cosas
reales. Han sido el callado motor de nuestro progreso a lo largo de la
Historia. Por eso, lo que se necesita es volver a estas verdades. Lo que
se nos exige ahora es una nueva era de responsabilidad, un
reconocimiento, por parte de cada estadounidense, de que tenemos
obligaciones con nosotros mismos, nuestro país y el mundo».
Es procedente aludir al realitysmo, a su triunfal pasado televisivo,
para describir la llegada al poder de DT. En la Casa Blanca, insisto,
hay ahora un hombre que hace de presidente de América. (...)" (Arcadi Espada, El Mundo, 22/01/17)
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