"En el curso de los dos decenios pasados en los Estados Unidos se registraron cientos de miles de fallecimientos prematuros [i]
por culpa de médicos que recetan de forma totalmente irresponsable
calmantes y demás depresores del sistema nervioso central, como los
tranquilizantes, los cuales provocan enviciamiento, y también a causa de
las contraindicaciones de tales medicamentos, cuyas consecuencias son
mortales.
El hecho innegable es que esos fallecimientos corresponden en
su inmensa mayoría a individuos que son raza blanca y pertenecen a la
clase trabajadora y a la clase media baja que vive en las regiones
rurales y en las ciudades en las que cerraron las fábricas [ii] .
La clase dirigente y los grandes mandamases de la oligarquía
decidieron, con toda discreción, desprenderse de esa parte del país
porque consideran que “sobra”. La víctima y los parientes que la
sobreviven carecen de la más mínima posibilidad de conseguir que se les
indemnice para reparar la negligencia general y la codicia que llevan al
enviciamiento y a la muerte.
El gobierno en su conjunto y la prensa,
que obedece a la oligarquía, omiten deliberadamente informar de las
causas últimas de la epidemia e investigarlas en consecuencia, y lo
único que se puede leer y escuchar son las clásicas peroratas, pomposas y
superficiales, sobre el problema.(...)
En el concierto de los países adelantados de Europa y Asia los
Estados Unidos pueden reivindicar la dudosa distinción de que cuentan
con la tasa más elevada de aumento del fallecimiento prematuro de
individuos jóvenes y adultos de extracción obrera y de clase media baja [iii] ;
ese aumento de la mortalidad prematura no se registra siquiera en los
países que no son tan adelantados, salvo en los tiempos de guerra.
Tal
devastación, que es exclusivamente propia de los Estados Unidos, se
concentra en la población blanca, pobre y con escasos estudios que vive
en los pueblos y ciudades pequeñas y en las regiones rurales.
El fenómeno ya no se puede ocultar: en el curso de los dieciséis años
pasados (2000 a 2016), la tasa de fallecimiento del obrero
norteamericano que tiene de 50 a 54 años de edad se duplicó y pasó de 40
a 80 por 100.000 [iv] .
Por el contrario, en Alemania la tasa de
mortalidad del individuo de características semejantes descendió de 60 a
42 por 100.000 y en Francia lo hizo de 55 a 40 por 100.000 (2). Además,
en los Estados Unidos la tasa de mortalidad del obrero blanco marginado
aumentó en comparación con la cifra correspondiente a la población
negra y a la procedente de América Latina. (...)
A juicio de algunos pretendidos “especialistas” que “dominan” el
problema del vicio con medicamentos, el alza de la tasa de mortalidad
del obrero de los Estados Unidos se atribuye a “la mundialización y la
automatización” (3).
Eso es un ejemplo de lo que se denominan
explicaciones “superficiales” o “falsas”, y se llaman así porque el
fenómeno no se registra en los demás países industrializados; en efecto,
incluso si se consideran el Japón, el Canadá y el Reino Unido, cuya
economía se transformó por causa de la “mundialización” y de la moderna
automatización, en ninguno de ellos se observa que aumente la mortalidad
de la parte fundamental de la población. (...)
En los Estados Unidos el obrero blanco adulto, mal remunerado y que,
con suerte, cursó la enseñanza secundaria, sobre todo el que cumple
labores manuales, registra una mortalidad que cuadriplica la de aquel
otro que fue a la universidad.
El aumento espectacular de la mortalidad
en dicha categoría demográfica se corresponde con la mayor proporción de
obreros y sus familias que ya no gozan de la debida atención médica a
cargo del patrón. La desaparición de los puestos de trabajo seguros y
bien remunerados de la industria fabril provoca que se extiendan los
fallecimientos prematuros en dicha capa de la sociedad.
En
otras palabras, las muertes evitables en el mundo del trabajo aumentan
de forma paralela al éxodo de fábricas al extranjero, la automatización y
la contratación de obreros inmigrantes y de obreros autóctonos sin
seguro y que trabajan por horas, todo lo cual acarrea que desaparezca la
atención médica completa que recibe la clase trabajadora, pero
precisamente gracias a eso es que la tasa de ganancia del gran de
capital puede aumentar sin pausa. (...)
La causa última de la descomunal alza de la mortalidad de obreros en
los Estados Unidos es, ante todo, la decisión que tomó la clase
capitalista de suprimir la atención médica general y en buenas
condiciones de que gozaba el trabajador a la vez que se rebajaba el
salario y se enviaban al extranjero muchos puestos de trabajo.
Por esa
causa, y en vista del descenso de su ingreso, el obrero no puede darse
el lujo de pagar para sí y para su familia las sumas astronómicas que
representan la prima del seguro de salud, la consulta al médico y la
receta y la franquicia.
Tampoco tiene para pagar la abultada factura de
la “terapia física y rehabilitación” cuando sufre un accidente, todo lo
cual explica que prefiera que le receten un analgésico narcótico gracias
al que podrá soportar el dolor crónico [vi] mientras sigue trabajando.
En segundo lugar, el personal médico (médicos, enfermeras y auxiliares
médicos) está sometido a fuertes presiones del patrón para que dedique
el menor tiempo posible tiempo al paciente que padece de dolor crónico y
lesiones por accidentes del trabajo, sobre todo, los que cuentan con
recursos limitados. El salario y la retribución extraordinaria dependen
generalmente del número de pacientes que se atienden por día.
La clásica
receta, especialmente cuando se prescriben narcóticos, sedantes,
ansiolíticos y somníferos, ahorra tiempo y dinero al médico y al
hospital privado. Muy rara vez recibe el obrero accidentado y el que
sufre de dolor crónico el examen detenido de la historia, el debido
reconocimiento, el diagnóstico serio y el consiguiente tratamiento y
vigilancia posterior, pues todo eso cuesta mucho dinero. (...)
La falta absoluta de intervención del Estado en la presente epidemia no
tiene parangón en el mundo industrializado. Esa malévola indiferencia
prueba que existe un darwinismo social, tácito, pero de carácter
oficial, y que opera en las más altas esferas; es la misma ideología y
práctica que antes era patrimonio exclusivo de los más ardientes
defensores del fascismo y de las teorías de la eugenesia.
El envenenamiento con los narcóticos recetados y con la mezcla de
tranquilizantes, alcohol y estupefacientes, de consecuencias mortales,
es la primera causa de fallecimiento prematuro, y evitable, en el mundo
del trabajo.
También debería figurar en la categoría de fallecimiento
por sobredosis el obrero que pasa del vicio del estupefaciente que le
receta el médico al estupefaciente que se vende en la calle, pues, en
última instancia, el vicio que padece comienza en el hospital que lo
atiende. Aunque nunca lleguen a conocerse, el traficante de la calle es
socio del mundo de la empresa privada y de esas clínicas del dolor, que
siempre están relucientes de limpias.
Las muertes prematuras
por sobredosis causan increíble sufrimiento a los amigos y parientes de
la víctima, pero a los ojos del “gran capital” constituyen un hecho
favorable, y por esa razón la epidemia ha permanecido casi oculta por
espacio de dos decenios.
La prensa de los pueblos de provincia
acostumbra dedicar extensos y conmovedores párrafos en recuerdo del
abuelito fallecido en los que no faltan tiernas palabras acerca de la
enfermedad que se lo llevó, mientras que la muerte por sobredosis del
padre adulto o de la madre que fue despedida del trabajo es llorada en
el anonimato y en silencio.
(...) la fuerte merma del salario y de los derechos sociales sumada a la
mayor inseguridad del puesto de trabajo hace cundir un miedo profundo en
el mundo del trabajo. La mayor parte de las veces el obrero que ve con
terror la pobreza en que quedará sumida su familia por la pérdida de un
puesto de trabajo decente continúa trabajando a pesar de que se
encuentre accidentado o enfermo y para llegar a duras penas al fin de la
jornada tiene que tomar estupefacientes legales y de otro tipo.
Combate
el estado de inseguridad, la ansiedad y el insomnio con otros
medicamentos que, a su vez, agravan el riesgo de sobredosis.
El miedo y
el clima envenado que reina en el lugar de trabajo lo obligan a
abstenerse de solicitar la licencia de enfermedad y una buena terapia
física rehabilitadora por la vía del seguro de salud de la empresa.
Los calmantes más “eficaces” y que están respaldados por una enorme
propaganda, como el OxyContin, suelen ser los que provocan un
enviciamiento más veloz y de consecuencias mortales.
Los representantes
de la industria farmacéutica que visitan clínicas y hospitales se
encargan de ocultar deliberadamente la peligrosa naturaleza enviciante
de esos “medicamentos milagrosos”. La víctima de tales fármacos
enviciantes es casi siempre el obrero mal pago y el que no tiene
trabajo, y el médico que hace la receta es un fiel servidor del patrón
capitalista y de las grandes farmacéuticas.(...)
Con oportunidad de las elecciones internas y presidenciales del año
pasado y la difusión por radio y televisión de las respectivas campañas
(por primera vez) los políticos nacionales fueron interpelados en
numerosas ocasiones por los ciudadanos de los pueblos de provincia que
estaban alarmados por la devastación que sufren por culpa de los
medicamentos narcóticos y la muerte por sobredosis.
El candidato Trump
hizo varias declaraciones sumamente emotivas acerca de la cuestión y,
por su parte, resulta interesante destacarlo, la candidata del Partido
Demócrata, Hillary Clinton, no hizo la más mínima mención al problema a
lo largo de la campaña, a pesar de que no cesó de pregonar y
vanagloriarse de los “logros” que ella había conseguido en el campo de
la salud.
En los últimos meses las proporciones que reviste el
fallecimiento por sobredosis en los pueblos pequeños y en el campo
provocaron movilizaciones populares que reclaman que el Estado haga
algo.
Como era de esperar, entonces se reunió rápidamente un pequeño
ejército de catedráticos, especialistas y entendidos, y asociaciones
privadas (ONG) y se presentó para reclamar más fondos para
“investigación, formación y tratamiento”.
Los mismos propietarios de las
clínicas del dolor, que llevan a tantos a caer en el vicio de los
medicamentos, decidieron ampliar el campo comercial y ahora se denominan
“clínicas de rehabilitación”, cuyo fin es complementar la labor de las
asociaciones de apoyo a la víctima y que proliferan como hongos después
de la lluvia.
Ninguna de esas empresas oportunistas, más que
discutibles, se propone “instruir” políticamente y movilizar al obrero
enviciado con medicamentos y al resto de la ciudadanía para reclamar que
se cree una institución nacional de salud pública universal como hay en
otros países en los que no existe el problema del envenenamiento por
medicamentos. (...)
En un editorial del New York Times del 16 de octubre de 2016 se
señala que millones de hombres en edad de trabajar se encuentran
totalmente fuera del mercado de trabajo por causa de “dolor e
incapacidad” y una parte considerable de ellos vive con analgésicos
narcóticos.
El efecto prolongado es obvio: el tratamiento enviciante con
dichos medicamentos destruye la disciplina interna del obrero, que es
imprescindible para que la industria produzca. Sería inimaginable que
los industriales y los gobernantes de Alemania y de China aceptaran las
consecuencias prolongadas de tal fenómeno.
Ése es apenas un brillante
ejemplo que revela la actitud arrogante y displicente con que la
oligarquía y el mundo de la política de los Estados Unidos tratan a la
mano de obra del propio país. (...)
Haciendo gala de un optimismo que no es extrañar, la prensa de los
Estados Unidos da cuenta de que, gracias al problema de la mortandad por
sobredosis, los hospitales que realizan trasplantes cuentan ahora con
numerosas partes del cuerpo que son necesarias. ¡No se consuela quien no
quiere! (...)
Si, alguna vez el escándalo de las inmensas pérdidas de vidas humanas
que causan los medicamentos que envenenan llega por casualidad a
afectar su vida refinada del mundo de la filantropía de las bellas artes
y demás actividades de la élite, tienen a su disposición legiones de
“moralistas” de la prensa y del mundo oficial que se encargan de culpar a
las víctimas por los hábitos malsanos que les arruinan la vida.
Una de esas compañías es Purdue Pharmaceuticals, que fabrica el
OxyContin y que es propiedad de la familia Sackler, cuyos fundadores
pertenecen a la cúpula de los filántropos de la cultura de los Estados
Unidos.
Desde que, en 1995, comenzó a girar en el ramo de los calmantes,
lucrativo como no hay otro, el OxyContin redituó a la Purdue 35.000
millones de dólares y los Sackler pudieron entrar en el Olimpo de los
archimillonarios del país.
A ninguno de los conservadores de las
Galerías Sackler y del ala Sackler del Museo Metropolitano de Arte de
Nueva York se le ocurriría hacer una exposición de “realismo social” que
ilustre el inmenso sufrimiento y muerte que los medicamentos de sus
patrones causan a millones de individuos de clase baja; pero ocurre que
los gustos cambian y el “realismo social” ya no está de moda en el
apartheid de clase que los Sackler y sus amigos impusieron en el país. (...)
Sin embargo, hay otros que intentaron dar la alarma. No se puede dejar
de reconocer y recompensar a los farmacéuticos, médicos, enfermeras y
organismos de inspección que resistieron la presión de recetar y
estimular el consumo de los opioides con meros fines de lucro y, en vez,
procuraron intervenir para proteger al paciente vulnerable y alertar
del problema.
Muchos de ellos sufrieron represalias en la vida
profesional por su conducta de “denunciante”. La medicina de los Estados
Unidos se rige por el lema “primero el lucro y después el paciente”, lo
cual explica que sea la única nación industrializada en la que ocurre
el presente fenómeno demográfico; eso debería servir de moraleja a
aquellos países que piensen instaurar los principios yanquis en el campo
de la medicina y, en particular, los métodos lucrativos que se aplican
para tratar el “dolor” crónico, con las consecuencias mortales ya
conocidas. (...)" (James Petras , Rebelión, 22/05/17, Traducido del inglés para Rebelión por César P. Guidini Joubert)
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