"(...) En una mesa redonda en la que tuve la suerte de participar
recientemente, el profesor Josep M. Blanch afirmaba que los occidentales
seguimos pensando como trabajadores fordistas aunque estemos trabajando
en precario.
Trabajo líquido, casi gaseoso, frente al sólido trabajo de
antaño. Un millennial, continuaba argumentando, maltrabaja hoy
en condiciones de perpetua flexibilidad sin mayor inquietud, pero, si se
le pregunta por su futuro a diez años vista, describirá el trabajo
estable y asentado propio del Estado del bienestar. Tras el discurso de
la recuperación en torno al empleo está la ilusión de rebobinado al
mercado de trabajo estable, lo que ya es animal mitológico.
El problema
es que, mientras despertamos de la ensoñación, los derechos laborales
están siendo triturados en un agresivo proceso de desregulación de las
condiciones de trabajo. Y esto también nos lo muestran las cifras. Las
cifras, las mismas que sirven para dar las buenas noticias por el
incremento de la ocupación, muestran que el trabajo temporal alcanza
cifras históricas con una tasa del 26,1% (tasa anual de 2016), la más
alta desde 2008. Aquí la tendencia sí está clara: más del 90% de los
nuevos contratos firmados en España son temporales.
No es
necesario realizar un análisis especialmente profundo para concluir que,
tras ese descenso en picado del mercado de trabajo, la recomposición no
tiene como finalidad volver al estatus anterior, no es “el retorno al
Sueño Americano” que promete Trump, sino que tiene como destino la
precarización. La crisis ha servido de estrategia para amparar una nueva
reconversión del mundo laboral, una más, en este caso diseñada bajo el
dogma del empleo de mala calidad y la precariedad normalizada.
Y la cara
más extrema de estos nuevos modos de operar se encuentra en los
trabajadores pobres: población ocupada que vive por debajo del umbral
estandarizado de pobreza. Familias que, pese a contar con puestos de
trabajo, sufren una situación económica extrema. En España nos situamos
también a la cabeza en esta cuestión, con un 13,1% de trabajadores
pobres; únicamente por detrás de Grecia y Rumanía, y alejados de la
media de la Unión Europea.
Más allá de los fríos números, la
cruda realidad nos presenta a cuatro grupos principalmente afectados por
el trabajo en pobreza. En primer lugar, los jóvenes como termómetro
perpetuo de la incipiente precariedad. Los analistas europeos contemplan
perplejos la alta edad de emancipación de los jóvenes españoles,
mientras realmente nadie se está preguntando por las implicaciones de
diversa índole que esta situación va a generar en un futuro inmediato.
Ante la escasa cantidad y calidad de ofertas de trabajo, seguir viviendo
en casa de los padres se convierte en la única salida para evitar, en
muchos casos, entrar en procesos de exclusión. Eso aquí se sabe bien.
El
segundo caso, también relacionado con la edad, es el denominado
“edadismo”: personas mayores de 45 años que han perdido su trabajo a
raíz de la crisis y descubren lo fatídico del reenganche al mundo
laboral. La recuperación del empleo no pasa por el retorno al estatus
perdido; tras la Reforma Laboral de 2012, las nuevas oportunidades
laborales se dibujan en el mundo de la precariedad. El sociólogo Robert
Castel se refería a este reenganche como “la desestabilización de los
estables”. Lo terrible es que este proceso es una condena vitalicia.
Al
mermar la posibilidad de nuevas oportunidades laborales por encima de
los 45 años, y especialmente por encima de los 55, la salida tras el
agotamiento de las insuficientes prestaciones por desempleo pasa por el
acceso a pensiones no contributivas, lo que penaliza sustancialmente la
cuantía de la jubilación, condicionando el resto de la trayectoria vital
en la vejez. En España, cabe recordar que más del 50% de los parados
supera los 40 años, fenómeno que se entrelaza con el edadismo y que da
lugar a una situación dramática. (...)
Por otro lado está el caso de las mujeres, que tampoco se libran de
trabajar en pobreza. Trabajadoras o no, sufren el complejo proceso de la
feminización de la pobreza. Centrándonos en el plano laboral, sabemos
que las mujeres son protagonistas de las jornadas laborales más
insólitas, a fin de combinar el trabajo fuera de casa y las tareas
domésticas y de cuidado.
El caso de la jornada parcial en España es un
buen ejemplo de esto: el número de mujeres triplica al de hombres. Lo
más alarmante es que los hombres que trabajan en este tipo de jornada de
manera voluntaria lo hacen para mejorar su formación, mientras que las
mujeres lo hacen por motivos relacionados con el cuidado de familiares. (...)
Por último, nos encontramos con los (llamémosles así) emprendedores.
Uno ya no sabe cómo llamar a los autónomos entre la colección de
neolenguaje que se ha dibujado para impulsar de manera fraudulenta el
mercado de trabajo. La figura del emprendedor se ha presentado como el
héroe del nuevo milenio, apoyado en sus primeros pasos, claro está, por
el Estado, que entiende el mercado de trabajo como un juego de dominó en
el que, impulsando la primera pieza, la del emprendedor, se logrará
activar el resto a continuación.
Un mecanismo infalible… Pero no
comprender, o no querer hacerlo, que el problema de lo laboral es
estructural hace que el empujón al emprendedor sea un empujón al vacío.
La realidad tras el neolenguaje del emprendedurismo muestra el
autoempleo como último recurso del que no logra reengancharse.
Así, los
trabajadores autónomos tienden a terminar sin nada y con deudas,
reconocidos por la Organización Internacional del Trabajo como grupo
vulnerable al tender a “carecer de protección social y de redes de
seguridad para protegerse frente al descenso de la demanda económica”, y
siendo a menudo “incapaces de generar suficiente ahorro para mantenerse
a sí mismos y a sus familias en épocas de crisis”.
En último
término, lo amplio de los grupos vulnerables descritos para el riesgo de
convertirse en trabajadores pobres indica dos cosas: que prácticamente
cualquier trabajador puede terminar siendo trabajador pobre, y que nos
encontramos ante una problemática integral y estructural.(...)
En definitiva, la existencia de trabajadores pobres evidencia que
algo funciona mal en la sociedad actual y pone de manifiesto que han
quedado anuladas las tradicionales funciones del trabajo: económicas, de
seguridad, de bienestar, de dignidad, de salud mental, y de ciudadanía.
Por todo ello, es preciso dejar a un lado la obsesión con las cifras de
desempleo, pues no son más que una cortina de humo que nos impide
acudir al verdadero problema: la penosa calidad del empleo generado." (José A. Llosa. Equipo de investigación Workfoall, Universidad de Oviedo, CTXT)
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