"Yo tuve un vecino que se llamaba Antonio, un hombre 
silencioso y concienzudo que llegó a acumular cuatro colchones, uno 
encima de otro. La humedad de la calle en invierno necesita más 
colchones que las princesas con garbanzo, y otros tantos edredones. Le 
bajábamos mantas en uno de esos gestos brutales que enternecen a las 
muchachas con alma de perlé y a los idiotas.
Antonio se acomodó en el hueco del número 124 donde antes había cerrado una agencia de viajes. Con el tiempo llegó a tener una estantería pequeña con una docena de libros, una mesita, un cuaderno, un boli y el cuadro de un payaso cuyo gesto recordaba a siniestras ilustraciones de colegio religioso.
Antonio era un hombre limpio. Se duchaba en unos baños públicos cerca de Plaza de Castilla. Al levantarse pasaba la escoba por el trozo de la acera que habían ocupado sus colchones. Quizás por eso, porque no parecía lo suficientemente pobre ni en absoluto miserable, los curas y las monjas de la iglesia de enfrente perdieron pronto su interés por él.
Un día al salir hacia el cole con la pequeña, nos dimos cuenta de que había desaparecido todo: Antonio, los colchones, las mantas y la pequeña biblioteca. Ya había llegado el calor cuando pocos días antes Antonio nos enseñó una carta de la Comunidad de Madrid. Se la había dado la asistente social con la que se encontraba de tanto en tanto: le quitaban la pensión, le dejaban sin nada.
Resulta que nuestro vecino cobraba un subsidio que no llegaba a 300 euros, no le daba para pagar el alquiler, la luz, el agua, etc., pero sí para comer y dormir en el portal que hay llegando a la plaza. Le quitaban esa pensión porque no había acudido a un curso. Dicho curso entraba dentro de las condiciones indispensables para seguir recibiendo esa pensión.
No fue al curso porque no se enteró de que tenía que ir. No se enteró de que tenía que ir porque Antonio vivía en la calle y no tenía teléfono ni, evidentemente, dirección postal. Y así todo.
Antonio desapareció y ocuparon su lugar, en ese florecer de nuevos vecinos sin domicilio postal, un joven en el portal de lo que había sido un banco online, una mujer en la entrada en lo que había sido un restaurante rancio abierto en 1939; una lectora habitual que pide unas monedas sin levantar la vista de su libro, etc.
En el camino a pie que va desde la glorieta de Ruiz Jiménez hasta La Marea, junto a la plaza Benavente -dos kilómetros que recorren el centro de Madrid-, me cruzo con 17 “vecinos” sin código postal, me doy cuenta de que a menudo pienso en Antonio. Sin duda el problema de Antonio era no tener teléfono, ni dirección postal, ni transistor. Así, ¿cómo iba él a enterarse de que por fin ha llegado la recuperación?" (Cristina Fallarás, La Marea, 22/04/18)
No hay comentarios:
Publicar un comentario