"No hemos venido aquí para rogar. Hemos venido aquí para hacerles
saber que el cambio está llegando, les guste o no. El verdadero poder
pertenece a la gente”. Así de desafiante se expresaba la sueca Greta
Thunberg en su discurso ante 200 países en la cumbre del clima en
Katowice el pasado diciembre.
La foto de esta chica de 15 años, posando
al lado de un cartón sobre el que había escrito a mano “huelga escolar
por el clima”, había recorrido las redes durante las semanas previas. La
contundencia de sus palabras hacía intuir que su participación ante
Naciones Unidas no se correspondía con la típica cuota infantil de turno
para rogarle a los papás y las mamás del mundo que cuidaran el planeta.
Greta estaba allí para anunciar que la paciencia de los jóvenes se
había terminado, al igual que el crédito de los políticos. “Ustedes no
son lo suficientemente maduros para contar las cosas como son”,
espetaba.
La chispa que encendió esta chica con su llamamiento a una huelga
escolar todos los viernes ha prendido con fuerza en distintas partes de
Europa. Con la llegada de 2019 los estudiantes de secundaria de varias
ciudades de Bélgica comenzaron a convocar huelgas escolares y
manifestaciones los viernes.
A la primera convocatoria en Bruselas asistieron
3.000 jóvenes. La semana siguiente ya fueron 12.500. En la tercera
convocatoria lograron sacar a 32.000 personas a la calle en la capital
belga con lemas que recordaban que “no tenemos un planeta B”, que “se ha
agotado el tiempo” o que “estamos ya más calientes que el clima”, en
referencia al hartazgo acumulado. En Lieja 15.000 se manifestaron con
cantos de “a las armas”. Gante, Lovaina o Amberes también se sumaron a
la protesta.
Una coalición de 3.500 científicos belgas firmó una carta en apoyo a las
manifestantes, acción que replicaron sus colegas científicos holandeses
cuando las protestas se extendieron a aquel país y más de 10.000 estudiantes
marcharon por las calles de La Haya días después.
La llamada recorrió
decenas de ciudades en Alemania (Berlín, Dortmund, Frankfurt, Koblenz,
Leipzig o Munich) y al menos 15 ciudades de Suiza, donde los estudiantes
clamaban “Make love, not CO2”.
Belfast, Brighton, Cambridge, Glasgow, Manchester, Oxford, Southampton y
así hasta 25 ciudades del Reino Unido se unieron este mes a las
protestas, junto con otras ciudades en Japón, Australia y EE.UU. En el
Estado español existe una llamamiento en Barcelona para los próximos
días y a nivel mundial se ha convocado un paro estudiantil internacional el próximo 15 de marzo.
Tiene sentido que estas movilizaciones sean promovidas por gente joven;
son los que más tienen que perder ante la crisis climática. El reciente
informe que aboga por la limitación del aumento de la temperatura a
1,5ºC nos habla de un tiempo de reacción no superior a 12 años, lo cual
adelanta esa visión que llevamos décadas manejando del “futurible
impacto a las generaciones venideras” y lo transforma en algo tangible
en el “ahora”: ellos son “ya” el futuro ese del que veníamos hablando.
Para esas fechas apocalípticas estos jóvenes no habrán alcanzado aún la
treintena.
Las encuestas de opinión muestran hace tiempo que la juventud
está mucho más concienciada con el planeta que las generaciones de sus
padres o abuelos. Según una encuesta
de Global Shapers, difundida por el Foro de Davos, al 48.8 % de los
millennials del mundo –los que tienen ahora entre 18 y 35 años– lo que
más les preocupa es el cambio climático.
En este estudio, llevado a cabo
en 180 países en 2017 y en el que participaron 31.000 jóvenes, el 78.1 %
declaró estar dispuesto a cambiar su estilo de vida para proteger la
naturaleza y el medioambiente. Los más comprometidos son los jóvenes
latinoamericanos y los del sur de Asia, con un 82,5 % y 86.7 % de los
votos, respectivamente. (...)
La fuerza de la juventud está provocando cambios en posiciones que hasta
ahora parecían monolíticas. En Estados Unidos, si eres republicano,
tienes una alta probabilidad de ser también un negacionista climático
(en torno al 76% de los que se declaran republicanos lo son). El sesgo
ideológico en aquel país ha sido tradicionalmente muy fuerte.
Pero eso
está empezando a cambiar con las nuevas generaciones. Una encuesta
reciente muestra cómo el 36% de republicanos millennials ya creen en el
cambio climático, frente a tan solo un 18% en las generaciones del baby-boom y anteriores. Aún más, el 60% de los republicanos millennials creen
que el gobierno de su país, actualmente en manos del partido al que
votaron, no está haciendo suficiente en materia ambiental, y solo el 44%
se muestra favorable a continuar la explotación de los combustibles
fósiles, frente al 76% de apoyos que se recaban en la generación de sus
mayores. (...)
Dice
Edgar Morin que “hay que creer en lo improbable; es decir, en la
humanidad”. “Lo improbable, aunque posible, es la metamorfosis”, señala
también. Las imágenes de chicas sonrientes y combativas tomando las
calles con determinación para decir que hasta aquí hemos llegado no
puede ser un revulsivo más ilusionante.
Pero también nos enseña a
confiar en lo impredecible, y en buena medida, también en lo improbable.
Nadie había sido capaz de pronosticar que miles de jóvenes iban a
echarse a la calle por una causa tan global, etérea e incorpórea como el
cambio climático. Nadie.
Y si somos honestos, si nos lo hubieran
planteado con anterioridad, también lo hubiéramos considerado si no
imposible, sí harto improbable. Entonces hay que preguntarse: ¿por qué
ponemos límites a nuestros sueños? ¿Por qué no nos atrevemos a imaginar
que pueda darse una revuelta de estas características, o incluso más allá y usando el concepto de Morin, una metamorfosis?
Cuando examinamos el diagnóstico planetario nos entra una depresión
terrible, y no es para menos. En un escenario de escasez creciente, la
competencia por los recursos nos hace augurar guerras, violencia,
individualismo, acaparamiento, y en general un embrutecimiento de las
sociedades que justifica el cierre de fronteras y el alzamiento de muros
para proteger lo nuestro frente al de fuera.
Y mirando no solo la
historia, sino también el presente, hay razones sobradas para estos
augurios. Pero a menudo se nos olvida introducir en la ecuación el
factor sorpresa, la posibilidad de que ocurran cosas que no sigan el
patrón probable.
No consideramos, por ejemplo, que pueda haber
movilizaciones masivas y espontáneas en la sociedad a favor de la vida y
la justicia que puedan llegar a hacer tambalearse a las instituciones,
al igual que tampoco se fue capaz de aventurar el 15M o las primaveras
árabes; a la mayoría de la gente estas revueltas le pillaron por
sorpresa. (...)
La sueca Thunberg en su discurso ante la cumbre de cambio climático
también dijo: “Hasta que no comiencen a centrarse en lo que debe hacerse
en lugar de lo que es políticamente posible, no habrá esperanza”.
Pero
quizás, en cierto modo, la esperanza sea también nuestro freno. Como
defiende el Comité Invisible en su manifiesto “Ahora”,
nadie jamás ha actuado por esperanza, y esta está, de algún modo,
confabulada con la espera. Y no podemos esperar. Es lo que deben haber
pensado miles de chicas y chicos que salen estos días a las calles para
darnos una lección revolucionaria." (Samuel Martín-Sosa Rodríguez, CTXT, 13/02/19)
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