"Estados Unidos está inmerso ahora en un experimento enorme y peligroso.
Aunque el distanciamiento social ha limitado la difusión del
coronavirus, este dista mucho de estar controlado. Aun así, a pesar de
las advertencias de los epidemiólogos, buena parte del país avanza hacia
la reapertura de la economía.
Cualquiera pensaría que
una medida tan trascendental vendría acompañada de justificaciones muy
pensadas; que los políticos que presionan para poner fin al
confinamiento, de Donald Trump para abajo, intentarían al menos explicar
por qué deberíamos asumir ese riesgo.
Pero quienes piden una rápida
reapertura guardan un extraordinario silencio respecto a las contrapartidas que ello implica.
En cambio, no cesan de hablar de la necesidad de “salvar la economía”.
Esa es, sin embargo, una forma muy mala de plantear la política
económica durante una pandemia.
¿Cuál es, después de
todo, el propósito de la economía? Si su respuesta es algo así como
“generar rentas que permitan a los ciudadanos comprar cosas”, se
equivocan; el dinero no es el objetivo último, sino solo un medio para
alcanzar un fin, a saber, mejorar la calidad de vida. Por supuesto que el dinero es importante:
existe una clara relación entre los ingresos y la satisfacción con la
vida. Pero no es lo único que importa. En concreto, ¿saben qué
contribuye también mucho a la calidad de vida? No morirse.
Y cuando tomamos en consideración el valor de no morirse, la prisa por reabrir parece realmente una mala idea, incluso
en términos de economía en su sentido más estricto. Tal vez se sientan
tentados a decir que no podemos poner precio a la vida humana. Pero si
lo piensan bien, eso es una tontería; lo hacemos constantemente.
Gastamos mucho dinero en la seguridad de las carreteras,
pero no lo suficiente como para evitar todos los accidentes mortales
prevenibles. Regulamos las actividades empresariales para evitar la
contaminación mortal, a pesar de que cuesta dinero, pero no de manera
tan estricta como para eliminar todas las muertes causadas por la
contaminación. De hecho, tanto la política de transportes como la
medioambiental se han guiado en el pasado por las cifras asignadas al
“valor de una vida estadística”. Los cálculos actuales de ese valor se
sitúan en torno a los 10 millones de dólares.
Es cierto
que los fallecimientos por covid-19 se han concentrado entre los
estadounidenses de mayor edad, que pueden esperar que les queden menos
años que a la media, de modo que tal vez queramos emplear una cifra más
baja, pongamos que cinco millones de dólares. Pero incluso así, si
hacemos cuentas, veremos que el distanciamiento social, aunque haya
reducido el PIB, ha valido la pena.
Esa es la conclusión de dos estudios
que calcularon los costes y beneficios del distanciamiento social,
teniendo en cuenta el valor de una vida. De hecho, tardamos demasiado:
un estudio de Columbia calculaba que si el confinamiento hubiera
empezado solo una semana antes, a principios de mayo se habrían salvado
36.000 vidas, y un cálculo apresurado indica que los beneficios de ese
confinamiento más temprano habrían quintuplicado como mínimo el coste
del PIB perdido.
¿Por qué nos apresuramos a reabrir, entonces? Sin duda, las
previsiones epidemiológicas son enormemente inciertas. Pero esta
incertidumbre exige más cautela, no menos. Si abrimos demasiado tarde,
perderemos algo de dinero. Si abrimos demasiado pronto, nos arriesgamos a
que se produzca una segunda oleada explosiva de infecciones, que no
solo mataría a muchos estadounidenses, sino que probablemente nos
obligaría a un segundo confinamiento, aún más costoso. Entonces, ¿por
qué el Gobierno de Trump no intenta siquiera justificar la presión para
la reapertura por medio de un análisis racional de coste y beneficio? La
respuesta, por supuesto, es que la racionalidad tiene un sesgo
progresista bien conocido.
Después de todo, si de verdad
les importase la economía, incluso los partidarios ardientes de la
reapertura querrían que la población siguiera llevando mascarillas, que
son una forma barata de evitar la expansión del virus. En cambio, han
preferido librar una guerra cultural contra esta precaución tan
razonable. Y la Casa Blanca ha respondido a las advertencias de los
expertos acerca del riesgo de reapertura —¡sorpresa!— acusando a los expertos de conspirar contra el presidente.
Cuando le preguntaron acerca de ese estudio de Columbia que insinuaba
que una acción más rápida habría salvado muchas vidas, Trump respondió
que “Columbia es una impresentable institución progresista”, y afirmó
falsamente que él se había adelantado a los expertos en la petición del
confinamiento.
¿He mencionado que Trump y su Gobierno han
subestimado drásticamente las muertes por covid-19 a cada paso del
camino? La cuestión es que la presión para reabrir la economía no
refleja ningún tipo de juicio bien pensado acerca de los riesgos y las
recompensas. Es mejor verlo más bien como un ejercicio de pensamiento
mágico.
Trump y los conservadores en general parecen
creer que si fingen que la covid-19 no es una amenaza aún presente, de
algún modo desaparecerá, o al menos la población se olvidará de ella. De
ahí la guerra a las mascarillas, que ayudan a limitar la pandemia, pero
le recuerdan a la gente que el virus sigue suelto.
Dicho de otra forma,
Trump y sus aliados no quieren que llevemos mascarillas, pero sí
quieren que nos pongamos anteojeras. ¿Cómo acabará este ejercicio de
negación? Como decía, hay mucha incertidumbre en las proyecciones
epidemiológicas.
Trump y sus amigos podrían tener suerte; su insistencia
en que deberíamos retomar la actividad normal podría no provocar un
gran número de decesos. Pero seguramente los causará, porque la presión
para reanudar la actividad se apoya en una base de terca ignorancia. El
PIB es lo de menos; el cometido más esencial de cualquier líder es
mantener viva a la población. Por desgracia, es un cometido que Trump no
parece interesado en llevar a cabo." (Krugman, El País, 30/05/20)
No hay comentarios:
Publicar un comentario