"Tomo prestado el título de una película española que
no vi --me temo que no la vio nadie-- para encabezar este artículo
porque la palabra del año es aporofobia.
O eso ha decidido una cosa llamada Fundación del Español Urgente
(Fundéu), patrocinada por la agencia EFE y el BBVA.
Hace unos pocos años
que tan noble institución elige el palabro más relevante de la temporada: en 2013 fue escrache; en 2014, selfi; en 2015, refugiado; y en 2016, populismo. Observarán que todos son términos negativos,
incluyendo el selfi, aunque no pase de una muestra de narcisismo
estúpido.
El concepto de este año es, hasta ahora, el más tenebroso, ya
que el término patentado por la filósofa Adela Cortina hace referencia al odio a los pobres,
que a veces llega a la destrucción física, lo que sucede cada vez que
unos descerebrados matan a patadas a un mendigo que no les hacía nada
--más allá de ofenderles con su presencia-- o unos adolescentes pijos y
beodos le prenden fuego a un vagabundo refugiado en un cajero automático
para pasar la noche.
La aporofobia implica un salto de pantalla. A cierta
gente no le parece suficiente ignorar al desgraciado y opta por
castigarle por serlo. Es un crimen especialmente ruin
porque la víctima no tiene otra cosa que poderle arrebatar que su
achuchada existencia. Sus verdugos lo consideran una excrecencia social,
un montón de basura que hay que eliminar para acceder a un entorno más
saludable y optimista.
La aporofobia es la máxima expresión de la
opinión que nos merecen los pobres: ellos se lo han buscado por sus
vicios o por no saber aprovechar las oportunidades que les ofrece el
sistema capitalista (este punto es de origen norteamericano: si usted
vive en el mejor país del mundo y se empeña en ser un fracasado, merece
todo lo que le pase y no tiene derecho ni a la asistencia sanitaria).
A un nivel político, la aporofobia adopta un aire más
discreto. Todos los políticos lamentan la pobreza, pero ninguno hace
nada en serio para solucionarla. A los políticos también les molestan
los pobres: Donald Trump
acaba de aprobar una ley para robar al pobre y dárselo al rico, con la
vieja excusa de que hay que apoyar al emprendedor.
Y los ciudadanos de a
pie no somos mejores que nuestros
políticos. La mayoría de la gente, cuando un amigo pasa estrecheces, le
compadecen, pero casi nunca saca la cartera para echarle una mano. De
hecho, el pobre nos causa un problema, y a veces dejamos de dirigirle la
palabra hasta que se recupere y pueda pagarse su parte de la cena.
Es
más, reconocer que eres pobre o que las estás pasando canutas no
despierta ninguna solidaridad y solo crea incomodidad en tu entorno.
En las recientes elecciones catalanas,
el tema se trató de pasada porque lo importante, lo guay, era decidir
si queríamos seguir siendo españoles o no. El asunto más importante de
cualquier país lo solucionamos recurriendo a la caridad, con esas
campañas consistentes en que quien acude al supermercado compre de más
para dárselo a los desafortunados.
Quien así lo hace se siente mejor y
se quita el problema de encima hasta el año que viene. Fundéu ha elegido
este año una palabra muy pertinente,
pues la aporofobia oscila entre la incomodidad social, el mirar hacia
otro lado y el crimen. Teniendo en cuenta que hasta el pobre se odia
a sí mismo, la aporofobia no puede hacer otra cosa que crecer y
extenderse, ya que los pobres son feos, sucios, problemáticos y hacen
sentir mal a las buenas personas.
Y como tampoco son muy dados a votar,
los políticos pasan de ellos en vez de tratarlos como lo que son, el
principal problema de nuestra sociedad aparentemente próspera y moderna." (Ramón de España, Crónica Global, 31/12/17)
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