"Su nombre oficial es Residencial El Burgo, pero bien podría llamarse ‘Residencial de las Naciones Unidas’. A las afueras de Torre del Burgo
(Guadalajara), entre la gasolinera y los primeros olivos, se erige una
pequeña urbanización de casas adosadas amarillas en la que conviven
familias de Camerún, China, Holanda, Argentina, Polonia, Rumanía,
España, Bulgaria, Italia y Ucrania.
En sus alrededores, juegan multitud
de niños, una escena en peligro de extinción en el mundo rural.
La diversidad en los niveles de melanina y tonos de cabello inspirarían
al mejor fotógrafo de Benetton. Cuando los pequeños celebran su
cumpleaños, las mesas se llenan de espagueti italiano, cuscús con carne
'halal', empanadas argentinas y dulces de Europa del Este.
La puerta de
la urbanización siempre está abierta y los padres observan plácidamente
desde el sofá cómo juegan sus hijos en la colina de enfrente. Las
dificultades del idioma quedan eclipsadas por la riqueza cultural de sus
inquilinos; los roces del día a día se arreglan en comunidad.
El último
lo protagonizó un joven búlgaro que conducía demasiado rápido y a punto
estuvo de atropellar a una niña. El padre de la pequeña fue a la plaza a
expresar su enfado. La comunidad búlgara respondió con empatía y el joven conductor no tardó en acercarse a él para pedirle disculpas.
A
pesar de las diferencias culturales, hay tradiciones que no entienden
de fronteras, como la de regalar la ropa de los niños a los vecinos que
tienen hijos más pequeños. Coinciden los vecinos de Torre del Burgo en
que quien mejor domina este arte es Fátima, una anciana portuguesa que
vive sola pero se siente acompañada. En este pueblo multicultural,
gobierna el Partido Popular y en la iglesia católica también rezan los
cristianos ortodoxos procedentes del Este europeo.
Como muchos pueblos y aldeas del interior de España,
Torre del Burgo estaba condenado a desaparecer, pero gracias a la
llegada de extranjeros pudo duplicar su población en apenas tres años
(de 228 a 502 habitantes entre 2015 y 2018). Allí, la cota de migrantes
es del 77,3%, aunque su alcalde, José Carlos Moreno
(PP), asegura que son nueve de cada 10.
Moreno afirma que la llegada de
extranjeros han salvado el pueblo y hasta presume de que allí disponen
contenedores de basura señalizados en español y búlgaro, idioma de la comunidad extranjera
más numerosa. También explica que no todo es un camino de rosas debido
a, por ejemplo, las dificultades con el idioma o las diferencias
culturales. “Esta gente viene y da vida a los pueblos, se genera
economía”, concluye.
A pocos kilómetros se encuentra Heras de Ayuso (Guadalajara), en el
único bar de la localidad se sirve pacharán, vodka ucraniano, rosquillas
del pueblo y dulces búlgaros. Lo regenta Mariana Zhekva,
una búlgara conocida entre los locales por preparar los mejores
chorizos y perdices en escabeche de la zona, siguiendo la receta
tradicional de la Alcarria.
Mariana despacha al repartidor que trae la
carne 'halal' mientras en una mesa cercana su marido, Jesús, Abdelmoula,
agricultor marroquí, y Álvaro, empresario agrícola, hablan sobre la
inminente campaña del espárrago, los problemas del día a día en el mundo
rural, las dificultades burocráticas para contratar temporeros y la
falta de incentivos públicos para facilitar el trabajo en el campo.
Abdelmoula, que llegó a Heras en 2006 coincidiendo con la regularización de inmigrantes del
Gobierno de Zapatero, aporta un toque dulce a la conversación al
explicar que pronto se mudarán al pueblo sus dos hijos pequeños, todavía
en edad escolar, que residen en Marruecos. En Heras no hay escuela, así
que tendrá que matricularlos en Humanes o Tórtola de Henares, igual que
los hijos de Álvaro.
Heras de Ayuso estuvo a punto de desaparecer del mapa. Tras varias décadas de éxodo rural y cierre de negocios y servicios públicos, su población cayó en picado y en 1991 llegó a tener solo 116 habitantes. Actualmente, tiene 278, el 55% extranjeros.
Al igual que Heras, cientos de pueblos del interior de España,
envejecidos y en riesgo de desaparecer, están amortiguando e incluso
revirtiendo el fenómeno de la despoblación gracias a la llegada de
familias extranjeras, principalmente procedentes de Europa del Este
(sobre todo Bulgaria y Rumanía), Marruecos, los países del África
subsahariana y América Latina.
En la 'Laponia española', la región con
mayor índice de despoblación de Europa —superior incluso a la del
Círculo Polar Ártico—, al menos 22 pueblos de menos de 500 habitantes
ya tienen más del 20% de su población integrado por personas migrantes,
según los datos más recientes del INE (enero de 2018).
Desde la
dictadura, ningún Gobierno logró frenar la sangría demográfica de esta
región, que abarca toda la Serranía Celtibérica (Soria, Zaragoza, Guadalajara, Burgos, Teruel, Segovia y Cuenca) y tiene un tamaño similar al de Bélgica y Holanda juntas.
El desierto demográfico español avanza silencioso. Lorenzo López
Trigal, catedrático de geografía humana y profesor emérito de la
Universidad de León, estima que en las zonas del interior de España un tercio de la población de entre 25 y 40 años emigró a la ciudad,
sobre todo a grandes núcleos urbanos como “Madrid y en mucha menor
medida Barcelona” o al extranjero, lo que está causando que cada vez
haya más municipios en declive y en riesgo de desaparecer. Con el éxodo
rural de los más jóvenes, se reducen las inversiones, cierran los
comercios, los pueblos envejecen y sus tradiciones se pierden.
La
despoblación es una de las amenazas más graves que enfrenta el mundo
rural español. Tanto es así, que el próximo 31 de marzo las plataformas Soria Ya y Teruel Existe
han convocado una manifestación en la plaza Colón de Madrid para
visibilizar la situación de la “España vaciada” y exigir soluciones.
El
problema es antiguo y ha inspirado obras como 'El disputado voto del
señor Cayo', de Miguel Delibes (1978), 'La España vVacía', de Sergio del
Molino (2016), o 'Flores de otro mundo', de Icíar Bollaín.
Sin embargo, en las grandes ciudades y los núcleos de poder político el
problema se percibe como un mal crónico y casi anecdótico. Los
programas electorales de la derecha estigmatizan a las personas
migrantes, los de la izquierda evitan el tema por espinoso, y el
problema de la despoblación brilla por su ausencia.
Orea es un pueblo de la comarca de Molina de Aragón,
una región del tamaño del País Vasco con apenas 10.000 habitantes (dos
por kilómetro cuadrado). “Estamos en el kilómetro cero de la Laponia
española”, explica la alcaldesa, Marta Corella (PSOE). En 2011, Orea
tuvo que cerrar su escuela rural porque no alcanzaba el umbral mínimo de
11 estudiantes, pero volvió a abrir en 2018 gracias a la llegada de
familias con niños. Actualmente, uno de cada 10 oreanos procede del
extranjero, principalmente de Ecuador y Marruecos.
Corella está preocupada. Explica que la despoblación no es un problema exclusivo del interior rural, sino que “afecta a todo el grueso de la sociedad”:
los pueblos cuidan el entorno, evitan incendios al eliminar biomasa
forestal, albergan un patrimonio cultural incalculable y generan
riqueza. Cuando el número de habitantes baja de 500 personas, “comienzan
los problemas y la muerte del pueblo, la identidad y el arraigo se
pierden y resulta casi imposible enderezar la situación”.
Actualmente,
Orea tiene 260 habitantes, lejos de los más de 1.000 que llegó a tener
en los años cuarenta. Muy cerca de la localidad se encuentran los restos
de Villanueva de las Tres Fuentes, la aldea de sus abuelos. De La
Chaparrilla, como la llaman los lugareños, ya solo quedan ruinas y
escombros.
La vida en el mundo rural no es fácil, pero alberga oportunidades. Así
lo entendió el pakistaní Ishfaq Muhammad, que se mudó junto a su esposa e
hijos en Allueva (Teruel) y puso en marcha una pequeña empresa
ganadera.
En sus mejores tiempos, esta aldea tenía 140 habitantes, pero
ahora solo quedan 17, de los cuales 13 son pakistaníes. Rosario Sampedro,
profesora de sociología de la Universidad de Valladolid y directora de
la investigación 'Crisis e inmigración en el medio rural de Castilla y León',
explica que los migrantes que se instalan en zonas despobladas se
dedican principalmente a la agricultura, la agroindustria, la
construcción y el cuidado de personas dependientes, trabajos que la mano
de obra autóctona no cubre debido a su envejecimiento o porque no está a
dispuesta a asumir unas condiciones laborales más duras.
Esta experta
destaca la falta de recursos en los ayuntamientos de esas localidades
para desarrollar programas de acogida e integración, así como la falta
de viviendas dignas para alojar a los nuevos residentes, a menudo
empleados en actividades estacionales
. También resalta que “los
problemas siempre surgen cuando se concibe a los inmigrantes como mera
mano de obra, y no como personas”. Por ejemplo, la población autóctona
“a veces no es consciente de las necesidades de estas personas, hay
reticencias y suspicacias por el uso que puedan hacer de los recursos y servicios públicos, e incluso actitudes xenófobas o racistas”, explica Sampedro.
La tranquilidad, seguridad y cercanía humana de los pueblos del interior
no son suficientes para compensar la falta de escuelas, centros
médicos, carreteras transitables y puestos de trabajo en el mundo rural,
ni siquiera para quienes no tienen demasiadas opciones sobre la mesa,
como es el caso de muchas personas migrantes.
Todas las fuentes
consultadas, jóvenes y ancianos, desde alcaldes conservadores y
progresistas hasta residentes autóctonos y extranjeros, coinciden en que
la convivencia es positiva, a pesar de las dificultades del día a día, y
el futuro esperanzador. También son unánimes el sentimiento de abandono por parte del Gobierno y la razón principal de su situación: la dificultad de generar más empleo en el campo.
Sin plan estatal para los migrantes repobladores
A
nivel autonómico, existen varios programas de integración para
extranjeros en el ámbito rural, aunque a menudo disponen de escasos
recursos y son poco conocidos a nivel local. Organizaciones como Cepaim,
grupos de investigadores independientes
y colectivos como la Asociación Contra la Despoblación Rural, ADAC,
Fadeta o ADEL Sierra Norte también trabajan de manera permanente para
revertir la desaparición de sus pueblos. Sin embargo, no existe ningún
plan, estrategia o política nacional que conciba a las personas
migrantes como parte de la solución a la 'demotanasia'.
El
‘Manifiesto de Sigüenza’ contra la despoblación, lanzado en diciembre y
suscrito por varias organizaciones, contempla medidas concretas para
combatir esta lacra: suplementos salariales del 25%
para atraer a profesores, médicos y otros funcionarios, procedimientos
burocráticos simplificados para quienes viven lejos de la ciudad, más
inversión en infraestructuras (mejoras en internet, carreteras, sistemas
de regadío, etcétera) y ventajas fiscales para mejorar el atractivo
empresarial, entre otros.
También contempla ideas para fortalecer el
papel de la mujer en el medio rural, dado que son ellas —especialmente
las jóvenes— las que más predisposición tienen a mudarse a la ciudad.
La Secretaría de Estado de Migraciones admite a El
Confidencial que no tiene ningún plan específico sobre migrantes y
despoblación. También explica que el Gobierno se centra en impulsar el
empleo en el mundo rural y en mejorar servicios públicos para desalentar
el éxodo rural.
Tampoco el comisionado del Gobierno
para el Reto Demográfico concibe planes para amortiguar la despoblación
rural favoreciendo la llegada de trabajadores de origen extranjero. A
finales de febrero, concluyó el II Foro Nacional de Despoblación,
organizado por el Ministerio de Agricultura, sin ninguna mención sobre
la población inmigrante.
Motivos para no quedarse
Entre 1996 y 2016, más de medio millón de extranjeros llegaron a las dos Castillas, Aragón, Extremadura y La Rioja, aumentando la población en un 7%.
Por lo general, se trata de personas relativamente jóvenes y en edad
laboral que con el tiempo traen a sus familias, alientan a otros
compatriotas y tienen hijos. Sin embargo, nada asegura que la
descendencia de estas familias permanezca en el municipio.
El pueblo se
queda pequeño, está mal comunicado y las opciones académicas y laborales
están en la ciudad. El problema de la despoblación se reproduce en las
segundas generaciones.
Así lo reconocen los hijos del italiano
Vincenzo Polenghi y la ucraniana Inna Chorna, que viven en Torre del
Burgo desde finales de 2017. Svitlana, la mayor de la
familia (20 años), ha pasado toda su vida en un pueblo (antes en
Ucrania, ahora en España), pero sigue echando de menos “gente, ambiente,
tiendas, porque apenas hay nada aparte de la gasolinera”.
La vida
social de esta joven se desarrolla principalmente en Guadalajara, donde
realiza sus estudios de Turismo. Su hermano David (15 años) quiere
seguir viviendo en el pueblo, pero se queja de lo lejos que está el
instituto —lo que le obliga a madrugar más que sus compañeros para
desplazarse en bus— y de que ni siquiera tienen una pista con porterías
para jugar a fútbol. Sophie (nueve años) se aburre en Torre del Burgo.
“Aquí hay poca gente, solo tengo tres amigos; el pueblo es más relajado
pero no nos divertimos mucho”. Su padre, Vincenzo, se aferra a la
tranquilidad de ver a sus hijos jugando frente a casa. Bromea con que al
final se acabarán marchando ante la falta de oportunidades laborales y
le dejarán solo con Balotelli, el perro de la familia." (Shalini Arias ,,José Bautista (Fundación porCausa) , El Confidencial, 18/03/19)
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