"(...) Los «chalecos amarillos» irrumpieron desde la
periferia, desde el corazón herido de una Francia a la que se llamó
erróneamente «invisible». En un momento en el cual, como casi todas las
sociedades occidentales, el país atravesaba una profunda crisis de
representatividad, los gilets jaunes construyeron la suya en una zona de
aislamiento.
A lo largo de todo el territorio, empezaron ocupando las
rotondas, es decir, ese lugar circular de cruce de caminos que comunica
con rutas que se internan en los pueblitos, esos páramos hace mucho
tiempo dejados al abandono por un Estado que cerró estaciones de trenes,
escuelas, correos y bancos. De aquella soledad periurbana o perirrural
saltaron a la capital francesa, ante el asombro de los analistas de
París.
El gobierno francés se quedó mudo y paralizado, tanto más cuanto
que venía de una serie ininterrumpida de victorias rotundas contra los
sindicatos y otros movimientos sociales: impuso su reforma laboral sin
muchos sobresaltos y luego la reforma de uno de los mitos de Francia, la
empresa nacional de ferrocarriles, la sncf.
Los «chalecos amarillos» atravesaron los intersticios de las certezas del poder y la copiosa ignorancia de los medios. (...)
A diferencia de otros momentos de tensión social, los «chalecos
amarillos» desplazaron el punto de resistencia. En lugar de los barrios
populares, fueron a manifestar en el corazón de la riqueza: los Campos
Elíseos y sus súper ricas avenidas adyacentes, donde están concentradas
las riquezas más abultadas del mundo. El Estado se asustó.
Llegó a sacar
a la calle más policías que manifestantes, reprimió con una violencia
inaudita, arrestó de forma preventiva, impidió a mucha gente que fuera a
las manifestaciones de los sábados. La represión policial dejó, al cabo
de dos meses, cientos de detenidos y heridos graves: mutilados de manos
o pies, gente que perdió un ojo. En defensa de su modelo, el Estado
llegó a violar las propias reglas que él mismo había fijado. Nada
disuadió a los «chalecos amarillos».
Aunque se fueron dividiendo entre
el sector más radical que anhela derribar al gobierno en la calle y otro
más moderado que aspira a convertir el movimiento en una entidad
política, la insurrección amarilla persiste tanto como su mensaje
original: vivimos en un sistema de acumulación demente y de exclusión
radical donde se pretende que unos pocos paguen las condiciones de vida
de la modernidad.
No fueron de derecha ni de extrema derecha, ni tampoco
de izquierda o de extrema izquierda, ni tampoco ecologistas. Objeto de
múltiples intentos de manipulación y cooptación política, los «chalecos
amarillos» no entregaron su fuerza y su legitimidad al mejor postor. (...)
El sociólogo francés Michel Wieviorka ha seguido con rigor los rumbos de esta insurrección popular.(...)
-¿Cómo definiría usted el
levantamiento de los «chalecos amarillos»? ¿Acaso fue una revuelta
fiscal, una revuelta ecológica o, más globalmente, la manifestación de
un hartazgo general contra la desigualdad?
Ha sido un movimiento social en un contexto de crisis
política y social. Es una parte de la sociedad que dice no aceptar sus
condiciones de vida, que quiere pagar menos impuestos y, de alguna
manera, rehúsa pagar la transición ecológica.
Se ha dicho que los
«chalecos amarillos» eran una suerte de Francia invisible. En realidad,
era invisible solo para quienes no quisieron verla. No era en nada
invisible. Muchos trabajos han demostrado la existencia de una Francia
que no vive en las mismas condiciones en las que se vive en el centro de
París.
En este país hay muchas desigualdades sociales, hay regiones que
se han convertido en desiertos. Cuando alguien vive en un lugar donde
ya no hay trabajo, ya no hay servicios públicos, donde no hay escuela
para los niños ni maternidad para atender los nacimientos; cuando no hay
más estaciones de trenes, ni correos, en suma, cuando todo esto
desaparece, la gente se dice: la vida no es posible.
Ha habido entonces una ceguera política acumulada por parte de los sucesivos gobiernos.
El problema es el tratamiento político de todo esto.
No ha habido propuestas políticas pensadas seriamente para esta parte de
la población.
Esto empezó a gestarse a finales de los años 70,
principios de los 80. Pero no es el único problema de este país. También
está la problemática de los suburbios. Y todo esto nunca fue objeto de
políticas fuertes. No se pensó en reabrir servicios públicos, no se
pensó en tomar en cuenta a toda esa gente para la cual el automóvil es
indispensable. Hay muchas familias que necesitan hasta dos automóviles.(...)
-Hay también dos elementos
constantes que surgen con esta crisis: la ruptura, en Francia, del
sistema colectivo de solidaridad, y el abismo entre la población, sus
necesidades y la dirigencia política global. ¿Está de acuerdo?
Sí. Francia, como muchos otros países, vive un proceso
de fragmentación. Y en este proceso desaparecen las formas de
solidaridad colectiva, o se transforman en nacionalismos y repliegue
sobre sí mismo. Pero esto es apenas un aspecto del problema. El otro es
la crisis del sistema político. En Francia, las formas clásicas de la
democracia liberal, o sea, la representación política, no funcionan más.
Los partidos clásicos ya no funcionan y esto explica en mucho los
problemas. La gente siente que los partidos políticos no la representan,
que están lejos, que esos partidos pertenecen a un tiempo antiguo y que
no son los que necesita hoy. En esta situación, el poder está
desconectado de la población, sin capacidad de mediación. Pero esta
crisis de la representación no atañe solo a los partidos políticos,
también engloba a los sindicatos, a las asociaciones.
Estamos en un país donde las mediaciones políticas y sociales se están
debilitando, donde el poder ha funcionado de manera tecnocrática. Hay
poca política y mucha racionalidad que no toma en cuenta la vida de la
gente. (...)
Mucho se ha dicho en todo el mundo que Francia volvía a
marcar la pauta de la revuelta social. La izquierda radical ve en los
«chalecos amarillos» la realización del sueño de una insurrección
ciudadana. Sin embargo, el perfil de los «chalecos» es más complejo.
Los «chalecos amarillos» no hablan mucho de insurrección. (...) Sin embargo, los «chalecos amarillos» no son un movimiento
revolucionario. Sí, es cierto que se habla del presidente Emmanuel
Macron y del poder como del rey Luis xvi o de su esposa María Antonieta.
Sin embargo, no se trata de un movimiento revolucionario que quiere
tomar el poder.(...)
Allí está la idea de que, al no ser un movimiento
identificado, puede ser utilizado peligrosamente por uno u otro sector
político.
En su corazón, el movimiento de los «chalecos
amarillos» está diciendo: tenemos problemas sociales y queremos que el
poder nos responda de manera social, o sea, queremos dinero para vivir
mejor, queremos pagar menos impuestos. Son, por consiguiente, demandas
sociales. Pero fuera de los «chalecos amarillos», en la extrema
izquierda, se dice: «Este movimiento quiere la revolución».
En la
extrema derecha se dice: «Los ‘chalecos amarillos’ tienen que saber que
los problemas de Francia son la inmigración, el islam y la identidad
nacional». Cada sector los etiqueta con sus ideas. Pero la verdad es que
los «chalecos amarillos» nunca hablaron así. Insisto: no es un
movimiento político, no es un movimiento de extrema izquierda o de
extrema derecha.
Hay gente que dice que los «chalecos amarillos» fueron
un poco como en Italia, con La Liga y el Movimiento 5 Estrellas, o como
en Reino Unido con el Brexit, o como los votantes de Donald Trump en
Estados Unidos y como en Brasil con Jair Bolsonaro. No son comparaciones
válidas. Los «chalecos amarillos» son una cosa única y muy distinta de
todo lo demás.
-Hay en este movimiento algo
que lo diferencia de todas las demás soluciones que los países buscaron
colectivamente a través de las elecciones. ¿No han pedido un cambio de
poder, que el poder cambie su forma de gobernar?
Exactamente. En Italia hay problemas del mismo tipo.
La gente votó por Beppe Grillo (5 Estrellas) o a favor de la extrema
derecha de Mateo Salvini. En Reino Unido los problemas también son
similares, y allí la gente optó por salir de Europa. A su vez, en
Brasil, los electores llevaron a Bolsonaro al poder.
Entonces, lo que
constatamos es que en todos esos países la respuesta a los problemas
sociales fue directamente política. La gente se dijo que con cambios
políticos su situación iba a mejorar. En Francia no pasó eso. Aquí, la
gente dijo: «Queremos una respuesta del gobierno a nuestros problemas».
Hubo una inteligencia colectiva impresionante. (...)
ha sido un movimiento horizontal. Aquí no hay ningún
líder carismático. Los «chalecos amarillos», al menos hasta ahora, no
quieren o no han sido capaces de promover a un líder fuerte.
-Este perfil que los caracteriza ¿no puede acaso volverse un problema, o sea, acarrear su propia extinción?
Los «chalecos amarillos» enfrentaron el problema de
transformar la horizontalidad en una verticalidad de tipo político.
Habrá que ver.
La lista de innovaciones es larga. Por ejemplo,
incluye también la temática ecológica. La revuelta nació con una
protesta contra una medida gubernamental destinada, en principio, a
financiar la mal llamada transición ecológica. El Poder Ejecutivo
pretendía equiparar el precio del gasoil, que es más barato, con el del
combustible común. (...)
Después de que estallara la revuelta, el gobierno dijo
que esos impuestos eran para la protección del medio ambiente, pero la
verdad es que se trató más que nada de recaudar más impuestos, muy poco
se habló antes de ecología.
Al mismo tiempo, los «chalecos amarillos»
decían: «No estamos en contra de la transición ecológica, pero ¿por qué
tenemos que pagarla nosotros?». Son un movimiento que no trata sobre la
transición ecológica, no se mete con la ecología, no se opone a la
transición ecológica, pero termina introduciendo la idea según la cual
hay una contradicción: ¿qué queremos hacer? ¿Queremos financiar la
transición ecológica o queremos ayudar a los más pobres a vivir
normalmente?
-Pero toca el tema de la
justicia fiscal, el famoso artículo xiii de la Declaración de los
Derechos del Hombre de 1789 donde se expresa claramente que se paga
según lo que se tiene. Allí aparece la noción plena de igualdad.
Ocurre que hubo una falta inicial, un pecado original
cometido por el presidente Macron. Cuando llegó al poder en 2017, lo
primero que hizo fue modificar el impuesto aplicado a las grandes
fortunas, el isf. El gobierno inició su trayectoria política con esta
medida y otras más que estaban claramente a favor de las empresas.
La
gente empezó a decir que el gobierno les daba mucho a los ricos, a las
empresas, y al final es a nosotros a quienes nos toca pagar. Hay una
idea muy fuerte de que Macron es el presidente de los ricos y de los
poderosos; que es, además, un presidente arrogante, que habla de manera
negativa y displicente sobre muchos temas. (...)
En este sentido, el rechazo a la arrogancia de los
ricos fue muy poderoso. Jamás se había visto en Francia una
manifestación en la que la gente atacara, en París, el barrio de los
ricos, ni menos aún los símbolos de la nación, como el Arco de Triunfo o
la Tumba del Soldado Desconocido. Esta vez sí. No fueron la Plaza de la
Bastilla, la Plaza de la Nación o la Plaza de la República los
escenarios de la confrontación, sino los Campos Elíseos o la Avenida
Foch. No hay que olvidar que este movimiento no nació en París sino en
el interior. Puede que haya gente en París con alguna simpatía o
sensibilidad cercana hacia los «chalecos amarillos», pero no fue la
mayoría.
El corazón de los «chalecos amarillos» está fuera de la
capital. En tiempos pasados, los momentos importantes, insurreccionales,
con movimientos sociales fuertes, surgían en París, eran genuinos de la
ciudad. Pero los «chalecos amarillos» acuden a la capital desde el
interior del país para manifestar con la intención de ir lo más cerca
posible del poder político. Y el poder político está en París, en los
alrededores de los Campos Elíseos. El movimiento no manifestó en esos
barrios porque ahí se encontraba el dinero o la riqueza, sino porque
allí se encontraba, precisamente, el poder político.
Y como el dinero,
la riqueza y el poder político residen en los mismos lugares, los unos
porque viven allí y los otros porque en esas zonas funciona,
precisamente, el poder político, ocurrió lo que vimos. Al menos al
principio, los «chalecos amarillos» ocuparon los barrios pudientes no
como una crítica contra los ricos, sino para llegar lo más cerca posible
de donde estaba el poder presidencial.
-¿Qué lecciones deja la insurrección amarilla francesa en el campo político y social?
Este movimiento significa que salimos de un mundo y
entramos en otro. Significa que salimos de un tipo de sociedad y nos
dirigimos hacia un perfil nuevo de sociedad. Y lo que realmente estaban
diciendo los «chalecos amarillos» era precisamente esto: no queremos
pagar para este cambio. No queremos ser ni los que van a desaparecer, ni
los que van a empobrecerse. No nos corresponde a nosotros pagar por
este cambio. Los «chalecos amarillos» plantean la pregunta clave: ¿quién
va a pagar por eso?
La otra lección que aporta esta revuelta concierne a
la forma misma de la insurrección: hoy ya no hay movimientos sociales
importantes si no son capaces de articular lo digital, o sea, internet y
las redes sociales, con la presencia concreta, física, en el terreno.
Ambos son necesarios. Si un movimiento es solo virtual, no funcionará.
Hacen falta las dos dimensiones: las nuevas tecnologías de la
comunicación y la presencia territorial masiva. Esto es nuevo. El
repertorio de las formas de acción colectiva ha cambiado. (...)
Hay más lecciones. Este movimiento es simpático en términos sociales. No
es un azar que 70% de la población lo respalde. Sin embargo, los
«chalecos amarillos» son una catástrofe en muchas otras dimensiones:
¿cómo se construirá Europa con un movimiento que obliga al gobierno a no
obedecer las reglas comunes europeas en términos de presupuesto? A su
manera, los «chalecos amarillos» debilitan la construcción europea.
En
segundo lugar, en cierta forma, los «chalecos amarillos» han sido un
movimiento en favor del automóvil, lo que es contrario a la transición
ecológica. Esto ocurrió en un país que era uno de los líderes en la
lucha contra el cambio climático. Los «chalecos amarillos» son
socialmente simpáticos y, al mismo tiempo, introducen problemas de otra
naturaleza.
Y estos problemas son las temáticas del futuro. Se trata de
un movimiento defensivo cuyo costo consistirá en hacer que el futuro sea
mucho más difícil, inclusive para los actores del movimiento. Aclaro
que los «chalecos amarillos» no son antimodernos, pero sí dicen que no
quieren pagar por la modernización y el cambio. Es eso."
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