"(...) Casado, Sánchez, Rivera e Iglesias se situaron en sus atriles,
mientras que los asesores les colocaban los protectores bucales y unas
esforzadas limpiadoras pasaban la mopa por uno de esos escenarios
calculados hasta al milímetro, casi tanto como las reglas pactadas que
al final convierten todo aquello en una competición aritmética de
tiempos que recordó más a la moderna Fórmula 1 que a las trepidantes
carreras entre James Hunt y Niki Lauda.
El moderador, Xabier Fortes, se
vio obligado en más de una ocasión a guiar a los aspirantes a la
presidencia por el bosque de normas, azuzando las intervenciones
cruzadas para que aquello no resultara un insípido monólogo a cuatro.
¿Qué hizo cada uno? Jugar los papeles previstos.
¿Cuál fue el resultado? Que algunos ya no saben ni qué papel jugar. Y
esta fue la clave: las posiciones. El saber mantener las propias para no
decepcionar a los fieles pero ser capaz de ampliarlas para restar
espacio al rival. Por cierto, unas posiciones que se vuelven a situar
cada vez más en las líneas clásicas de izquierda y derecha, dejando
anticuados los intentos populistas de que la novedad, la gestión o lo
procedimental las sustituyeran.
A nadie le importa ya la participación,
la transparencia o el bipartidismo. Sí cómo pagar el alquiler. La
generación del 15-M, en sus líneas progresistas y conservadoras, se ha
hecho mayor muy rápido impulsada por sus carencias y aspiraciones.
Y en esas posiciones Pedro Sánchez fue
el ganador del debate en términos netos. Ganador porque su papel de
presidente del Gobierno le hizo protagonista de la acusaciones, que
si no son indiscutibles -como lo eran las que soportaba el Rajoy de
la Gürtel- te hacen aparecer más como el centro de la narración,
el héroe solo ante el peligro, que como un pobre hombre acosado y
tembloroso. Incluso la ubicación en el escenario, con Casado a
nuestra izquierda y Rivera a nuestra derecha, le hacían poder
pivotar con el balón entre las manos driblando para encestar en
varias ocasiones.
De hecho, Sánchez anotó varios triples. El primero, en líneas
feministas, pilló descolocado al candidato popular que, incluso por el
tiro de cámara, parecía estar recibiendo una lección a la que asistía
paralizado, desde el “no es no” a la recriminación a “sus amigos
ausentes de la ultraderecha que el vientre de la mujer no es un taxi”. A
continuación, Sánchez, pasó a advertir a Rivera que “el vientre de la
mujer no se alquila”.
Más tarde, al calificar la sede del PP de Génova
como “el gran bazar de la corrupción” o recordar las leyes que el PP
había votado junto a Bildu y preguntar de qué color tenía las manos Casado, devolviéndole la atroz acusación hecha unos días antes, acabó por desmontar al popular.
Tres momentos que marcan un debate y que posiblemente te acaban de
lanzar como firme candidato a revalidar el despacho en la Moncloa.
Casado, por su parte, además de recibir, pagó un giro hacia la
contención que nada tiene que ver con una precampaña que ha superado las
líneas del aznarismo más desatado para pasar a lo pendenciero y lo
faltón. El Pablo Casado de hoy si parecía ese yerno de buena familia del
que hablábamos por aquí
hace año y medio, que puede ir en mangas de camisa color pastel sin
resultar demasiado pijo, lo justo para poder tomarse unas copas por
Malasaña. El problema es que los tonos pastel pegan poco con el azul
mahón y el líder de los populares ya no se sabe qué es, si jefe de la
oposición o agitador de turbas y emociones pedestres.
Justo es reconocerle que supo salir
vivo de la parte socioeconómica, lugar donde a la derecha le vale
con mostrar tablas y gráficos, esto es, jugar con los datos como si
su forma de entender la economía fuera la economía cotidiana. Y
esto dice mucho de lo poco que la política de verdad entra en estos
debates, o cómo a propuestas que intentan por todos los medios
evitar un mínimo de redistribución de la riqueza les vale con
repetir los mantras liberales para fingir preocupación por los
humildes, que es como se llama a los trabajadores en la prensa de
derechas.
De hecho, quien más hizo por
dignificar el debate fue Pablo Iglesias. Si la melodía general era
la de una radiofórmula mal sintonizada, Iglesias jugó al indie, a
ser los Smashing Pumpkins tocando con seriedad, contundencia e
incluso dramatismo. Y aquí hay que hacer una precisión para los más
incautos, para los que creen que un debate electoral sirve para decir
todo aquello que los anhelos siempre insatisfechos del izquierdismo
desean, es decir, para dar la nota.
Con sus apelaciones constantes a los aspectos sociales incumplidos de
la Constitución, que en algunos casos pudieron resultar literalmente
repetitivas, Iglesias lo que intentó fue introducir el elemento de
conflicto social en un debate que estaba pensado, en todos sus bloques,
para soslayarlo. La intención era no decepcionar a sus votantes, pero
sobre todo luchar por esas personas que simpatizaron con Podemos pero
que hoy tienden al voto socialista.
Por supuesto que cabe preguntarnos
si recurrir a la Constitución para mostrar las carencias voluntarias del
sistema es una derrota o una cesión. Lo que no vale, más allá de la
crítica pueril, es pretender que en una campaña, en una noche, se finja
ir por donde no se ha ido en las últimas legislaturas.
Y es a partir de
estas carencias donde Iglesias narró su intervención final, una flecha
emocional para los desencantados, con una poco habitual petición: “Si
después de estar en un Gobierno cuatro años no hemos conseguido nada, no
nos voten nunca más”.
Iglesias intentó, con éxito, que Sánchez desvelara cuál va a ser su
política de pactos. Con éxito porque aunque el candidato socialista no
lo hizo, eso fue la aceptación tácita de que no solo el acuerdo con
Ciudadanos es posible, sino que es hasta deseable al menos para los
señores a los que representa The Economist.
Las cloacas también
aparecieron, brevemente, en la triste constatación de que uno de los
temas cruciales en la limpieza de la democracia española no ha tenido en
el electorado demasiado impacto. Se diría que de tanto asumir el olor a
podrido nos hemos acabado por acostumbrar a cualquier tropelía.
Quizá este sea el penúltimo debate de Rivera. Quizá su actitud y
escenografía, que por momentos rozó lo histriónico, le salven de ser el
juguete roto del IBEX 35. Que el candidato naranja tenía que salir al
ataque parecía lógico, que se pasó de frenada según iba avanzando la
noche, también. Y aquí vuelven a entrar de nuevo las posiciones.
El
partido de Rivera es de derechas, pero de esa derecha que aspira a tener
el todoterreno de su jefe, de la que se cree la fantasía del
emprendimiento, de la que mira con más simpatía a Elon Musk que a los
tercios de Flandes. Y el problema es que Rivera ya no puede jugar al
gestor neutro, a hablar de las viejas ideologías, teniendo pactos con
los ultras y compartiendo con ellos discurso y espacio.
Exceptuando algún guiño centrista apelando a las familias LGTBI, el
candidato de Ciudadanos se tiró una hora y media repitiendo batasunos,
Torra, Otegi, indulto y golpe independentista. Y si no lo hizo, lo peor,
es que dió esa sensación a gran parte de la audiencia, que es lo que
pasa cuando el efectismo controlado de un apoyo visual
se convierte en una parodia a base de abuso.
Lo de la foto, con marquito
incluído, no solo hizo las delicias de los tuiteros, sino que
seguramente desconcertó a un votante que quería escuchar más promesas de
que España va a ser la nueva California que la matraca rojigualda
ocupada por Vox y por Casado desde hace meses. Del minuto de oro,
francamente cuestionable, solo me atrevo a decir que meterte en
triquiñuelas actorales-poéticas es solo efectivo si eres actor o poeta, y
ni siquiera.
Si este es un debate a dos vueltas, el que precisamente debía haber
estado más contenido en la primera cita, Pedro Sánchez, es quien ya ha
sacado ventaja a sus rivales, por lo que, salvo gran catástrofe, en la
cita del martes solo tiene que salir a asegurar el resultado.
Posiblemente Iglesias trate de corregir su menor presencia entrando más
al cuerpo con la derecha, ya que confrontar demasiado directamente con
Sánchez puede ser un arma de doble filo.
La incógnita es la derecha, ya
que Casado, perdedor a todas luces, tendrá que elevar el tono pudiendo
darnos algún momento memorable en sonrojo. Y Rivera, ¿qué diablos le
queda por hacer a Rivera esta noche? Nunca esperen que un hombre
desesperado tome la decisión más acertada.
Y esta, en el fondo, es la tragedia de
estas elecciones. Que lo que vamos a medir no es cuánta gente de
derechas hay en España, sino cuánta gente irresponsable de derechas
vive entre nosotros." (Daniel Bernabé, La Marea.com, 23/04/19)
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